viernes, 25 de febrero de 2011

Tristeza

Tiene mi casa un poyete en su fachada principal. Lo dejé construir cerca de la puerta de entrada, acordándome de los cortijos y casas de la Alpujarra granadina, donde pasé largos períodos de mi infancia. Cuando llega el buen tiempo y sale el sol, me gusta sentarme allí, como lo hacían los paisanos y vecinos de aquellos lugares recordados. Entonces no había televisión, y la gente se sentaba al atardecer a la puerta de la casa para ver pasar al prójimo y a sus animales, y comentar con los demás los hechos siempre repetidos del acontecer diario. Desde mi poyete, hoy, sólo puedo contemplar las ardillas, palomas, y otros pájaros del jardín; los vecinos que pasan por la calle, van en coche y a toda prisa. Son los signos de los tiempos, y sin embargo, disfruto en ese lugar, aunque me falte la conversación. A veces mi perro me mira pensativo (digo yo), y en contadas ocasiones me saluda además con un movimiento de su cola. A él le gusta también descansar.

Días pasados, las nubes y el frío del invierno abrazaban todavía la casa. Era una de esas frías mañanas de febrero, salí de la casa y me encontré a una mujer sentada en mi poyete; parecía joven, se abrigaba con una bufanda larga y tenía su mirada fija en algo que estaba más allá de la valla del jardín. En un primer momento, como si no estuviera, seguí mi camino y me acerqué al auto aparcado diez metros más allá. Al intentar introducir la llave en la cerradura del vehículo, reaccioné y me dije: ¿Pero, y esa mujer? Volví sobre mis pasos y, era cierto, ella seguía allí, triste y sencilla belleza, sentada en el poyete de mi casa.

Me acerqué y me di cuenta que su rostro reflejaba una inmensa y profunda tristeza. Quedé conmovido. Parece que Dios me ha regalado un sexto sentido para leer, en situaciones conflictivas, en el alma de los que me rodean; los míos me aseguran, que suelo acertar. No pronunciaba palabra alguna, sólo me miraba con aquellos ojos inundados de tristeza. Creo que yo no lo pensé mucho, sólo sentí la necesidad de consolarla. Di unos pasos adelante, la tomé de las manos y la besé en las dos mejillas. Sin mediar palabra alguna, ruborizado sobremanera, quise dejarla y entrar rápidamente en la casa. En el último instante la vi sonreír, me di la vuelta y cerré la puerta de entrada tras de mí.

Busqué ver en el espejo el rubor de mis mejillas, pero me encontré inesperadamente con mi rostro entristecido. Y al contemplarlo, sentí yo también una profunda tristeza en mi alma. No creo que la tristeza sea contagiosa, pero algo había pasado que no supe explicar. Me asomé a la puerta, y ella, triste y sencilla belleza, ya no estaba.

Era un día gris, hacía frío. A pesar de ello me puse el anorak, salí al jardín y me senté en mi poyete. Allí quise definir el extraño sentimiento que me inundaba, aquel suave dolor del alma que me hacía sufrir, y no lo conseguí. Pensé, ¿qué malhadado acontecimiento habría vivido, qué enfermedad habría tenido o qué muerte me habría impactado?, pero en ninguna de esas causas encontré el sentido a mi dolor. ¿Podría ser que aquel sentimiento que me agobiaba, fuera sólo una puerta, un preludio para una alegría desconocida? Seguía sin respuesta, y mi cuerpo, ajeno hasta entonces al acontecer, se sentía desvalido, las fuerzas querían abandonarme.

Entonces miré hacia el sur, esperando que las nubes dejaran paso al cielo azul. Un suave reflejo de aquel azul me dejó intuir que su tristeza, la de la mujer que pasó horas antes como un suspiro por la fachada de mi casa, y que yo ahora por un extraño sortilegio también sufría, era el resultado de una prometedora expectativa no cumplida, de un serio fracaso del corazón. Amor no respondido, que, al final, se volvió soledad. Y fue tan profunda y dolorosa la tristeza, como profundo y alegre había sido el amor antes regalado y recibido.

