viernes, 31 de agosto de 2012

Las flores de mis abetos



Está terminando el verano por estas latitudes. El calor agobiante de hace días ya pasó y ahora las flores de mis abetos se van haciendo pequeñas piñas que madurarán en breve. Esta mañana, al despuntar el sol, me fijé en ellas, en su belleza y frescura. Mientras disfrutaba de su verde claro llegaban hasta el horizonte más cercano de mi jardín los jirones de humo de las laderas calcinadas de la sierra  oeste de Madrid. Eran como nubes bajas de color plomizo. Algún descerebrado ha incendiado el monte y con él a miles de pinos y abetos como los que dan sombra y sosiego a mi casa.

Los plantamos, diminutos, hace ya casi cuarenta años, y hoy se alzan esbeltos con sus ramas más finas y más altas a casi cuarenta metros sobre el terreno que yo piso en este amanecer. Testigos mudos de toda una vida. Me alegré al pensar que el incendio estaba lejos y que mis abetos no corrían peligro, pero sentí rabia e impotencia por lo ocurrido y me uní en espíritu a aquellos que han tenido que dejar sus casas y jardines porque las llamas estaban cerca de todo lo que habían construido y plantado en los últimos años de sus vidas. Las flores de sus abetos no madurarán en este otoño. Sólo tendrán cenizas.

Dicen los expertos que muchos de los fuegos producidos en España son expresión de animadversiones con los vecinos o con las administraciones públicas, y que otros tantos son el resultado de la locura y maldad de gente enferma o criminal. Sea como sea, quiero estar atento a las noticias, si se producen, de la detención y juicio de los incendiarios o pirómanos de este verano; y no solo de ellos, sino de los que están detrás de sus acciones. ¿Servirá para algo? Por amor a las flores de mis abetos, quiero confiar en que así sea.


viernes, 24 de agosto de 2012

Las otras decepciones


Recién escrita mi última reflexión, un conocido me recordó que había omitido en la misma una mención a aquellas decepciones que no requieren de una segunda persona para que se produzcan, porque es uno mismo quien las provoca y las sufre. La fuente de tales sentimientos está en nosotros mismos. Esta observación y el comentario que una amable lectora de Brasil añadió al tema (“eu por minha vez… tenho minhas decepções e quero aceitá-las, ainda que seja difícil “apertálas entre os dentes”, mas com certeza descubro que são para mim!”) me anima a seguir reflexionando sobre la materia.

Mi esposa y yo conocemos a un matrimonio alemán muy implicado en la pastoral de su diócesis, Maguncia, y en otros círculos de la iglesia alemana. En nuestro último viaje a Schoenstatt tuvimos oportunidad de saludarlos. Él es teólogo pastoral y profesor en el seminario de Maguncia; se llama Hubertus Branzen. Entre sus múltiples publicaciones tiene un libro que el ‘Herder Verlag’ le editó en 1998 y que se titula: “Lebenskultur des Priesters. Ideale Enttäuschungen Neuanfänge” (Cultura de vida del sacerdote. Ideales, decepciones y nuevos comienzos). En las páginas de este libro se encuentran abundantes reflexiones sobre las decepciones que yo mencioné más arriba, aquellas que según Branzen “están programadas de antemano”. Y aunque se dirige a los sacerdotes, sus palabras podemos aplicarlas a muchos grupos de personas, sobre todo a comunidades de laicos comprometidos en el mundo eclesial y religioso.

El profesor Branzen escribe: “Los ideales que se han fijado muy altos, la conciencia de la propia vocación, los anhelos personales que están asociados con la vocación sacerdotal, y las expectativas de la comunidad: todo esto son hipotecas que ninguna persona y ninguna vida son capaces de amortizar.” Y como la fuente de las decepciones está en lo más profundo de uno mismo, basta con que se produzca cualquier acontecimiento negativo para que las mismas se hagan presentes.

