viernes, 21 de septiembre de 2012

Recordando el siglo XX


Hay ocasiones en que la mente te juega una mala pasada: a partir de algún acontecimiento del que eres partícipe o de otros a los que te enfrentas en tu día a día, asocias, combinas, deduces y llegas, en el peor de los casos, a plantearte nuevos interrogantes, a los que por tus limitaciones o desconocimiento no puedes contestar. Sin embargo en la mayoría de las ocasiones el tiempo se encarga más tarde de responderte. Menos mal.

Me ha ocurrido esta semana con las noticias más destacadas de la prensa española. “El comunista Santiago Carrillo, nacido en Gijón (Asturias), falleció en Madrid a la edad de 97 años.”  “En la última diada se pone de manifiesto el desafío nacionalista de algunos políticos catalanes con sus aspiraciones soberanistas en Cataluña.”  “En algunos países árabes se producen manifestaciones, desórdenes e incendios de embajadas y edificios occidentales provocados por la publicación de un video y de caricaturas satíricas sobre Mahoma.”

El diario “El Mundo” titula la primera noticia asi: Españoles …. el siglo XX ha muerto – Santiago Carrillo, el comunista acusado de los crímenes de Paracuellos y uno de los artífices de la reconciliación durante la Transición, ha muerto a los 97 años en Madrid”.  En la misma portada informa el periódico sobre las reacciones del nacionalismo a las advertencias del Rey respecto a las últimas expresiones de los políticos catalanes arriba citados; entre ellos al Sr. Durán Lleida, conocido por sus comentarios negativos sobre los andaluces, y que en esta ocasión afirma tranquilamente a través de su cuenta de Twitter que el Rey “no reconoce la diversidad, y que eso es una lástima.”

Lejos de nuestras fronteras asistimos a la quema de embajadas y otros edificios, actos vandálicos provocados por las publicaciones satíricas de gente más o menos descerebrada y perversa que busca pescar en aguas revueltas y que no le importa encender la mecha y provocar la intransigencia religiosa y la rabia de muchas personas en el mundo árabe.       

No coincido con “El Mundo” en aquello de  “Españoles ….  el siglo XX ha muerto”, y no puedo hacerlo por respeto a mis mayores y por amor a mis hijos y nietos. Ante la rapidez del mundo en que vivimos y ante la superficialidad de nuestro estilo de vida – “sólo cuenta el mañana porque el hoy ya ha pasado” – recuerdo a un maestro  y destacado pedagogo que aconsejaba, por el contrario, y en especial a los mayores, cultivar el conocimiento de la historia y brindar a la juventud un arraigamiento en su pasado histórico.

Quizá sea éste el motivo por el que las noticias de esta semana me llevaron, sin querer, a recordar aquel, para España, funesto 5 de octubre de 1934, en el que se produjo el conocido alzamiento revolucionario con la proclamación del Estat Catalá y de la República Socialista de Asturias, que llevaron poco después y entre otros acontecimientos a una guerra civil en España. También recordé con dolor, por la pérdida de algunos seres queridos de buenos amigos míos, aquel noviembre de 1936, cuando se produjo la conocida matanza de Paracuellos. Cuentan las crónicas que eran militares presos que debían ser trasladados a Valencia y que nunca llegaron a su destino porque “alguien” atacó al convoy. Entre ellos estaban los abuelos de mis amigos. 

Para complicarme más la vida recordé que meses antes, en un pueblo de Andalucía, otros ‘descontrolados’ (eran grupos enviados por los responsables republicanos de Almería y Málaga) estuvieron a punto de asesinar también a mi abuelo, que tuvo la suerte de cambiar el paredón de aquellas tapias asesinas por los muros de una cárcel de Alicante.

Y como no hay dos sin tres, los incendios árabes por motivos religiosos de estos días me recordaron la quema de conventos del año 1931 y los desórdenes antirreligiosos que se produjeron en los últimos meses de la República, tras el triunfo del Frente Popular en febrero de 1936, cuando muchas iglesias de nuestro país fueron consumidas por las llamas. Y como la historia se repite, tengo que recordar que tales acontecimientos dramáticos vinieron precedidos también de revistas satíricas, novelones populares, folletos y otros libros anticlericales que, según los historiadores, se venían distribuyendo desde principios de siglo y que sembraron el odio en amplios sectores de la población española. La cosecha entonces, como ahora, se traducía en llamas y cenizas.