En ese momento sonó el despertador, todo había sido un sueño, ¡menos mal! Durante el afeitado, mirándome al espejo, me acordé de la promesa que Jehová hizo un día a su pueblo a través de Isaías: “Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros.” Quiero ser sincero, en esa fría mañana de febrero también yo necesité consuelo para el corazón. En silencio se lo pedí a Aquel que me lo podía dar. Los días siguen y el sol rompió finalmente el gris triste de febrero. Mañana quitaré el verdín que el invierno dejó en la entrada de la casa y me sentaré en mi querido poyete. Allí constataré que el tiempo cura también la tristeza y que la misma puede ser el camino hacia la felicidad.

viernes, 18 de febrero de 2011

Una nueva generación

Se apagó definitivamente, sólo quedó el pábilo de su cuerpo; en la tarde del miércoles falleció. Era lo que sus ojos anunciaban ya días pasados. Nuestra tía María, la religiosa de la congregación de la Sagrada Familia de Burdeos, entregó su alma en paz rodeada por sus hermanas de comunidad y, al día siguiente la enterramos en el cementerio de Pinto en Madrid. Estuvimos con ellas en el entierro y en el funeral de cuerpo presente, fue en la capilla de la residencia de mayores de la comunidad. Cerca de treinta mujeres, ancianas casi todas, eran las personas que le decían adiós a la tía. En el cementerio tienen reservados ya los nichos que necesitan. Esta comunidad religiosa femenina, como tantas otras en España, está disminuyendo en los últimos años el número de sus miembros, faltan nuevas vocaciones. En otro tiempo fue una fundación floreciente al servicio de la niñez y juventud con colegios y centros de formación en ciudades y en poblaciones del mundo rural; hoy mira cómo se reduce su campo de apostolado por falta de manos y corazones que estén dispuestos a dar todo por los demás.

Repasando las noticias de su presencia en aquellas ciudades en donde estuvo mi tía, encontré el testimonio de una placentina ante la marcha del pueblo en el año 2007 de las tres últimas religiosas del centro en donde ella había sido educada. Se llama Merche, y escribió al periódico de Plasencia una carta en la que decía, entre otras cosas: “Felicitaciones a las religiosas de la Sagrada Familia de Burdeos por todo el bien que nos hicieron a todas las que pasamos por tan hermoso colegio. Siempre las llevaremos en nuestros corazones, las enseñanzas recibidas nos ayudan a ser mujeres que también damos lo mejor de nosotras a los demás. Yo las llevo muy dentro de mi corazón y cuando pase por esa calle quizás una lágrima brotará de mis ojos por ellas. ….” En la tapia de la calle quedó una placa para la posteridad. Los tiempos han cambiado.

En el diálogo con las ancianas religiosas de Pinto pude constatar que muchas de ellas, la mayoría, eran hijas de familias cristianas, y que fueron educadas en un ambiente que propiciaba el surgir de vocaciones a la vida religiosa. Fue la familia en el siglo pasado la encargada de llenar conventos y seminarios. Hoy la familia tiene graves problemas con su propia identidad y con los valores que la dan sustento y que debe transmitir. Salvo en contadas ocasiones, la familia dejó de ser el semillero de las vocaciones a la vida consagrada. Pequeños círculos de padres comprometidos en los Movimientos cristianos se esfuerzan por asumir de nuevo esa tarea. Empresa difícil pues los tiempos son otros.

A pesar de todo, estoy plenamente convencido de que Dios no abandonó a su pueblo. Nosotros los miembros de ese pueblo, la Iglesia, estamos llamados a descifrar los “signos de los tiempos” y a interpretarlos a la luz de las enseñanzas del Maestro, de tal forma que las nuevas generaciones encuentren la respuesta a las preguntas que siempre llevamos con nosotros.