Cita nuestro amigo en su libro algunas de estas decepciones: las decepciones acerca de sí mismo, las que tienen que ver con el primer impulso y con el entusiasmo inicial, que van decreciendo; la disminución de las propias energías, la falta del ‘éxito’ esperado; las decepciones acerca del anhelo insatisfecho de comunión fraternal; aquellas que se originan por la falta de reconocimiento, y aquellas otras que tienen que ver con “los de arriba” (¡Nadie se preocupa de mí!, ¡Los de arriba no tratan en absoluto de saber cómo me va!).

Parece que estas decepciones forman parte de la vida, no solo del sacerdote sino de toda persona que viva con ideales y altas expectativas personales. Define la Real Academia Española la palabra decepción como el ‘pesar causado por un desengaño’. Algunos podrían deducir  que la decepción es el camino para librarnos del engaño que produjo el desengaño. Puede ser, pero yo me inclino a pensar que esta categoría de decepciones tiene para nosotros más bien una función de maduración o crecimiento. No eliminar el ideal y la meta establecida sino buscar la forma de volver a comenzar de nuevo, de volver a re-definirse. Y eso tiene que ver mucho con la aceptación de las propias limitaciones, de la propia impotencia. San Pablo se lo decía a sus hijos en Corinto: “… porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12,10). La fortaleza me viene dada, precisamente, por la aceptación de mis limitaciones. Y en este proceso no vale ocultarlas, es bueno y es mejor hablar de ello, que el tema se sepa. Pablo también lo hizo.

El profesor Branzen lo explica así: “Las debilidades se transforman en fuerza y vigor cuando son aceptadas. Son aquellos que experimentan impotencia y dicen sí a su impotencia. ......  Los que sienten ansiedades y las aceptan. Pablo se siente justificado para emprender esta re-definición. Su modelo fundamental es: “Dios escogió lo débil que hay en el mundo para avergonzar a lo que es fuerte” (1Cor 1,27). El cristiano está invitado a este proceso de re-definición de sus propias debilidades”. Esto nos atañe a todos.

Me consuela coincidir con mi lectora brasilera arriba citada: ella admite tener sus decepciones, ha descubierto que las mismas le pertenecen y que el proceso de aceptación personal no es fácil. La próxima vez que nos veamos le preguntaré sobre el éxito de su empeño. Yo entretanto lucharé con las mías, que en estos tiempos que corren también las tengo. 

Dice un sabio maestro de la vida espiritual que cuando la tormenta arrecia, ayudan principalmente dos cosas: no abandonar nunca la oración diaria y tener al menos una persona con la que poder hablar con franqueza. Tengo la suerte de tener esa persona cerca, es mi mujer que siempre supo escucharme. Además cuento con la doctora de Ávila, Teresa de Jesús, ella también me ayuda con su estilo peculiar. Su consejo para estos casos y otros parecidos: "Tristeza y melancolía no las quiero en casa mía". 

viernes, 17 de agosto de 2012

Las decepciones



Han terminado los Juegos Olímpicos 2012 y aunque no soy deportista tuve la curiosidad de ver, desde mi sillón, algunas de las competiciones deportivas que la televisión nos ofreció. Fue así, por ejemplo, con la final de baloncesto entre España y Estados Unidos, y la de futbol entre Brasil y México. España y Brasil se quedaron con las medallas de platas respectivas y también cada uno de estos equipos con una gran decepción. Y es que hay algunas medallas de plata que su brillo viene empañado de antemano por la experiencia de una reciente y definitiva derrota.

No es lo mismo que te den una medalla de plata por llegar el segundo en la carrera de los 100 metros lisos masculinos, sabiendo que el que va delante de ti solo te aventaja por ocho décimas de segundo (¿y se puede medir tal diferencia?), que te la den, perdiendo el partido de futbol por 2 a 1 como le ocurrió a Brasil, o por 107 a 100 como le ocurrió a España en el partido final de baloncesto. Los rostros de los brasileiros y españoles a la hora de recibir las célebres medallas hablaban por sí mismos. Al ver sonreír  tímidamente a alguno de mis españolitos pensé que lo hacía, recordando que en el partido recién jugado le habían hecho sudar a los americanos de forma ostensible. Lo que sí es cierto es que habían saltado al campo para ganar la final, pero la perdieron. La decepción era palpable.

