Se cumplen
en estos días 175 años desde que Samuel Morse, nacido en Boston, profesor de
arte, electricista por afición e inventor del telégrafo y del código de
transmisión conocido por su nombre, presentara su primer aparato de transmisión
(aquel martillito que según lo pulsabas, dejaba escrito en una cinta de papel de
otro aparato lejano lo de punto-raya-raya-punto-punto-punto, o algo así), y que
vendría a revolucionar en su época el mundo de las comunicaciones. Fue en
Septiembre de 1837.
Podríamos
decir que el tal Sr. Morse fue el „culpable“ de que surgiera la profesión de
telegrafista, y con el aumento del número de personas dedicadas a transmitir y
a recibir los telegramas, “culpable” también de que surgiera el llamado y
conocido “cuerpo de telégrafos”. Tengo que confesar que en mi ADN existen códigos
genéticos de telegrafista, los heredé de mi madre (¡!). Como a mi nieto le va a
sonar a chino lo de los códigos genéticos y el “cuerpo de telégrafos”, quiero
explicarme. Con esto respondo también a mi cuñado Manolo, que me ha pedido escriba
algo sobre los “Mellado” (la familia de mi madre).
Desde que en
octubre de 1898 el patriarca de los Mellado, el abuelo Antonio, aprobara las
oposiciones a oficial de telégrafos con 18 puntos de un máximo posible de 25, y
consecuentemente fuera destinado a darle al transmisor telegráfico primero en
Málaga y después, como jefe de la central, en Albuñol, la suerte de los Mellado
estaba echada. Don Antonio tuvo sólo que encontrar al amor de sus amores, que
lo hizo en Bérchules, casarse y dejar que los hijos vinieran y escucharan en
las dependencias del bajo de la casa el “ti-ti-tiiiiii-ti-ti-tiiiiii-ti-ti-ti”
telegráfico de su padre. Algunos le siguieron en el oficio, eminentes
telegrafistas granadinos, y otros, que no lo fueron, asumieron las virtudes y
limitaciones de un buen telegrafista, por ejemplo, mi madre. Quiero mencionar
que la saga de los “mellado-telegrafistas” no quedó así, sino que fue como la
bendición que Dios prometió a los abuelos en la Biblia: “y veréis a los hijos
de vuestros hijos”, o sea que también algunos nietos fueron telegrafistas, y
otros, como yo, casi lo llegamos a ser (otro día lo contaré).
No quiero
olvidar lo del “código genético” del telegrafista: recordando a mi abuelo
Antonio y a los que le siguieron como buenos telegrafistas, me siento obligado
a dar testimonio de sus virtudes: fueron personas de una probada y manifiesta
seriedad y disciplina; amaban la justicia y se entregaban con un amor desinteresado
a la colectividad, su espíritu de abnegación y sacrificio brillaban en su día a
día, sus vidas tenían nervio y fuego, a veces de más. Algunas limitaciones
tuvieron también mis ancestros y tenemos los que les seguimos: por ejemplo, la
seriedad fue tal que a veces no dejaba espacio para tener ni el más mínimo
sentido del humor, la alegría solía pasar de puntillas por cerca de sus casas.
¡Ah!, y otra cosa: nunca tuvieron dinero, siempre andaban justos con el
presupuesto familiar; muchos de ellos, y el abuelo fue el primero, tuvieron que mejorar sus ingresos con otros trabajos y
tareas adicionales.
Lo del poco
dinero fue algo crónico en el “cuerpo de telégrafos”. Tengo en mi archivo
personal una historia contada por un telegrafista tres años antes de que el
abuelo Antonio aprobara sus oposiciones, o sea en el año 1893. (He de decir,
que las cosas no cambiaron mucho a pesar del paso de los siglos). El autor se
llamaba Alfonso Márquez; trataba sobre los ascensos en su trabajo. Decía así:
“LOS ASCENSOS
Con motivo de las nuevas
plantillas de Telégrafos, han ascendido algunos chicos del ramo, causando la
consiguiente sorpresa en el seno de las respectivas familias.
- ¡Hombre! dice una esposa
impresionada con lo inesperado de la noticia: yo creía que en tu carrera no se
conocía eso de los ascensos; ¡acuérdate que desde que nos casamos, que va para
veinte años, hemos tenido siempre el mismo sueldo de los 8.000 reales!
- Sí, mujer, sí. También se suele
ascender en Telégrafos. Lo que sucede es, que a nosotros nos dan los ascensos
con cierta moderación, a fin de acostumbrarnos a una vida económica y ordenada y
que no adquiramos ciertos hábitos de molicie, los cuales serían incompatibles
con lo sagrado de nuestro cargo y con la actividad que el Estado tiene derecho a exigir de
nosotros. Entre los funcionarios recién ascendidos hay algunos que venían gozando de su
anterior empleo desde sus más verdes años, y todo se le vuelve ahora dar
gracias al cielo por haberles permitido llegar con vida al haber superior inmediato.
- Mire usted, me decía uno de
éstos: la verdad es que yo me había acostumbrado a la idea de morirme en el
disfrute de las mal llamadas 2.000 pesetas. Figúrese usted que fui propuesto
para el ascenso a dicho empleo el mismo día que aconteció lo del algarrobo de
Sagunto, y cuando entró Alfonso XII triunfante en Madrid, ya estaba yo en
posesión de mis 8.000 reales.
- ¿Y desde entonces ha venido
usted cobrando el mismo sueldo?
- Le diré a usted. En nómina
siempre figuraba el mismo. Pero la verdad es que me lo variaban con bastante
frecuencia, y esto le servía a uno de distracción. Unas veces venían los
liberales, y me quitaban el 5 por 100; luego venían los conservadores, y
me descontaban el 10; más tarde volvían los fusionistas y me aumentaban el descuento
al 15; y así, puedo asegurar a usted que llegó el día en que creí formalmente
tendría necesidad de prestar de balde mis servicios, si no es que me pedirían
la propina por hacerme el favor de permitirme trabajar en los aparatos.
A todo esto, hay
quien mira a los Telegrafistas hasta con envidia, creyendo que esa es una carrera
descansada y de un porvenir asombroso. Yo le he oído decir a varios:
- ¡Figúrese usted que se quejan
de vicio! No existe una Corporación que goce de más gratificaciones y
emolumentos. Que sale un Telegrafista fuera de su residencia: gratificación al
canto. Que aprende uno varios idiomas, gratificaciones por cada uno de los
mismos. Que pasa al taller para aprender a limpiar los alambres, otra gratificación.
En fin, para decirlo todo, lo menos que pueden hacer, que es transmitir
despachos, pues hasta eso se les paga fuera parte de su sueldo.
- ¡Hombre, y yo que creía que se
quejaban con razón!
- ¡Quiá! Ríase usted de eso. Lo que quieren es tener
libre la paga para gastársela en vicios. En España, para que estén los
empleados contentos, era menester hacerlos a todos Directores generales, y ya ve usted que esas
plazas las necesitamos para los yernos.”
Me imagino
que mis lectores se habrán reído con la historia. Yo lo hago cada vez que la
leo. Ahora, no sé si mi nieto podrá contar a sus amigos lo del código genético
del “mellado-telegrafista”, el que llevamos todos los Mellados y su
descendencia para siempre. Puede ser que alguno de esta familia se salga de la
fila y nos sorprenda con algo distinto, pero yo, salvo aquello de la falta de
humor, me siento a gusto con mi ADN, a pesar de que no me sobra el dinero.