Leí hace unas semanas sobre las “Hermanas de La Aguilera-Lerma”: una comunidad que pertenecía a la Orden de las Hermanas Pobres de Santa Clara, las Clarisas de Lerma. En los últimos años han visto crecer con asombro para ellas mismas el número de vocaciones a la vida contemplativa de su convento. Hoy son una nueva comunidad, con los estatutos aprobados por el Vaticano. Es el Instituto Religioso “IESU Communio”. Muchas de ellas han sentido la llamada a la consagración no en el ámbito de la familia, sino justamente en un evento de masas, en las Jornadas Mundiales de la Juventud. Parece que estas concentraciones internacionales de cientos de miles de jóvenes ponen de manifiesto y dan cauce a los anhelos más profundos de la juventud moderna. Los sociólogos escriben sobre un nuevo período de “religiosidad” que hace que los jóvenes no sean simples espectadores del mundo, “sino artesanos comprometidos de su construcción, trabajando juntos para promover el amor en vez del odio, la paz en vez de la guerra, el desarrollo en vez de la miseria, buscando el diálogo entre las culturas, las religiones, las civilizaciones.” (+André Lacrampe, Arzobispo de Besançon / Francia)

Pienso que aquellas comunidades religiosas fundadas en los siglos pasados y dedicadas principalmente al mundo de la enseñanza han perdido la razón de su existencia. Hoy están surgiendo nuevas formas de consagración apropiadas a los tiempos más nuevos. Parece que las antiguas Clarisas de Lerma han sido llamadas a encarnar en su comunidad el desafío que Juan Pablo II lanzara a las religiosas contemplativas en su visita a Ávila: “Consientan vuestros monasterios en abrirse a los que tienen sed. Vuestros monasterios son lugares sagrados y podrán ser también centros de acogida cristiana para aquellas personas, sobre todo jóvenes, que van buscando una vida sencilla y transparente en contraste de la que les ofrece la sociedad de consumo”. Y para esa misión, Dios les envía vocaciones. Mujeres nuevas, pero como las de antes, dispuestas a ser testigos del Amor de Dios entre nosotros´. Un nuevo carisma para gente de una nueva generación. Quiero estar atento al camino que han escogido y que seguirán en los próximos años. ¡Bienvenidas sean!

sábado, 12 de febrero de 2011

La "campanada" de una vida

Ayer por la tarde fui a verla. Nos habían avisado que su vida se está apagando visiblemente en los últimos días. En noviembre de este año debería cumplir cien años de vida, de vida intensa y ofrecida por entero a los demás. Es la hermana de mi madre, la segunda de una familia de diez hijos. Mi madre fue la primogénita, se llevaban un año. Allí estaba ella, mujer fina, servicial e inteligente a donde las hubiere, postrada en su lecho de agonía. Piel cuidada cubriendo sus huesos y venas, su sencilla y gastada humanidad cubierta con un pijama azul celeste, como conviene al caso. Sus ojos, atractivos y transparentes en otro tiempo, anunciaban ayer el final de una vida. La tomé de la mano e intenté hablar con ella. Repetía a duras penas mis pocas palabras, en un momento de nuestro encuentro me dijo:”La próxima vez nos veremos en el cielo.” Entre gemidos recortados y sus esfuerzos por mantener mi mano apretada a la suya rezamos juntos a nuestra Madre, la Santísima Virgen, un “Ave María”. Conmigo estaban también mi esposa y uno de mis hermanos. La besé varias veces en la frente y dejé que los que me habían acompañado se acercaran a la cabecera de la cama y hablaran también con ella. Al salir de la habitación nos atendieron las Hermanas de su comunidad. Mi tía pertenece a las Religiosas de la Sagrada Familia de Burdeos y está siendo cuidada en los últimos meses de su vida en una de sus residencias de mayores. En el silencio de la noche pasada repasé su vida, la vida callada y plena de una mujer admirable, entregada a Dios y a los demás.

Pocas horas antes de esta visita me había enterado que en la misma mañana de ayer , en un acto sin precedentes, más de 150 presidentas, consejeras y directivas de distintas empresas españolas habían protagonizado, de forma colectiva, el tradicional toque de campana de apertura de la sesión bursátil en el parqué madrileño. Las mujeres querían ser las protagonistas indiscutibles de la Bolsa española. El acto lo había organizado otra mujer, la directora del Corporate Women Directors International (CWDI), para conmemorar así el “Año de las Mujeres”. La Excma. Sra. Doña María Paloma Adrados Gautier, destacada profesional, diplomada en Derecho, y política de la escena madrileña no quiso perderse el acto, y como Consejera de Empleo, Mujer e Inmigración de la Comunidad de Madrid, sentenció con esa frescura típica de los políticos en el poder, que esperaba que la ceremonia vivida fuera “un paso más para concienciar a la sociedad de que hay muchas mujeres que pueden ser modelo” para llevar a cabo muchas tareas en nuestro país. Con estas palabras cerró el acto mencionado. No sé, si fue entonces cuando dieron la campanada para iniciar la sesión, o la habían dado anteriormente.