No quiero tan fácilmente enterrar al siglo XX, como aconseja el citado diario madrileño, porque deseo contribuir así a que  las nuevas generaciones aprendan y no repitan los mismos errores de antaño. Eso espero.
Me queda un interrogante: no logro entender el interés que algunos tienen de seguir provocando la división en la España del siglo XXI. Algunos lo explican así: es el maldito dinero el que lleva a tales desmadres. Yo voy a esperar a que el tiempo se encargue de responderme.

viernes, 7 de septiembre de 2012

Telegrafistas



Se cumplen en estos días 175 años desde que Samuel Morse, nacido en Boston, profesor de arte, electricista por afición e inventor del telégrafo y del código de transmisión conocido por su nombre, presentara su primer aparato de transmisión (aquel martillito que según lo pulsabas, dejaba escrito en una cinta de papel de otro aparato lejano lo de punto-raya-raya-punto-punto-punto, o algo así), y que vendría a revolucionar en su época el mundo de las comunicaciones. Fue en Septiembre de 1837.

Podríamos decir que el tal Sr. Morse fue el „culpable“ de que surgiera la profesión de telegrafista, y con el aumento del número de personas dedicadas a transmitir y a recibir los telegramas, “culpable” también de que surgiera el llamado y conocido “cuerpo de telégrafos”. Tengo que confesar que en mi ADN existen códigos genéticos de telegrafista, los heredé de mi madre (¡!). Como a mi nieto le va a sonar a chino lo de los códigos genéticos y el “cuerpo de telégrafos”, quiero explicarme. Con esto respondo también a mi cuñado Manolo, que me ha pedido escriba algo sobre los “Mellado” (la familia de mi madre).

Desde que en octubre de 1898 el patriarca de los Mellado, el abuelo Antonio, aprobara las oposiciones a oficial de telégrafos con 18 puntos de un máximo posible de 25, y consecuentemente fuera destinado a darle al transmisor telegráfico primero en Málaga y después, como jefe de la central, en Albuñol, la suerte de los Mellado estaba echada. Don Antonio tuvo sólo que encontrar al amor de sus amores, que lo hizo en Bérchules, casarse y dejar que los hijos vinieran y escucharan en las dependencias del bajo de la casa el “ti-ti-tiiiiii-ti-ti-tiiiiii-ti-ti-ti” telegráfico de su padre. Algunos le siguieron en el oficio, eminentes telegrafistas granadinos, y otros, que no lo fueron, asumieron las virtudes y limitaciones de un buen telegrafista, por ejemplo, mi madre. Quiero mencionar que la saga de los “mellado-telegrafistas” no quedó así, sino que fue como la bendición que Dios prometió a los abuelos en la Biblia: “y veréis a los hijos de vuestros hijos”, o sea que también algunos nietos fueron telegrafistas, y otros, como yo, casi lo llegamos a ser (otro día lo contaré).

No quiero olvidar lo del “código genético” del telegrafista: recordando a mi abuelo Antonio y a los que le siguieron como buenos telegrafistas, me siento obligado a dar testimonio de sus virtudes: fueron personas de una probada y manifiesta seriedad y disciplina; amaban la justicia y se entregaban con un amor desinteresado a la colectividad, su espíritu de abnegación y sacrificio brillaban en su día a día, sus vidas tenían nervio y fuego, a veces de más. Algunas limitaciones tuvieron también mis ancestros y tenemos los que les seguimos: por ejemplo, la seriedad fue tal que a veces no dejaba espacio para tener ni el más mínimo sentido del humor, la alegría solía pasar de puntillas por cerca de sus casas. ¡Ah!, y otra cosa: nunca tuvieron dinero, siempre andaban justos con el presupuesto familiar; muchos de ellos, y el abuelo fue el primero, tuvieron  que mejorar sus ingresos con otros trabajos y tareas adicionales.

