viernes, 21 de diciembre de 2012

Una palabra de despedida


(……. ¡del año!)

Han pasado varias semanas sin que me comunique con mis lectores; otros desvelos han exigido mi atención. El resultado de mi ausencia lo puedo constatar en las estadísticas del Blog: son muy pocos los que siguen asomándose a esta ventana para saber del amigo que semanalmente les visitaba en su pantalla. La culpa es mía, prometo mejorar. Para los más fieles de los fieles quiero en esta semana – que según algunos será la última de todos los tiempos - dejarles una palabra íntima y personal. A modo de despedida ………..

‘No está el horno para bollos’, decíamos antaño en casa. Los diccionarios respectivos se lo explican así a los más jóvenes: esta expresión significa “que nos encontramos en una situación tensa, complicada, difícil y no conviene que forcemos más la situación, y que no hagamos nada que pueda agravar más esa complicación o dificultad”.   

Me refiero, por ejemplo, a la huelga de la sanidad pública en Madrid, a las cabriolas independentistas de algunos políticos catalanes, a las muertes y desgracias de las macro-fiestas madrileñas, a la subida de la electricidad y de los impuestos, al euro por receta, a los nefastos resultados del Real Madrid en la Liga, a las huelgas y demostraciones de todo tipo que nos complican el tránsito por el centro de Madrid, a la bajada de la natalidad en España, a la pobreza en Europa, a las mafias chinas de la gran ciudad y a los bancos y sus hipotecas, y así sucesivamente. Es como si el fin del mundo se echara encima.

Para complicarle la vida a los más pusilánimes y timoratos, y prestarle un marco adecuado a tanto desvarío, aparece en estos días en la prensa y en los otros medios de comunicación la locura en torno al fin del mundo, que aparentemente anuncia una piedra de un cerro llamado El Tortuguero allá por las bellas tierras de México. Algo que según los entendidos nos dejaron los mayas para que nos entretuviéramos en este fin de año. En concreto, que el día 21 de diciembre de 2012, o sea hoy, termina el ‘ciclo del quinto sol’ y con ello, según nos cuentan, tendríamos la Apocalipsis en casa.

Lo del ‘ciclo del quinto sol’ me recuerda la medida de distancia que mi padre empleaba cuando se refería a la lejanía de cualquier lugar o persona; en casa, todos sabíamos lo que significaba cuando él aseguraba que tal o cual lugar o individuo “estaba en el quinto pino”. Pues bien, así de lejano quiero ver yo también al anunciado “fin del mundo” de los mayas. El ‘ciclo del quinto sol’ lo sitúo en el “quinto pino”, y me alegro de tener la oportunidad de recordar con ello a mi progenitor y de haber heredado su buen humor (¡cuando la vida le dejaba!). 

Pero como "la ocasión la pintan calva", no quiero dejar pasar la oportunidad que me brinda este Blog para dejarle a mis amigos en este fin de año, (que no en este fin del mundo), una palabra que hoy me brota espontáneamente del corazón: la suerte que he tenido por haber conocido al AMOR. Me siento enormemente regalado por ello, sólo por eso ha valido y vale la pena vivir. No sólo que en mi vida me sentí amado ya desde mi infancia, sino que tuve yo también - y esto es lo más grande - la oportunidad de amar a otras personas. A todos los que amé, a los que amo, y a todos los demás: ¡feliz Navidad y un año 2013 pleno de amor! 

viernes, 21 de septiembre de 2012

Recordando el siglo XX


Hay ocasiones en que la mente te juega una mala pasada: a partir de algún acontecimiento del que eres partícipe o de otros a los que te enfrentas en tu día a día, asocias, combinas, deduces y llegas, en el peor de los casos, a plantearte nuevos interrogantes, a los que por tus limitaciones o desconocimiento no puedes contestar. Sin embargo en la mayoría de las ocasiones el tiempo se encarga más tarde de responderte. Menos mal.