Como suele ser habitual en las personas de mi edad, a veces surgen en estos casos instintivamente los recuerdos. Y yo, al ver las caras compungidas de los jugadores,  me acordé de mi primera decepción. Fue en mi temprana juventud, en aquellos bellos años en que se iba despertando en mí la curiosidad y el interés por la belleza y el encanto femeninos.

La había visto por primera vez en una iglesia, era rubia y me pareció bellísima; eran entonces estos lugares de culto sitios privilegiados para conocerse y seguir la pista de una futura amistad si la suerte y las circunstancias te lo permitían. Repetí en semanas sucesivas la asistencia a la misa correspondiente con tan buena fortuna, que en varias ocasiones nuestras miradas se encontraron, y hasta nos saludamos con breves palabras al salir del templo, lo que me pareció un buen augurio.

Es posible que después mi fantasía y mis expectativas crecieran sin motivo alguno, pero así fue, yo me imaginaba y me prometía lo mejor. Creo que hasta llegué a soñar con la jovencita. Pero un día, era primavera, paseando con unos amigos por la avenida que en Granada llamábamos “tontódromo”, allí por donde toda la juventud granadina paseaba al atardecer, me encontré a la susodicha, ella muy sonriente, acompañada por un joven, los dos muy “acaramelados” y con las manitas juntas; téngase en cuenta que en aquellos tiempos las caricias y otras muestras de cariño no se mostraban en la vía pública, con las manos bastaba. Al verla me sentí mal, fue mi primera decepción. Me prometí no ir más a la citada misa, ni a la misma iglesia, lo que, seguro, pasado un tiempo no cumplí, porque finalmente el asunto no era para tanto.

Aunque la tristeza se hizo dueña de mí por algunos días, tuve la fortuna de que uno de mis amigos, con algunos años más de experiencia en la materia, me dijera que la culpa de mi decepción no estaba en la desconocida belleza, piadosa dominguera ella, sino que la buscara en mí mismo por haber hecho surgir en mí, sin motivo, unas expectativas de algo que no podía llegar a buen fin. Me propuso además  algunas estrategias para olvidar, había que pasarlo bien y buscar la soñada belleza en otros ambientes. La opinión del amigo, la opinión de un tercero, me hizo bien, y consiguió además que yo pusiera en su sitio mis propias expectativas. La decepción y sus consecuencias pasaron pronto.

Parece que las decepciones son parte integrante de nuestras vidas. Hay decepciones que son algo más serias que la de aquella tarde de primavera en Granada. Conozco a algunas personas que en su vida matrimonial y familiar han sufrido, y están sufriendo, las consecuencias de muy graves y tristes decepciones. He podido comprobar que en la mayoría de los casos se trata de expectativas no cumplidas. Algunos de mis conocidos han aprendido también que una decepción tiene también su parte positiva: algo aprendes, y si tienes interés, puedes cambiar aquello que quizá tú, seguro, no hiciste bien. Porque también lo pudo haber.
Por último conozco otros que se hicieron eco de aquello que decía Konrad Adenauer (célebre político alemán, nacido en Colonia), y lo ponen en práctica: "¡Acepte usted a las personas tal como son, otras no hay!". Es posible que con esta filosofía, los jugadores españoles y brasileiros aceptaran las medallas de plata, e incluso las apretaran entre los dientes al hacer la foto del evento. ¡Feliz decepción, amigos (con medalla de plata incluida)!

viernes, 10 de agosto de 2012

Y un Capítulo les cambió las vidas



No sé si las “llamadas a capítulo” de mi padre a las que hacía referencia la semana pasada eran efectivas en lo que se refería a nuestra conducta, a la conducta de sus hijos, pero supongo que para algo servirían: los hermanos recordamos con cariño y agradecidos a nuestro progenitor. Él nos enseñó el camino, y todavía hoy, pasados los años, es para nosotros aquí y allá un ejemplo a seguir.