Lo del poco dinero fue algo crónico en el “cuerpo de telégrafos”. Tengo en mi archivo personal una historia contada por un telegrafista tres años antes de que el abuelo Antonio aprobara sus oposiciones, o sea en el año 1893. (He de decir, que las cosas no cambiaron mucho a pesar del paso de los siglos). El autor se llamaba Alfonso Márquez; trataba sobre los ascensos en su trabajo. Decía así:

“LOS ASCENSOS

Con motivo de las nuevas plantillas de Telégrafos, han ascendido algunos chicos del ramo, causando la consiguiente sorpresa en el seno de las respectivas familias.

- ¡Hombre! dice una esposa impresionada con lo inesperado de la noticia: yo creía que en tu carrera no se conocía eso de los ascensos; ¡acuérdate que desde que nos casamos, que va para veinte años, hemos tenido siempre el mismo sueldo de los 8.000 reales!

- Sí, mujer, sí. También se suele ascender en Telégrafos. Lo que sucede es, que a nosotros nos dan los ascensos con cierta moderación, a fin de acostumbrarnos a una vida económica y ordenada y que no adquiramos ciertos hábitos de molicie, los cuales serían incompatibles con lo sagrado de nuestro cargo y con la actividad que el Estado tiene derecho a exigir de nosotros. Entre los funcionarios recién ascendidos hay algunos que venían gozando de su anterior empleo desde sus más verdes años, y todo se le vuelve ahora dar gracias al cielo por haberles permitido llegar con vida al haber superior inmediato.

- Mire usted, me decía uno de éstos: la verdad es que yo me había acostumbrado a la idea de morirme en el disfrute de las mal llamadas 2.000 pesetas. Figúrese usted que fui propuesto para el ascenso a dicho empleo el mismo día que aconteció lo del algarrobo de Sagunto, y cuando entró Alfonso XII triunfante en Madrid, ya estaba yo en posesión de mis 8.000 reales.

- ¿Y desde entonces ha venido usted cobrando el mismo sueldo?

- Le diré a usted. En nómina siempre figuraba el mismo. Pero la verdad es que me lo variaban con bastante frecuencia, y esto le servía a uno de distracción. Unas veces venían los liberales, y me quitaban el 5 por 100; luego venían los conservadores, y me descontaban el 10; más tarde volvían los fusionistas y me aumentaban el descuento al 15; y así, puedo asegurar a usted que llegó el día en que creí formalmente tendría necesidad de prestar de balde mis servicios, si no es que me pedirían la propina por hacerme el favor de permitirme trabajar en los aparatos.

A todo esto, hay quien mira a los Telegrafistas hasta con envidia, creyendo que esa es una carrera descansada y de un porvenir asombroso. Yo le he oído decir a varios:

- ¡Figúrese usted que se quejan de vicio! No existe una Corporación que goce de más gratificaciones y emolumentos. Que sale un Telegrafista fuera de su residencia: gratificación al canto. Que aprende uno varios idiomas, gratificaciones por cada uno de los mismos. Que pasa al taller para aprender a limpiar los alambres, otra gratificación. En fin, para decirlo todo, lo menos que pueden hacer, que es transmitir despachos, pues hasta eso se les paga fuera parte de su sueldo.

- ¡Hombre, y yo que creía que se quejaban con razón!

- ¡Quiá! Ríase usted de eso. Lo que quieren es tener libre la paga para gastársela en vicios. En España, para que estén los empleados contentos, era menester hacerlos a todos  Directores generales, y ya ve usted que esas plazas las necesitamos para los yernos.”

Me imagino que mis lectores se habrán reído con la historia. Yo lo hago cada vez que la leo. Ahora, no sé si mi nieto podrá contar a sus amigos lo del código genético del “mellado-telegrafista”, el que llevamos todos los Mellados y su descendencia para siempre. Puede ser que alguno de esta familia se salga de la fila y nos sorprenda con algo distinto, pero yo, salvo aquello de la falta de humor, me siento a gusto con mi ADN, a pesar de que no me sobra el dinero.