Me encantaría saber si la distinguida y honorable doña Paloma estudió en su niñez y juventud en el Colegio de Ntra. Sra. de Loreto de Madrid. Si es así, ella debería saber que la comunidad religiosa a la que pertenece mi tía fundó este célebre colegio madrileño ya en el año 1844. Profesoras y directoras, entonces las llamaban ‘Madres’, han formado a innumerables generaciones de jóvenes madrileñas, siendo hoy todavía un conocido centro religioso de enseñanza con más de 1.280 alumnos. Religiosas que se formaron en el silencio y el sacrificio de sus vidas y fueron “mujeres modelo” (éstas sin campanadas, sin publicidad ni cuotas dictadas por decreto) para muchas personas en nuestro país.

Y ‘como muestra basta un botón’, traigo a mis recuerdos a mi entrañable moribunda, la que ayer besé y la que me prometió encontrarse conmigo próximamente en el cielo. Mujer de cuatro títulos académicos, profesora de matemáticas en diversos colegios de enseñanza y directora en otros tantos, desde Tolosa hasta Málaga, pasando por Valencia, Navalmoral de la Mata y Plasencia, y sin olvidar Aranjuez, Buñol y Granada.
Antes de entrar en el Noviciado de su comunidad religiosa, en el año 1935, había cursado ya la carrera de Magisterio. Tenía veinticuatro años. Mi abuelo se preocupó de que estudiara y la matriculó para ello en el año 1931. Pasada la guerra civil, en 1945, marchó a Barcelona, obedeciendo a sus superioras, para estudiar allí Ciencias Exactas, licenciándose en esta especialidad. Mi hermano cuenta, que un día la escuchó decir, que en aquellos años sólo estudiaban ella y otra chica en la facultad, en medio de otros muchos jóvenes estudiantes. España vivía en los años terribles de la postguerra y necesitaba, de verdad, ‘mujeres modelo’ para construir España. Sus anhelos de formación no quedaron ahí, en 1961 comenzó la carrera de Letras y en 1973 terminó licenciándose en Teología en la Universidad de Granada. Mientras tanto enseñaba y gobernaba en sus colegios y comunidades.

Hoy parece que las mujeres necesitan de un “lobby” (véase CWDI) para conseguir un puesto destacado en la sociedad, ayer muchas de las nuestras dieron su mejor aporte, sin que nadie se acuerde hoy de sus vidas y las pongan en el escaparate. En la tarde del viernes tuve la suerte de tener entre mis manos las de una de ellas, una gran mujer, y a la que besé varias veces en la frente. Me alegré al saberme sobrino suyo. ¡La sociedad está en deuda contigo, tu vida bien vale una campanada, o mejor, un repique de campanas!

viernes, 4 de febrero de 2011

Mujeres y decretos

Muchas veces en mi vida he constatado la grandeza y el valor de la mujer, sus capacidades y virtudes. Valga citar que llevo casi cincuenta años casado. Algunos dicen que “detrás de cada gran hombre hay una gran mujer”; yo añadiría que son ellas, las mujeres, las que han dado forma al rostro del mundo en que vivimos, sobre todo en el occidente cristiano, que es el que yo conozco. Y eso, porque han puesto en juego su capacidad de amar. Mi teoría viene confirmada por el hecho de que el mismo Dios, en su infinita sabiduría, eligió a una mujer para que fuera la madre de su Hijo, del Hijo de Dios hecho hombre; dicen los cronistas que hasta le pidió permiso para hacerlo. Al hombre sólo le informó.

