viernes, 27 de noviembre de 2009

Abuela por obra y gracia del ADN

Mi mujer y yo estuvimos pasando el último fin de semana con unos amigos en el Parque Natural de la Serra da Arrábida, cerca de Setúbal en Portugal. Hace más de veinticinco años que seis matrimonios nos reunimos periódicamente, un par de veces al año, para hablar de lo divino y de lo humano. Nuestra amistad tiene una calidad singular. Lo pasamos bien y nos hace bien.
En esta ocasión teníamos además un motivo para festejar: hace unos meses que el matrimonio más joven del grupo se ha incorporado al club de los abuelos. Ahora todos los reunidos junto al fuego de la chimenea en la casa donde estábamos, éramos abuelos. Hicimos cuentas y sumamos cuarenta y ocho nietos. “Pronto serán cincuenta”, avisaron dos abuelas informadas. ¡Nuestros hijos siguen animados!

Es evidente que en las veladas del fin de semana hablamos de los hijos y los nietos, de la crisis económica y de otras crisis. Pudimos, una vez más, constatar con alegría que en nuestras familias la cadena de padres, hijos y nietos está tan unida como las raíces, el tronco y las ramas de un árbol. Agradecidos constatamos que en nosotros se hace realidad aquel deseo de Juan Pablo II que decía: “hay culturas que manifiestan una singular veneración y un gran amor por el anciano; lejos de ser apartado de la familia o de ser soportado como un peso inútil, el anciano permanece inserto en la vida familiar, sigue tomando parte activa y responsable - aun debiendo respetar la autonomía de la nueva familia – y sobre todo desarrolla la preciosa misión de ser testigo del pasado e inspirador de sabiduría para jóvenes y para el futuro”.

Y como además no somos tan ancianos, participamos activa y subsidiariamente en la vida de los nietos. A veces, eso sí, obligados por las circunstancias. Somos parte activa de la vida moderna de nuestros países. En Alemania, por ejemplo, los abuelos cuidan durante uno o más días a la semana a más de una tercera parte de los niños con menos de seis años. Y en aquellas familias en que la madre trabaja, son más de la mitad de los hijos menores de catorce años que son cuidados por los abuelos. En el círculo de nuestras familias hay también madres jóvenes obligadas por la profesión a ausentarse de la casa durante varias horas al día. Nosotros formamos parte de las estadísticas y cuidamos a nuestros nietos con agrado. Constatamos, sin embargo, con dolor que la inseguridad en el trabajo, entre otras cosas, trae a veces también problemas en la vida de los jóvenes esposos. La convivencia matrimonial se resiente y los abuelos asumimos entonces uno o varios roles adicionales. No solo somos guardianes de la memoria familiar y mimamos a los hijos de nuestros hijos, sino que debemos asumir el cuidado y la educación del nieto, cargando además con el peso de la problemática de los hijos.

La esposa de uno de los matrimonios de nuestra ronda contó al respecto lo que había vivido algunas semanas antes. Se había encontrado en la calle con una amiga. Hacía tiempo que no se veían. La amiga llevaba consigo una sillita de paseo con un bebé. Al saludarse, la pregunta era obligada: “¿Y este niño?” Sonriendo, la amiga le contestó: „¡Pues me ha tocado en la rifa!” A continuación le explicó lo ocurrido: uno de sus dos hijos, aún en la universidad, tuvo una amiga con la que salió durante algún tiempo. Al final rompieron y la chica se fue a vivir con otro joven. Pasados unos meses la joven susodicha dio a luz un bebé sano y precioso. La amiga no conocía los detalles, pero lo cierto es que la pareja tuvo problemas, y en uno de los desencuentros la joven mamá decidió que había que hacerse la prueba del ADN. Y mira por donde, resultó que el niño era hijo del primer amigo, o sea, de su propio hijo. Y aquí me tienes, que ahora la madre del universitario es abuela sin arte ni parte, aunque sí por obra y gracia del ADN. Sin comerlo ni beberlo debe ahora cuidar al nieto, mientras la madre trabaja y el padre estudia. A veces, cuando pasea con el bebé piensa, para consolarse, que “la ancianidad tiene una misión que cumplir en el proceso de la progresiva madurez del ser humano hacia la eternidad”. Y por más que lo intenta, no recuerda a quién le escuchó pensamiento tan sesudo y gratificante.