Me ha ocurrido esta semana con las noticias más destacadas de la prensa española. “El comunista Santiago Carrillo, nacido en Gijón (Asturias), falleció en Madrid a la edad de 97 años.”  “En la última diada se pone de manifiesto el desafío nacionalista de algunos políticos catalanes con sus aspiraciones soberanistas en Cataluña.”  “En algunos países árabes se producen manifestaciones, desórdenes e incendios de embajadas y edificios occidentales provocados por la publicación de un video y de caricaturas satíricas sobre Mahoma.”

El diario “El Mundo” titula la primera noticia asi: Españoles …. el siglo XX ha muerto – Santiago Carrillo, el comunista acusado de los crímenes de Paracuellos y uno de los artífices de la reconciliación durante la Transición, ha muerto a los 97 años en Madrid”.  En la misma portada informa el periódico sobre las reacciones del nacionalismo a las advertencias del Rey respecto a las últimas expresiones de los políticos catalanes arriba citados; entre ellos al Sr. Durán Lleida, conocido por sus comentarios negativos sobre los andaluces, y que en esta ocasión afirma tranquilamente a través de su cuenta de Twitter que el Rey “no reconoce la diversidad, y que eso es una lástima.”

Lejos de nuestras fronteras asistimos a la quema de embajadas y otros edificios, actos vandálicos provocados por las publicaciones satíricas de gente más o menos descerebrada y perversa que busca pescar en aguas revueltas y que no le importa encender la mecha y provocar la intransigencia religiosa y la rabia de muchas personas en el mundo árabe.       

No coincido con “El Mundo” en aquello de  “Españoles ….  el siglo XX ha muerto”, y no puedo hacerlo por respeto a mis mayores y por amor a mis hijos y nietos. Ante la rapidez del mundo en que vivimos y ante la superficialidad de nuestro estilo de vida – “sólo cuenta el mañana porque el hoy ya ha pasado” – recuerdo a un maestro  y destacado pedagogo que aconsejaba, por el contrario, y en especial a los mayores, cultivar el conocimiento de la historia y brindar a la juventud un arraigamiento en su pasado histórico.

Quizá sea éste el motivo por el que las noticias de esta semana me llevaron, sin querer, a recordar aquel, para España, funesto 5 de octubre de 1934, en el que se produjo el conocido alzamiento revolucionario con la proclamación del Estat Catalá y de la República Socialista de Asturias, que llevaron poco después y entre otros acontecimientos a una guerra civil en España. También recordé con dolor, por la pérdida de algunos seres queridos de buenos amigos míos, aquel noviembre de 1936, cuando se produjo la conocida matanza de Paracuellos. Cuentan las crónicas que eran militares presos que debían ser trasladados a Valencia y que nunca llegaron a su destino porque “alguien” atacó al convoy. Entre ellos estaban los abuelos de mis amigos. 

Para complicarme más la vida recordé que meses antes, en un pueblo de Andalucía, otros ‘descontrolados’ (eran grupos enviados por los responsables republicanos de Almería y Málaga) estuvieron a punto de asesinar también a mi abuelo, que tuvo la suerte de cambiar el paredón de aquellas tapias asesinas por los muros de una cárcel de Alicante.

Y como no hay dos sin tres, los incendios árabes por motivos religiosos de estos días me recordaron la quema de conventos del año 1931 y los desórdenes antirreligiosos que se produjeron en los últimos meses de la República, tras el triunfo del Frente Popular en febrero de 1936, cuando muchas iglesias de nuestro país fueron consumidas por las llamas. Y como la historia se repite, tengo que recordar que tales acontecimientos dramáticos vinieron precedidos también de revistas satíricas, novelones populares, folletos y otros libros anticlericales que, según los historiadores, se venían distribuyendo desde principios de siglo y que sembraron el odio en amplios sectores de la población española. La cosecha entonces, como ahora, se traducía en llamas y cenizas.