Ahora resulta que para conseguir que la dignidad de la mujer se ponga de manifiesto en la vida diaria necesitamos de decretos, para que por obra y gracia del que legisla, y según sus criterios, se pongan las cosas en su sitio. Bueno, para que las mujeres tengan “su sitio”. Me refiero en primer lugar a un hecho poco conocido fuera de Andalucía: en las procesiones de Semana Santa de Sevilla y de otras ciudades andaluzas era tradición secular que los que acompañaban los pasos de penitencia, los así llamados nazarenos, eran siempre hombres, y sólo hombres. Me refiero a aquellos que van vestidos de túnica, capa y antifaz negro (capirote alto y en punta), por algunos conocido como el capuz. Las mujeres ocupaban otro lugar destacado en la procesión, el de las camareras de la Virgen. Las recuerdo, en mi juventud, guapísimas, vestidas de negro con mantilla, peineta y zapatos de tacón alto.

En el transcurso de los años muchas jóvenes mujeres intentaron y consiguieron participar junto a los hombres como nazarenas, o sea con capa y capirote, y con zapatillas más cómodas de llevar, porque también las mujeres tienen derecho a hacer penitencia. Claro que los que rezaban en las aceras al paso de las procesiones no tenían ya la posibilidad de distraerse con la belleza de la portadora de tales vestimentas. Eran nazarenos y nazarenas, pero para el espectador, eran todos iguales: capa, túnica y capirote. Podríamos llamarles también y según la jerigonza de los usuarios de los móviles y redes sociales, “nazaren@s”. No sé si he acertado y si mis sufridos lectores me entenderán.

Perdón, ahora llego a lo del decreto. La noticia es ésta: el arzobispo de Sevilla, Juan José Asenjo, ha publicado un decreto por el que acaba con los focos de resistencia que persistían en algunas cofradías sevillanas en torno a la integración de las mujeres como nazarenas en las procesiones de penitencia. Mi mujer y yo conocimos en su día al anterior arzobispo, el Cardenal Amigo Vallejo. Recuerdo que él quiso poner freno a la capacidad de las cofradías para dictar sus propias normas, y parece que en el año 2001 publicó una “Exhortación” indicando a los señores cofrades el camino a seguir. Según leo, la mayoría de las cofradías le hicieron caso; pero algunas siguieron en sus trece, dejando a las mujeres fuera de la fila. En la próxima Semana Santa, y por decreto del nuevo obispo, tendrán las mujeres su sitio en estas filas de penitentes sevillanos. Aunque no me gusta lo del “decretazo”, me pregunto que con qué derecho se privaba a las mujeres de ser nazarenas, si querían hacer penitencia por nuestros pecados y por los suyos. Tendría que preguntar a Carlos III, que fue el primer legislador sobre los desfiles procesionales y los vestidos de los penitentes.

La otra cuestión de estos días pasados, esta vez en Alemania, ha sido la discusión entre dos ministras del gobierno de la señora Merkel, intentando consensuar un decreto para fijar una “cuota femenina” en la que se fijara el número de mujeres que deben estar en los consejos de administración de las grandes empresas. Otra vez, obligando a las mujeres a tener “su sitio” por decreto. Me ha llamado la atención que las dos ministras alemanas, ambas del partido cristiano demócrata hayan querido seguir por las huellas de los socialistas españoles, intentando llevar al parlamento semejante decreto-ley. La señora Merkel ha dado por zanjada la cuestión, señalando que el tema no es prioritario. Bastante tiene ella con la crisis del euro y las tensiones actuales en el Mediterráneo. Quiero imaginar que, en privado, les diría a sus compañeras de gabinete que siguieran su ejemplo: ella es la Jefa en Alemania, y para ello no ha necesitado cuota alguna al respecto. El que sabe, sabe.

Esta cuestión de los decretos me ha recordado la figura del Papa polaco, Juan Pablo II. En su visión magistral sobre los signos de los tiempos, y al escribir sobre la dignidad de la mujer en este tiempo de cambios, afirmaba que “la dignidad de la mujer se relaciona íntimamente con el amor que recibe por su femineidad y también con el amor que, a su vez, ella da. Así se confirma la verdad sobre la persona y sobre el amor. …. La mujer no puede encontrarse a sí misma si no es dando amor a los demás.” (Mulieris Dignitatem, 30). Ojalá que las nazarenas y las futuras directoras generales de mi historia hayan leído esta Carta Apostólica del Papa Wojtyla. Para ello no necesitan ningún decreto.