En el viaje de regreso a Madrid, mientras pasábamos por los hermosos encinares de Extremadura, yo también tuve que pensar en la amiga de mi amiga, en la rifa que le tocó y en el rol de su vida actual.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Sin hogar

Yo los he visto en Roma, en Colonia, en Lisboa y en Praga. Los veo en Madrid. Quizá los haya visto en alguna otra ciudad de nuestra Europa. Arrastran todos el mismo equipaje, van con una tabla con cuatro ruedas o un carrito lleno de cartones y otros trastos, y sus ropas están sucias, huelen mal. Los he encontrado en los soportales de las plazas públicas, en esquinas con poca luz y portales no vigilados, en bancos de jardines y parques, y en la entrada de algún cajero automático. También en las escalinatas de alguna iglesia. Dicen que en Madrid son unas mil personas, y en España entre quince y veinte mil. Más del ochenta por ciento son hombres, todos de mediana edad, cada vez hay más extranjeros.
Son los “sin techo”, transeúntes o, como los expertos dicen, son los “sin hogar”. El olor a vino o cerveza y la suciedad en la que se envuelven, hacen que uno pase de largo o acelere el paso en su cercanía. La mayoría ni siquiera tiene una cajita o un cesto para que los transeúntes pongamos la moneda dentro.
Siempre he pensado que la adición a las drogas y al alcohol han llevado a estas personas a la soledad y al aislamiento. Nunca me he planteado saber más sobre este fenómeno de las grandes ciudades, no he tenido tiempo. El otro día, hablando con mi hermano, supe que desde hace años – desde que su empresa lo prejubiló – dedica un día a la semana a ayudar en un Hogar de abandonados – los sin hogar – situado en una población cercana a Madrid. Le pedí que me lo mostrara y que me presentara a los responsables. Quería saber de ellos.
Es una pequeña comunidad que ha sentido la llamada vocacional de acoger a los marginados más necesitados, a los sin techo. Atienden a cerca de cincuenta abandonados de la sociedad. Los servicios sociales de Madrid se los han enviado. Entre ellos, más de una docena de enfermos graves, todos enfermos físicos o síquicos. Son los más pobres. La comunidad se llama “Jesús caminante”. He estado con ellos en dos ocasiones.
Durante la primera visita mi hermano me mostró la casa, las habitaciones, salas y comedores, los almacenes de comida, las cámaras frigoríficas, la lavandería y el ropero. La enfermería y la farmacia. También el taller en donde mi hermano tiene sus herramientas y materiales. Él hace de todo, siempre ha sido un manitas. Uno de los marginados, habitante del hogar, le sigue a todas partes y con insistencia le repite que quiere ayudarle. Los demás están sentados en el jardín o en los salones, muchos de ellos con la vista fija en la pared de enfrente, algunos hablan, a otros no les oí ninguna palabra. Algunos ayudan a otros. La puerta de la casa está cerrada, para entrar o salir hay que llamar a la portería.
Una semana más tarde pude comer con mi hermano y con los miembros de la pequeña comunidad que cuida el Hogar. Arroz blanco, dos salchichas y un huevo frito. De postre, un yogur. Todos los habitantes del Hogar comieron ese día lo mismo. La comunidad vive con y como los pobres. Tienen, es verdad, habitaciones separadas y una capilla para la oración, pero su vida entera es el Hogar y sus marginados. Aprecian y cuidan la comunidad, pues para ellos ésta es el lugar de discernimiento, el lugar de crítica y contraste de los signos personales. Rezan para implorar las fuerzas necesarias. Lo importante son los acogidos. Hacen participar a los útiles en la vida del Hogar. Todos tienen su tarea, son alguien en la casa. Nadie les pregunta de dónde vienen y cuándo se quieren ir. Se les ayuda a comer, a lavarse y a aceptar la compañía de los demás. Les proporcionan médico y medicinas.

En la conversación supe que las causas de esta situación no son sólo las drogas o el alcohol, aunque estos inciden principalmente en el deterioro personal. Son también los malos tratos en la infancia, las separaciones o divorcios, el desempleo y la falta de apoyo social con la pérdida de vivienda y familia, los acontecimientos que han llevado a estas personas a terminar en la calle, a vivir sin techo y sin hogar.
Mis amigos, los de “Jesús caminante”, tienen el Hogar lleno, no pueden acoger a más marginados. Ellos hacen frente a la situación con las ayudas que reciben de amigos y colaboradores. Los bancos de alimentos suministran abundante comida, algunas empresas y organizaciones cubren otras necesidades. Lo material está casi siempre cubierto. Pero según me dijeron, lo más importante es que aprendamos todos, que la historia de estos abandonados es parte de la nuestra. Y que es necesaria la ayuda de todos.
He agradecido a mi hermano por la posibilidad que me ha brindado de conocer mejor a estos vecinos nuestros. Quiero volver.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Juan Pablo II y el Muro de Berlín