No quiero tan fácilmente enterrar al siglo XX, como aconseja el citado diario madrileño, porque deseo contribuir así a que  las nuevas generaciones aprendan y no repitan los mismos errores de antaño. Eso espero.
Me queda un interrogante: no logro entender el interés que algunos tienen de seguir provocando la división en la España del siglo XXI. Algunos lo explican así: es el maldito dinero el que lleva a tales desmadres. Yo voy a esperar a que el tiempo se encargue de responderme.

viernes, 7 de septiembre de 2012

Telegrafistas



Se cumplen en estos días 175 años desde que Samuel Morse, nacido en Boston, profesor de arte, electricista por afición e inventor del telégrafo y del código de transmisión conocido por su nombre, presentara su primer aparato de transmisión (aquel martillito que según lo pulsabas, dejaba escrito en una cinta de papel de otro aparato lejano lo de punto-raya-raya-punto-punto-punto, o algo así), y que vendría a revolucionar en su época el mundo de las comunicaciones. Fue en Septiembre de 1837.

Podríamos decir que el tal Sr. Morse fue el „culpable“ de que surgiera la profesión de telegrafista, y con el aumento del número de personas dedicadas a transmitir y a recibir los telegramas, “culpable” también de que surgiera el llamado y conocido “cuerpo de telégrafos”. Tengo que confesar que en mi ADN existen códigos genéticos de telegrafista, los heredé de mi madre (¡!). Como a mi nieto le va a sonar a chino lo de los códigos genéticos y el “cuerpo de telégrafos”, quiero explicarme. Con esto respondo también a mi cuñado Manolo, que me ha pedido escriba algo sobre los “Mellado” (la familia de mi madre).

Desde que en octubre de 1898 el patriarca de los Mellado, el abuelo Antonio, aprobara las oposiciones a oficial de telégrafos con 18 puntos de un máximo posible de 25, y consecuentemente fuera destinado a darle al transmisor telegráfico primero en Málaga y después, como jefe de la central, en Albuñol, la suerte de los Mellado estaba echada. Don Antonio tuvo sólo que encontrar al amor de sus amores, que lo hizo en Bérchules, casarse y dejar que los hijos vinieran y escucharan en las dependencias del bajo de la casa el “ti-ti-tiiiiii-ti-ti-tiiiiii-ti-ti-ti” telegráfico de su padre. Algunos le siguieron en el oficio, eminentes telegrafistas granadinos, y otros, que no lo fueron, asumieron las virtudes y limitaciones de un buen telegrafista, por ejemplo, mi madre. Quiero mencionar que la saga de los “mellado-telegrafistas” no quedó así, sino que fue como la bendición que Dios prometió a los abuelos en la Biblia: “y veréis a los hijos de vuestros hijos”, o sea que también algunos nietos fueron telegrafistas, y otros, como yo, casi lo llegamos a ser (otro día lo contaré).

No quiero olvidar lo del “código genético” del telegrafista: recordando a mi abuelo Antonio y a los que le siguieron como buenos telegrafistas, me siento obligado a dar testimonio de sus virtudes: fueron personas de una probada y manifiesta seriedad y disciplina; amaban la justicia y se entregaban con un amor desinteresado a la colectividad, su espíritu de abnegación y sacrificio brillaban en su día a día, sus vidas tenían nervio y fuego, a veces de más. Algunas limitaciones tuvieron también mis ancestros y tenemos los que les seguimos: por ejemplo, la seriedad fue tal que a veces no dejaba espacio para tener ni el más mínimo sentido del humor, la alegría solía pasar de puntillas por cerca de sus casas. ¡Ah!, y otra cosa: nunca tuvieron dinero, siempre andaban justos con el presupuesto familiar; muchos de ellos, y el abuelo fue el primero, tuvieron  que mejorar sus ingresos con otros trabajos y tareas adicionales.