Quiero pensar que con las órdenes y congregaciones religiosas, con sus padres y fundadores, ocurre lo mismo: las “llamadas a capítulo” quieren y pueden renovar a los miembros de las mismas en el camino de su vocación. Hace unas semanas, por las fiestas de San Pelayo (26 de junio), estuvimos mi esposa y yo con un amigo en Guipúzcoa. En algunas localidades vascas se recuerda con fiestas populares a este joven cristiano martirizado en la ciudad andaluza de Córdoba por Abderramán III. Nos alojamos en un hotel del pueblo de Loyola, junto a la casa en donde nació Íñigo López de Loyola. Su nombre: Hotel Arrupe, en memoria del célebre superior general de los jesuitas, el Padre Arrupe.

La Compañía de Jesús recuerda a este vasco como aquel que le dio el vuelco a la Orden de los jesuitas. Fue elegido superior general en la Congregación General del año 1965 (los jesuitas llaman congregaciones a los capítulos), y le tocó la tarea de llevar el espíritu del Concilio Vaticano II a la Orden que le eligió como superior. Pero él hizo algo mucho más importante, le cambió el rostro a la Compañía, deshizo el rumbo que había tomado la Orden a lo largo de los siglos con aquella célebre pregunta: “¿Qué significa hoy ser ‘compañero de Jesús’?”  y con la respuesta que él y la misma comunidad dieron a tal pregunta.

Fueron muchos los pasos dados en esta dirección en los primeros años de su gobierno, y muchas las incomprensiones y problemas, pero en el año 1974, a pesar de la opinión contraria de los procuradores y responsables de toda la Orden en el mundo, el Padre Arrupe ‘llamó a capítulo’ por propia iniciativa, convocando la Congregación General número XXXII de la historia de los jesuitas (fue, según él mismo, “la decisión más importante de todo su generalato”). Un golpe de timón necesario para dar el último paso del proceso de vuelco iniciado en los años anteriores.

Para darnos cuenta de la situación de aquel entonces valga recordar las palabras que el Papa Pablo VI dirigió a la asamblea capitular de los jesuitas en un famoso discurso – intenso y también angustiado - al inicio de las sesiones de trabajo del capítulo mencionado: “¿De dónde venís? ¿Quiénes sois? ¿Adónde vais?” Son preguntas a las que todos los capítulos generales de cualquier comunidad religiosa debieran responder.

Los jesuitas lo hicieron. En los días de Loyola, allá por las fiestas de San Pelayo de este año, leí sobre la respuesta que le dieron los jesuitas a las preguntas planteadas. Fue un vuelco general que les cambió las vidas. Supe de ello al leer una reseña sobre uno de los más importantes discursos del Padre Arrupe, titulado “La inspiración trinitaria del carisma ignaciano” (1980) en el que dijo que la situación del mundo “pone en tensión las fibras más íntimas de nuestro celo apostólico y las hace estremecerse”, concluyendo que la razón de ser de los jesuitas hoy es “la lucha por la fe, la promoción de la justicia, el empeño por la caridad”, culminando así su magisterio a la propia Compañía.

Durante la vida del Padre Arrupe se decía que en los jesuitas había dos vascos célebres, uno que fundó la Compañía, Ignacio de Loyola, y otro, Pedro Arrupe, que la iba a destruir. No fue así, hoy sigue siendo la Compañía de Jesús la orden religiosa más numerosa de la Iglesia. Ella está presente en frentes muy conflictivos de los cinco continentes, en los ‘límites de la periferia’ de la sociedad, allí adonde la justicia social y la fe brillan por su ausencia. Las crónicas de la Compañía cuentan también sobre más de cuarenta mártires jesuitas en los últimos decenios. Si es cierto aquello de que por los frutos los reconoceréis, parece que para algo sirvieron los capítulos (congregaciones) generales. ¡Ad majorem Dei gloriam!

viernes, 3 de agosto de 2012

"Llamar a capítulo"



Cuando en mi infancia mi padre “llamaba a capítulo”, mis hermanos y yo nos echábamos a temblar. Nuestras conciencias juveniles repasaban rápidamente los acontecimientos recientes para prepararnos a lo que se nos venía encima. Eran los momentos en que la máxima autoridad de la casa nos reprendía o nos pedía cuentas y explicaciones por las travesuras y “diabluras” pasadas.