El 9 de noviembre ha sido un día de celebraciones en Alemania. Se ha recordado con grandes símbolos y fiestas populares aquel otro 9 de noviembre de 1989 en el que cayó el Muro de Berlín, marcando el final de una época en la historia de Europa. Con la caída del Muro se puso de manifiesto que tanto la ideología comunista como su sistema económico habían fracasado y que no eran alternativa para el tercer milenio de nuestro continente. La libertad y la democracia salieron ganando. El rostro de Europa cambió con la consiguiente apertura de las fronteras y la posterior ampliación de la Unión Europea.

A la recepción oficial del Presidente Federal de Alemania, Horst Köhler, en Berlín, asistieron numerosos jefes de gobierno de Europa y otros políticos y personalidades de todo el mundo. En su discurso de bienvenida el Presidente alemán se refirió al acontecimiento y a las personas y circunstancias que posibilitaron la caída del Muro hace ahora veinte años. Citó con nombre y apellido a Georg Bush, Michail Gorbatschow y Helmut Kohl y recordó el papel fundamental del sindicato polaco Solidarność y la valentía del gobierno de Hungría en aquellas semanas clave de la historia. Lamentablemente la memoria histórica del Presidente alemán no le ha llegado para recordar públicamente al Papa Juan Pablo II.

Al darme cuenta de la omisión recordé que estamos viviendo en Europa – también – un esfuerzo continuado y sistemático de querer reducir la fe al ámbito estrictamente privado. Valga citar como ejemplo la sentencia que pronunció hace tan solo unos días el Tribunal europeo de Derechos Humanos prohibiendo el crucifijo en las escuelas de Italia. El 9 de noviembre de 1989 cayó un muro, pero desgraciadamente se siguen levantando otros muros.
Recuerdo cuando el anciano Papa Juan Pablo II atravesó la puerta de Brandenburgo en su último viaje a Berlín. En ese momento se ponía de manifiesto una vez más que la fe cristiana había contribuido a la unión y civilización del continente. Habían pasado años desde que en la Plaza de San Pedro en Roma se anunciara, en 1978, la elección como Sumo Pontífice de la Iglesia Católica a un desconocido polaco llamado Karol Wojtyla.
Se cuenta que en una peregrinación que hizo el Papa a la ciudad de Asís el 4 de noviembre de 1978, un peregrino le preguntó: “Santo Padre, ¿qué pasará con la Iglesia del silencio?” Después de un momento de reflexión, el Papa le contestó: “La Iglesia del silencio hoy ya no existe. Ahora habla con la voz del Papa.”
Una contestación espontanea de Juan Pablo II que se hizo programa en su política y en las relaciones con su país y con todos los países de detrás del telón de acero. Declaraciones públicas del entonces jefe del estado ruso, Michail Gorbatschow y de su ministro de asuntos exteriores, Eduard Schewarnadse, atestiguan el protagonismo de Juan Pablo II en los acontecimientos que dieron paso a la caída del Muro y al desmoronamiento de la Unión Soviética.
La implicación y el compromiso personal de Juan Pablo II por la libertad de religión en todo el bloque comunista tiene su inicio en Polonia, en donde en 1981 se constituye el sindicato libre Solidarność en la ciudad de Danzig. El documento oficial con el gobierno polaco lo firmó el electricista Lech Walesa con un enorme bolígrafo, en el que se veía una reproducción del rostro del Papa.
Solidarność fue el primer sindicato libre del bloque soviético y surgió como consecuencia de las huelgas del verano de 1980. Junto a la Perestroika de Gorbatschows trajo el cambio no solo a Polonia sino que posibilitó, en un efecto dominó, la apertura y los cambios en otros países del Este, culminando con el ‘milagro’ de la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989, en Berlín. Atrás quedaron los viajes del Papa a su país natal en los años 1979, 1983 y 1987. Atrás quedaron también los encuentros públicos y privados con sus paisanos y las palabras dirigidas a todos los polacos: “¡No tengáis miedo!” Atrás sus intervenciones diplomáticas con Rusia y otros centros de poder.