Lo del poco dinero fue algo crónico en el “cuerpo de telégrafos”. Tengo en mi archivo personal una historia contada por un telegrafista tres años antes de que el abuelo Antonio aprobara sus oposiciones, o sea en el año 1893. (He de decir, que las cosas no cambiaron mucho a pesar del paso de los siglos). El autor se llamaba Alfonso Márquez; trataba sobre los ascensos en su trabajo. Decía así:

“LOS ASCENSOS

Con motivo de las nuevas plantillas de Telégrafos, han ascendido algunos chicos del ramo, causando la consiguiente sorpresa en el seno de las respectivas familias.

- ¡Hombre! dice una esposa impresionada con lo inesperado de la noticia: yo creía que en tu carrera no se conocía eso de los ascensos; ¡acuérdate que desde que nos casamos, que va para veinte años, hemos tenido siempre el mismo sueldo de los 8.000 reales!

- Sí, mujer, sí. También se suele ascender en Telégrafos. Lo que sucede es, que a nosotros nos dan los ascensos con cierta moderación, a fin de acostumbrarnos a una vida económica y ordenada y que no adquiramos ciertos hábitos de molicie, los cuales serían incompatibles con lo sagrado de nuestro cargo y con la actividad que el Estado tiene derecho a exigir de nosotros. Entre los funcionarios recién ascendidos hay algunos que venían gozando de su anterior empleo desde sus más verdes años, y todo se le vuelve ahora dar gracias al cielo por haberles permitido llegar con vida al haber superior inmediato.

- Mire usted, me decía uno de éstos: la verdad es que yo me había acostumbrado a la idea de morirme en el disfrute de las mal llamadas 2.000 pesetas. Figúrese usted que fui propuesto para el ascenso a dicho empleo el mismo día que aconteció lo del algarrobo de Sagunto, y cuando entró Alfonso XII triunfante en Madrid, ya estaba yo en posesión de mis 8.000 reales.

- ¿Y desde entonces ha venido usted cobrando el mismo sueldo?

- Le diré a usted. En nómina siempre figuraba el mismo. Pero la verdad es que me lo variaban con bastante frecuencia, y esto le servía a uno de distracción. Unas veces venían los liberales, y me quitaban el 5 por 100; luego venían los conservadores, y me descontaban el 10; más tarde volvían los fusionistas y me aumentaban el descuento al 15; y así, puedo asegurar a usted que llegó el día en que creí formalmente tendría necesidad de prestar de balde mis servicios, si no es que me pedirían la propina por hacerme el favor de permitirme trabajar en los aparatos.

A todo esto, hay quien mira a los Telegrafistas hasta con envidia, creyendo que esa es una carrera descansada y de un porvenir asombroso. Yo le he oído decir a varios:

- ¡Figúrese usted que se quejan de vicio! No existe una Corporación que goce de más gratificaciones y emolumentos. Que sale un Telegrafista fuera de su residencia: gratificación al canto. Que aprende uno varios idiomas, gratificaciones por cada uno de los mismos. Que pasa al taller para aprender a limpiar los alambres, otra gratificación. En fin, para decirlo todo, lo menos que pueden hacer, que es transmitir despachos, pues hasta eso se les paga fuera parte de su sueldo.

- ¡Hombre, y yo que creía que se quejaban con razón!

- ¡Quiá! Ríase usted de eso. Lo que quieren es tener libre la paga para gastársela en vicios. En España, para que estén los empleados contentos, era menester hacerlos a todos  Directores generales, y ya ve usted que esas plazas las necesitamos para los yernos.”

Me imagino que mis lectores se habrán reído con la historia. Yo lo hago cada vez que la leo. Ahora, no sé si mi nieto podrá contar a sus amigos lo del código genético del “mellado-telegrafista”, el que llevamos todos los Mellados y su descendencia para siempre. Puede ser que alguno de esta familia se salga de la fila y nos sorprenda con algo distinto, pero yo, salvo aquello de la falta de humor, me siento a gusto con mi ADN, a pesar de que no me sobra el dinero.

viernes, 31 de agosto de 2012

Las flores de mis abetos



Está terminando el verano por estas latitudes. El calor agobiante de hace días ya pasó y ahora las flores de mis abetos se van haciendo pequeñas piñas que madurarán en breve. Esta mañana, al despuntar el sol, me fijé en ellas, en su belleza y frescura. Mientras disfrutaba de su verde claro llegaban hasta el horizonte más cercano de mi jardín los jirones de humo de las laderas calcinadas de la sierra  oeste de Madrid. Eran como nubes bajas de color plomizo. Algún descerebrado ha incendiado el monte y con él a miles de pinos y abetos como los que dan sombra y sosiego a mi casa.