Como podéis constatar estoy refiriéndome al siglo pasado (!), cuando el lenguaje popular de nuestra tierra estaba henchido de palabras, giros y expresiones tomados del mundo religioso. Hoy el hecho religioso se perdió desgraciadamente en las esferas privadas y el lenguaje de nuestros días está repleto de otras cosas, por ejemplo de anglicismos.

Me ha venido a la memoria tal recuerdo porque hablando hace un par de días con una persona cercana salió el tema de nuestro último viaje. Al preguntarme si habíamos estado de vacaciones en alguna playa le dije que no, que acabábamos de participar durante los últimos quince días en el capítulo general de nuestro Instituto que se ha celebrado en Schoenstatt, en Alemania. Por el gesto de la cara de mi interlocutor deduje que lo del “capítulo general” le sonaba a chino. Para no entrar en detalles, pues hacía mucho calor, le invité a que leyera la próxima entrada de mi Blog, lo que me prometió, haciéndome la observación de que hace ya semanas dejé de escribir. Le contesté, eso sí, con un sincero “propósito de la enmienda”.

Y ahora me referiré a lo del capítulo general. No tengan miedo mis lectores más cercanos, no voy a descubrir nada de nuestro último capítulo. Las comunicaciones oficiales de los responsables desvelarán a su tiempo el secreto en aquello que les compete. El resto se sabrá cuando pasen los años y los archivos se abran a los historiadores interesados, si los hay. Yo quiero comentarle a mi amigo algo que sí le puede interesar. Por ejemplo, el origen de los así llamados capítulos generales.

Fue allá por los años 1100 al 1150, cuando se fundó la Orden del Cister, aquellos monjes blancos que en su día hicieron progresar al mismo tiempo el cristianismo, la civilización y la agricultura en una buena parte de Europa. Vivían según la célebre Regla de San Benito, pero al contrario de los Benedictinos tenían una estructura centralizada. Leo en un diccionario de historia medieval que cada año los abades cistercienses (los superiores o jefes) debían viajar a la ciudad de Cîteaux, donde residía el Abad mayor para asistir a un capítulo general de la Orden. En este capítulo se decidían cuestiones concernientes a la totalidad de la Orden, y los abades eran reprendidos o elogiados individualmente. (Ahora entienden mis lectores porqué mi madre nos avisaba de la “llamada a capítulo” de papá; en la mayoría de los casos se trataba de un asunto serio).

Pronto la Iglesia reconoció la utilidad de esta estructura para todas las órdenes religiosas, las congregaciones e institutos seculares y para aquellas otras comunidades que aspiren a ser reconocidas como tales. Fue en el cuarto Concilio de Letrán (1215) cuando se impuso a todas las comunidades religiosas el deber de mantener regularmente capítulos generales.

Muchos de los capítulos generales de las grandes órdenes religiosas y de las demás comunidades de vida consagrada han pasado a la historia sin pena ni gloria, fueron asambleas para elegir a los superiores y demás personas responsables del gobierno de las comunidades. Otros capítulos generales, sin embargo, cambiaron la historia de tales comunidades, dándoles nueva vida e impulsándolas a renovarse en el espíritu de sus fundadores. En la próxima semana quiero referirme a algunos secretos sobre capítulos generales ya revelados por los historiadores respectivos. Hoy me conformo con haber despertado la curiosidad de mi interlocutor citado.

A propósito de mi padre: si alguno de mis lectores “llama a capítulo” a sus hijos, que lo haga con la misma firmeza y dulzura que él lo hacía.