Aunque el Presidente Federal alemán no lo haya querido reconocer públicamente, el tiempo ha hecho justicia también a Juan Pablo II, que junto a otras personalidades políticas empujaron la Historia para acelerar las reformas necesarias y traer así la libertad a toda Europa.

viernes, 6 de noviembre de 2009

La Fórmula 1 y el negro de Carrefour

En el fin de semana pasado quise ver la carrera de Fórmula 1 que se ofrecía por primera vez desde el circuito de la Isla Yas, cerca de Abu Dhabi, en los Emiratos Árabes Unidos. Fui uno de los 600 millones de espectadores de 188 países que siguieron, a través de la TV, este evento. Mi afición televisiva por la Fórmula 1 me viene de cuando el paisano de mi mujer Michael Schumacher contaba los años por victorias como campeón del mundo.

En esta ocasión la carrera carecía de un atractivo deportivo especial, el campeón de este año se decidió en la penúltima carrera. Sin embargo, el espectáculo valió la pena. Los jeques árabes y los dólares que brotan de los pozos de petróleo han hecho posible el milagro. En dos años y medio han construido encima de la arena de una de las islas que rodean la ciudad de Abu Dhabi un circuito de Fórmula 1 único en el mundo por su belleza, por sus prestaciones, sus características técnicas y su lujo. Como una red de pescadores que se lanza al atardecer, brilla junto al mar del Golfo Pérsico un conjunto de más de 4000 cristales diferentes por encima del tejado y la fachada del Hotel Yas, hotel que flanquea y cubre en parte las pistas del circuito. Al otro lado destaca por su espectacularidad un puerto deportivo adonde atracan más de 100 yates de lujo de otros tantos potentados, espectadores de este último Grand Prix de la temporada.

Se dice que el Hotel Yas, el circuito y los otros siete hoteles de lujo cercanos a las instalaciones deportivas han costado más de mil doscientos millones de dólares. Desde el inicio de las obras, hace ahora dos años y medio, han trabajado, en parte día y noche, más de 40.000 personas para finalizar a tiempo la primera parte del proyecto. En esta isla se han proyectado además varios parques de atracciones, una gran ciudad para más de 100.000 habitantes y un centro comercial con seiscientos comercios de todo tipo. Veintisiete mil millones de dólares se gastarán en construir todo este complejo.

Al escuchar tales cifras, y al ver las chilabas blancas en las tribunas del circuito me vino a la mente, sin quererlo, la pobreza inmensa del cercano y negro continente africano, especialmente en su región subsahariana. Millones de personas que mueren cada año por falta de agua y de comida, por citar sólo alguno de los males endémicos de esta región. Tengo que confesar que quedé interiormente confundido con el contraste. Tuve que hacer un esfuerzo por dejar mentalmente cada cosa en su sitio. La cuestión se me planteó de nuevo cuando, un par de horas más tarde, leí noticias de prensa que informaban sobre la llegada a las costas andaluzas durante ese mismo fin de semana de diez pateras con más de 150 inmigrantes. Cuarenta y dos de ellos, subsaharianos todos, eran recogidos por los equipos de Salvamento Marítimo en las playas vecinas a Motril/Granada, justo en el tiempo que los bólidos de la Formula 1 corrían por el circuito de Abu Dhabi en la tarde del domingo. Entre los que llegaron a Motril figuraban dos mujeres embarazadas y un menor.

En el transcurso de mi reflexión me acordé del Sínodo extraordinario de los Obispos Africanos celebrado en Roma durante el mes de octubre. Los Obispos piden a sus propios feligreses en los países africanos y a los gobiernos y multinacionales de todo el mundo solidaridad, reconciliación, justicia y paz.

Pensando yo también que lo que África está pidiendo es respeto, dignidad y solidaridad, me acordé del negro que está en la puerta de entrada del hipermercado Carrefour vendiendo el periódico “La Farola”. El martes en la tarde tenía que hacer algunas compras, y decidí entablar con él una conversación. Al llegar me dirigí a él y le pregunté por su nombre. No fue fácil, pero me esforcé, casi no sabe hablar español. Me dijo que se llama Enugu y que viene de Nigeria. Cuando salí del supermercado el bueno de Enugu me estaba esperando. Esta vez se dirigió él a mí porque quería contarme un secreto y pedirme consejo y ayuda. Inesperadamente África se me ha hecho más cercana y mis problemas con el circuito de la Isla Yas han tenido una respuesta a mi alcance en una persona concreta. Se llama Enugu y es un inmigrante ‘clandestino’ en nuestra Europa del bienestar.