Los plantamos, diminutos, hace ya casi cuarenta años, y hoy se alzan esbeltos con sus ramas más finas y más altas a casi cuarenta metros sobre el terreno que yo piso en este amanecer. Testigos mudos de toda una vida. Me alegré al pensar que el incendio estaba lejos y que mis abetos no corrían peligro, pero sentí rabia e impotencia por lo ocurrido y me uní en espíritu a aquellos que han tenido que dejar sus casas y jardines porque las llamas estaban cerca de todo lo que habían construido y plantado en los últimos años de sus vidas. Las flores de sus abetos no madurarán en este otoño. Sólo tendrán cenizas.

Dicen los expertos que muchos de los fuegos producidos en España son expresión de animadversiones con los vecinos o con las administraciones públicas, y que otros tantos son el resultado de la locura y maldad de gente enferma o criminal. Sea como sea, quiero estar atento a las noticias, si se producen, de la detención y juicio de los incendiarios o pirómanos de este verano; y no solo de ellos, sino de los que están detrás de sus acciones. ¿Servirá para algo? Por amor a las flores de mis abetos, quiero confiar en que así sea.


viernes, 24 de agosto de 2012

Las otras decepciones


Recién escrita mi última reflexión, un conocido me recordó que había omitido en la misma una mención a aquellas decepciones que no requieren de una segunda persona para que se produzcan, porque es uno mismo quien las provoca y las sufre. La fuente de tales sentimientos está en nosotros mismos. Esta observación y el comentario que una amable lectora de Brasil añadió al tema (“eu por minha vez… tenho minhas decepções e quero aceitá-las, ainda que seja difícil “apertálas entre os dentes”, mas com certeza descubro que são para mim!”) me anima a seguir reflexionando sobre la materia.

Mi esposa y yo conocemos a un matrimonio alemán muy implicado en la pastoral de su diócesis, Maguncia, y en otros círculos de la iglesia alemana. En nuestro último viaje a Schoenstatt tuvimos oportunidad de saludarlos. Él es teólogo pastoral y profesor en el seminario de Maguncia; se llama Hubertus Branzen. Entre sus múltiples publicaciones tiene un libro que el ‘Herder Verlag’ le editó en 1998 y que se titula: “Lebenskultur des Priesters. Ideale Enttäuschungen Neuanfänge” (Cultura de vida del sacerdote. Ideales, decepciones y nuevos comienzos). En las páginas de este libro se encuentran abundantes reflexiones sobre las decepciones que yo mencioné más arriba, aquellas que según Branzen “están programadas de antemano”. Y aunque se dirige a los sacerdotes, sus palabras podemos aplicarlas a muchos grupos de personas, sobre todo a comunidades de laicos comprometidos en el mundo eclesial y religioso.

El profesor Branzen escribe: “Los ideales que se han fijado muy altos, la conciencia de la propia vocación, los anhelos personales que están asociados con la vocación sacerdotal, y las expectativas de la comunidad: todo esto son hipotecas que ninguna persona y ninguna vida son capaces de amortizar.” Y como la fuente de las decepciones está en lo más profundo de uno mismo, basta con que se produzca cualquier acontecimiento negativo para que las mismas se hagan presentes.

Cita nuestro amigo en su libro algunas de estas decepciones: las decepciones acerca de sí mismo, las que tienen que ver con el primer impulso y con el entusiasmo inicial, que van decreciendo; la disminución de las propias energías, la falta del ‘éxito’ esperado; las decepciones acerca del anhelo insatisfecho de comunión fraternal; aquellas que se originan por la falta de reconocimiento, y aquellas otras que tienen que ver con “los de arriba” (¡Nadie se preocupa de mí!, ¡Los de arriba no tratan en absoluto de saber cómo me va!).

Parece que estas decepciones forman parte de la vida, no solo del sacerdote sino de toda persona que viva con ideales y altas expectativas personales. Define la Real Academia Española la palabra decepción como el ‘pesar causado por un desengaño’. Algunos podrían deducir  que la decepción es el camino para librarnos del engaño que produjo el desengaño. Puede ser, pero yo me inclino a pensar que esta categoría de decepciones tiene para nosotros más bien una función de maduración o crecimiento. No eliminar el ideal y la meta establecida sino buscar la forma de volver a comenzar de nuevo, de volver a re-definirse. Y eso tiene que ver mucho con la aceptación de las propias limitaciones, de la propia impotencia. San Pablo se lo decía a sus hijos en Corinto: “… porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12,10). La fortaleza me viene dada, precisamente, por la aceptación de mis limitaciones. Y en este proceso no vale ocultarlas, es bueno y es mejor hablar de ello, que el tema se sepa. Pablo también lo hizo.

El profesor Branzen lo explica así: “Las debilidades se transforman en fuerza y vigor cuando son aceptadas. Son aquellos que experimentan impotencia y dicen sí a su impotencia. ......  Los que sienten ansiedades y las aceptan. Pablo se siente justificado para emprender esta re-definición. Su modelo fundamental es: “Dios escogió lo débil que hay en el mundo para avergonzar a lo que es fuerte” (1Cor 1,27). El cristiano está invitado a este proceso de re-definición de sus propias debilidades”. Esto nos atañe a todos.

Me consuela coincidir con mi lectora brasilera arriba citada: ella admite tener sus decepciones, ha descubierto que las mismas le pertenecen y que el proceso de aceptación personal no es fácil. La próxima vez que nos veamos le preguntaré sobre el éxito de su empeño. Yo entretanto lucharé con las mías, que en estos tiempos que corren también las tengo. 

Dice un sabio maestro de la vida espiritual que cuando la tormenta arrecia, ayudan principalmente dos cosas: no abandonar nunca la oración diaria y tener al menos una persona con la que poder hablar con franqueza. Tengo la suerte de tener esa persona cerca, es mi mujer que siempre supo escucharme. Además cuento con la doctora de Ávila, Teresa de Jesús, ella también me ayuda con su estilo peculiar. Su consejo para estos casos y otros parecidos: "Tristeza y melancolía no las quiero en casa mía". 

viernes, 17 de agosto de 2012

Las decepciones



Han terminado los Juegos Olímpicos 2012 y aunque no soy deportista tuve la curiosidad de ver, desde mi sillón, algunas de las competiciones deportivas que la televisión nos ofreció. Fue así, por ejemplo, con la final de baloncesto entre España y Estados Unidos, y la de futbol entre Brasil y México. España y Brasil se quedaron con las medallas de platas respectivas y también cada uno de estos equipos con una gran decepción. Y es que hay algunas medallas de plata que su brillo viene empañado de antemano por la experiencia de una reciente y definitiva derrota.

No es lo mismo que te den una medalla de plata por llegar el segundo en la carrera de los 100 metros lisos masculinos, sabiendo que el que va delante de ti solo te aventaja por ocho décimas de segundo (¿y se puede medir tal diferencia?), que te la den, perdiendo el partido de futbol por 2 a 1 como le ocurrió a Brasil, o por 107 a 100 como le ocurrió a España en el partido final de baloncesto. Los rostros de los brasileiros y españoles a la hora de recibir las célebres medallas hablaban por sí mismos. Al ver sonreír  tímidamente a alguno de mis españolitos pensé que lo hacía, recordando que en el partido recién jugado le habían hecho sudar a los americanos de forma ostensible. Lo que sí es cierto es que habían saltado al campo para ganar la final, pero la perdieron. La decepción era palpable.