domingo, 1 de noviembre de 2009

La tercera edad

Me refiero, proyectando mi situación actual, a la tercera edad de mi fiel y buen amigo el Volkswagen Golf TDI que me acompaña y transporta desde hace más de trece años. Su cuentakilómetros ha marcado en la semana pasada los 300.000 kilómetros.
Fue en el verano del año mil novecientos noventa y seis cuando nos encontramos por primera vez en un concesionario de la Volkswagen en la región de Baviera de Alemania. Desde entonces nos ha transportado sin incidentes, con bravura, por muchas carreteras de Europa y nos ha posibilitado que admiremos otras tantas ciudades y pueblos, montañas, valles y mares de este hermoso continente. Ahora, y aunque ya le suenan sus ‘articulaciones’ y a su motor le falta la lozanía de sus primeros kilómetros, sigue siendo el compañero fiel y de confianza de todos los tiempos.
Me había y le había prometido, que cuando pasara esta “barrera sicológica” de los trescientos mil nos íbamos a ir los dos a pasar un día en lo más alto de la montaña cercana a Madrid, el macizo del Guadarrama. Quería, a solas con él, recordar las personas, lugares y acontecimientos que han marcado nuestra historia en estos últimos trece años. En el fondo hubiera preferido un viaje a alguna de mis playas preferidas en el sur de España. Estoy seguro que con un mar tranquilo, verde y azul por delante, los recuerdos hubieran surgido con mayor facilidad y cercanía. El mar me relaja. La montaña, al contrario, invita siempre a seguir más allá, a perseverar en la subida de una cima a la otra, en este caso, de un puerto de montaña al siguiente.
Y así fue cómo mi Golf TDI, sin problema alguno, no solo me llevó al Puerto de Navacerrada (1.860 m) sino que, dejando a lo lejos los jardines de San Ildefonso en la Granja, me acercó a las inmediaciones del pico de Peñalara, pasando por el puerto de Cotos (1.830 m), bajándome después al valle de El Paular para que pudiera admirar y disfrutar el bellísimo paisaje del otoño en la sierra madrileña. Pude observar arriba los pastizales de gramíneas y más abajo los enebros y matorrales que se entremezclan con los enormes pinares de pino albar y los robledales de hoja amarilla, dando paso a los fresnos y sauces en el fondo de los valles y en las riberas de los arroyos. Mi Golf y yo, solos, disfrutando la plenitud de la naturaleza en un otoño soleado y maravilloso. El presente se impuso al pretendido recuerdo del ayer. A la sombra de los sauces, a la orilla del Río de la Angostura en el Puente del Perdón, junto al Monasterio de El Paular, y cerca de los húmedos pastizales habitados por vacas, toros y bueyes, pudimos descansar, tomar el bocadillo, hacer algunas fotos y bajar la temperatura del motor.
El día nos invitaba a seguir. Quisimos visitar a un amigo en Rascafría, pero andaba en su trabajo y no regresaba a casa hasta el atardecer. Por eso decidimos subir a la sierra de la Morcuera, pasando por el puerto del mismo nombre (1.796 m) y observar allí las colonias de buitres negros volando con su gran envergadura y poderío entre la sierra de la Pedriza y la población de Miraflores. Descendimos después al valle y, casi sin pensarlo, nos decidimos por terminar el día subiendo al cuarto puerto de montaña, el Puerto de Canencia (1.505 m). Al pasar por Canencia, en la cuenca del rio Lozoya, me di cuenta que el depósito de combustible de mi fiel compañero estaba casi vacío y pedía también su alimento. Nos dirigimos entonces hacia la A 1 y tomamos el camino de regreso a casa. Ciento setenta kilómetros y cuatro puertos de montaña sin problemas.

Estaba contento porque mi Golf y yo habíamos disfrutado de un tranquilo paseo como aconsejan a los que nos movemos en la tercera edad. Otro día viajaremos al mar y pensaremos en el ayer. Al llegar a la gasolinera, el colombiano que siempre nos atiende, me dijo mientras llenaba el depósito de mi coche: “¡Se lo compro, señor, hace tiempo que busco uno como éste!”. Miré a mi viejo y fiel Volkswagen y me imaginé que él también me miraba, queriendo adivinar mi pensamiento. Sin dudarlo, le di un par de palmaditas en el capó y me apresuré a decir: “No está en venta. Hay amistades que son para toda la vida.”