Como suele ser habitual en las personas de mi edad, a veces surgen en estos casos instintivamente los recuerdos. Y yo, al ver las caras compungidas de los jugadores,  me acordé de mi primera decepción. Fue en mi temprana juventud, en aquellos bellos años en que se iba despertando en mí la curiosidad y el interés por la belleza y el encanto femeninos.

La había visto por primera vez en una iglesia, era rubia y me pareció bellísima; eran entonces estos lugares de culto sitios privilegiados para conocerse y seguir la pista de una futura amistad si la suerte y las circunstancias te lo permitían. Repetí en semanas sucesivas la asistencia a la misa correspondiente con tan buena fortuna, que en varias ocasiones nuestras miradas se encontraron, y hasta nos saludamos con breves palabras al salir del templo, lo que me pareció un buen augurio.

Es posible que después mi fantasía y mis expectativas crecieran sin motivo alguno, pero así fue, yo me imaginaba y me prometía lo mejor. Creo que hasta llegué a soñar con la jovencita. Pero un día, era primavera, paseando con unos amigos por la avenida que en Granada llamábamos “tontódromo”, allí por donde toda la juventud granadina paseaba al atardecer, me encontré a la susodicha, ella muy sonriente, acompañada por un joven, los dos muy “acaramelados” y con las manitas juntas; téngase en cuenta que en aquellos tiempos las caricias y otras muestras de cariño no se mostraban en la vía pública, con las manos bastaba. Al verla me sentí mal, fue mi primera decepción. Me prometí no ir más a la citada misa, ni a la misma iglesia, lo que, seguro, pasado un tiempo no cumplí, porque finalmente el asunto no era para tanto.

Aunque la tristeza se hizo dueña de mí por algunos días, tuve la fortuna de que uno de mis amigos, con algunos años más de experiencia en la materia, me dijera que la culpa de mi decepción no estaba en la desconocida belleza, piadosa dominguera ella, sino que la buscara en mí mismo por haber hecho surgir en mí, sin motivo, unas expectativas de algo que no podía llegar a buen fin. Me propuso además  algunas estrategias para olvidar, había que pasarlo bien y buscar la soñada belleza en otros ambientes. La opinión del amigo, la opinión de un tercero, me hizo bien, y consiguió además que yo pusiera en su sitio mis propias expectativas. La decepción y sus consecuencias pasaron pronto.

Parece que las decepciones son parte integrante de nuestras vidas. Hay decepciones que son algo más serias que la de aquella tarde de primavera en Granada. Conozco a algunas personas que en su vida matrimonial y familiar han sufrido, y están sufriendo, las consecuencias de muy graves y tristes decepciones. He podido comprobar que en la mayoría de los casos se trata de expectativas no cumplidas. Algunos de mis conocidos han aprendido también que una decepción tiene también su parte positiva: algo aprendes, y si tienes interés, puedes cambiar aquello que quizá tú, seguro, no hiciste bien. Porque también lo pudo haber.
Por último conozco otros que se hicieron eco de aquello que decía Konrad Adenauer (célebre político alemán, nacido en Colonia), y lo ponen en práctica: "¡Acepte usted a las personas tal como son, otras no hay!". Es posible que con esta filosofía, los jugadores españoles y brasileiros aceptaran las medallas de plata, e incluso las apretaran entre los dientes al hacer la foto del evento. ¡Feliz decepción, amigos (con medalla de plata incluida)!

viernes, 10 de agosto de 2012

Y un Capítulo les cambió las vidas



No sé si las “llamadas a capítulo” de mi padre a las que hacía referencia la semana pasada eran efectivas en lo que se refería a nuestra conducta, a la conducta de sus hijos, pero supongo que para algo servirían: los hermanos recordamos con cariño y agradecidos a nuestro progenitor. Él nos enseñó el camino, y todavía hoy, pasados los años, es para nosotros aquí y allá un ejemplo a seguir.

Quiero pensar que con las órdenes y congregaciones religiosas, con sus padres y fundadores, ocurre lo mismo: las “llamadas a capítulo” quieren y pueden renovar a los miembros de las mismas en el camino de su vocación. Hace unas semanas, por las fiestas de San Pelayo (26 de junio), estuvimos mi esposa y yo con un amigo en Guipúzcoa. En algunas localidades vascas se recuerda con fiestas populares a este joven cristiano martirizado en la ciudad andaluza de Córdoba por Abderramán III. Nos alojamos en un hotel del pueblo de Loyola, junto a la casa en donde nació Íñigo López de Loyola. Su nombre: Hotel Arrupe, en memoria del célebre superior general de los jesuitas, el Padre Arrupe.

La Compañía de Jesús recuerda a este vasco como aquel que le dio el vuelco a la Orden de los jesuitas. Fue elegido superior general en la Congregación General del año 1965 (los jesuitas llaman congregaciones a los capítulos), y le tocó la tarea de llevar el espíritu del Concilio Vaticano II a la Orden que le eligió como superior. Pero él hizo algo mucho más importante, le cambió el rostro a la Compañía, deshizo el rumbo que había tomado la Orden a lo largo de los siglos con aquella célebre pregunta: “¿Qué significa hoy ser ‘compañero de Jesús’?”  y con la respuesta que él y la misma comunidad dieron a tal pregunta.

Fueron muchos los pasos dados en esta dirección en los primeros años de su gobierno, y muchas las incomprensiones y problemas, pero en el año 1974, a pesar de la opinión contraria de los procuradores y responsables de toda la Orden en el mundo, el Padre Arrupe ‘llamó a capítulo’ por propia iniciativa, convocando la Congregación General número XXXII de la historia de los jesuitas (fue, según él mismo, “la decisión más importante de todo su generalato”). Un golpe de timón necesario para dar el último paso del proceso de vuelco iniciado en los años anteriores.

Para darnos cuenta de la situación de aquel entonces valga recordar las palabras que el Papa Pablo VI dirigió a la asamblea capitular de los jesuitas en un famoso discurso – intenso y también angustiado - al inicio de las sesiones de trabajo del capítulo mencionado: “¿De dónde venís? ¿Quiénes sois? ¿Adónde vais?” Son preguntas a las que todos los capítulos generales de cualquier comunidad religiosa debieran responder.

Los jesuitas lo hicieron. En los días de Loyola, allá por las fiestas de San Pelayo de este año, leí sobre la respuesta que le dieron los jesuitas a las preguntas planteadas. Fue un vuelco general que les cambió las vidas. Supe de ello al leer una reseña sobre uno de los más importantes discursos del Padre Arrupe, titulado “La inspiración trinitaria del carisma ignaciano” (1980) en el que dijo que la situación del mundo “pone en tensión las fibras más íntimas de nuestro celo apostólico y las hace estremecerse”, concluyendo que la razón de ser de los jesuitas hoy es “la lucha por la fe, la promoción de la justicia, el empeño por la caridad”, culminando así su magisterio a la propia Compañía.

Durante la vida del Padre Arrupe se decía que en los jesuitas había dos vascos célebres, uno que fundó la Compañía, Ignacio de Loyola, y otro, Pedro Arrupe, que la iba a destruir. No fue así, hoy sigue siendo la Compañía de Jesús la orden religiosa más numerosa de la Iglesia. Ella está presente en frentes muy conflictivos de los cinco continentes, en los ‘límites de la periferia’ de la sociedad, allí adonde la justicia social y la fe brillan por su ausencia. Las crónicas de la Compañía cuentan también sobre más de cuarenta mártires jesuitas en los últimos decenios. Si es cierto aquello de que por los frutos los reconoceréis, parece que para algo sirvieron los capítulos (congregaciones) generales. ¡Ad majorem Dei gloriam!