sábado, 26 de diciembre de 2009

Kiko ha muerto

Francisco se ha ido, murió a la edad de ocho años, víctima de una leucemia incurable. Su familia le llama Kiko, son portugueses y amigos nuestros. Cinco años de lucha, suya, de sus padres y de sus abuelos. Su vida nos movió, su muerte nos estremece. Es una paradoja que su despedida haya coincidido en el tiempo con la celebración de la llegada de otro niño, el Hijo de María, Jesús de Nazaret. Kiko nos dejó el veintitrés de diciembre, lo enterraron el veinticuatro. La cena de Noche Buena ya estaba preparada. Desearía no vivir esta pesadilla.

Los andaluces abordamos el tema de la muerte de una forma muy especial, tiene que ver con el sentido que tenemos de la vida. Al final, cuando dejamos atrás las bromas y nos ponemos trascendentes, pensamos, a lo más, con el filósofo griego Epicuro de Samos que la muerte es una quimera: “porque mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo”. Sin embargo con la muerte de un niño es distinto, humanamente hablando nadie acepta la muerte, y menos la de un niño. Yo tampoco. Solo mi fe me brinda una salida, Epicuro no conoció a Cristo resucitado.

Ante una experiencia semejante vuelven al primer plano de mi conciencia otros acontecimientos que marcaron la vida que dejé atrás. Tenía yo dieciséis años y frecuentaba la casa de un tío mío, abogado, casado y padre entonces de tres hijos. En su despacho había una mesa cubierta con tela de terciopelo rojo en la que yo solía estudiar, arropado por el calor del brasero y los cuidados de la “tata” que gobernaba el hogar de mis tíos. Allí se estaba bien. Entre libro y libro yo solía cuidar a mis primos, eran niños de corta edad. Me gustaban los niños y la “tata” me dejaba hacer. Un día ocurrió la tragedia: el menor de los primos, José Antonio, apareció muerto en su cunita. Tenía solo unos meses. Yo estaba estudiando. Nadie vio lo que pasó, la “tata” le había dado el biberón y se quedó dormido en el dormitorio de sus padres. El médico dijo que el niño se había estrangulado entre los barrotes de la cuna. Recuerdo el rostro de mi tía y también el de la “tata”. Aquella mujer no fue jamás lo que había sido antes, la muerte de su hijito la cambió. Con la fuerza de su fe y los principios de su marido llegó después a tener tres hijos más, pero su vida quedó marcada.

Con el nieto de mis amigos, con Kiko, ha sido algo especial. Sus padres, sus abuelos y todos los conocidos albergábamos la esperanza de que iba a seguir viviendo, que se produciría un milagro. Recuerdo en este momento a Dora, la anciana italiana que visitaba a diario el Santuario de la Madonna di Schoenstatt en Roma y que pedía con gran fe para que el “nipote” (nieto) recobrara la salud. Alguien le había contado del niño portugués que estaba enfermo y pedía oraciones. A veces nos dio dinero para que los abuelos dejaran celebrar alguna Misa implorando la curación. Ella y muchos otros miles de personas hemos rezado insistentemente para que se produjera el milagro (también por la intercesión del sacerdote alemán, Padre José Kentenich, actualmente en proceso de beatificación). A pesar de todo, Kiko se fue y dejó a sus padres y hermanos, y a todos nosotros, con la esperanza truncada. El Padre Kentenich se quedó sin “su” milagro.

Alguien me contó el otro día de un viejo sacerdote alemán que en sus “discusiones” con el Dios de la vida argumentaba así: “Señor, yo quiero que ocurra esto y aquello y no puedo conseguirlo, Tú sí puedes hacerlo y sin embargo no quieres. Dime una cosa, Señor, ¿quién de los dos tiene razón?” Me he preguntado yo también, en las horas transcurridas desde que recibimos la noticia, que quién tiene razón, si los miles que pedían el milagro de la curación de Kiko o el Señor que se lo ha llevado.

Ayer, en la Misa de Navidad el sacerdote me sorprendió durante la homilía con una alusión a la muerte. Quiero ver en ello una respuesta que me ayuda a superar el momento. Nos dijo que Dios ama tanto al mundo que para expresarlo se hizo de carne y hueso, se hizo uno de nosotros. El Hijo de Dios se encarnó de María la Virgen Madre y habitó entre nosotros. Al finalizar la homilía preguntó en su estilo peculiar, queriendo provocar al auditorio: “¿Qué pensaríais vosotros si Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, no hubiera muerto? ¿Qué Jesús sería ése? Pues sí, amigos, se hizo tan semejante a nosotros que tuvo que morir, y murió”.

Parece que la muerte de Kiko tiene que ver con el amor de Dios a los hombres. En él se hizo presente el Señor. Ahora no necesito rezar más por la curación de Kiko, rezaré especialmente por su madre, y también por su padre y sus hermanos. No quiero enterrar mi esperanza, algo importante ha ocurrido o va a ocurrir.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Un belén en Colonia

Estoy en Colonia desde hace unos días. Me alegro de aprovechar el viaje para visitar también uno de los mercados navideños más famosos de la ciudad. Dicen que cada año acuden a él casi cinco millones de personas. Se extiende por el atrio de la catedral y tiene más de ciento cincuenta puestos de venta con una gran variedad de golosinas, salchichas con pan y otros productos culinarios, figuras de chocolate, de plástico y de madera, artículos para el árbol de navidad, coronas de adviento, cascanueces y otras manualidades, así como figuras para los nacimientos o belenes. Sus luces y adornos invitan al visitante a pasear por el recinto. Como remedio contra el frío ofrecen también Glühwein, una preparación de vino tinto y especias que se bebe caliente.

Al llegar a la residencia adonde paso las noches me imaginé un belén con las personas que he encontrado durante estos días en Alemania. Varias familias me invitaron a sus casas, estuve también de compras en un centro comercial. (Mi mujer necesita algunos productos y detalles alemanes para la navidad madrileña en casa.) Recordé que fue en el año 1223 cuando Francisco de Asís dio origen a los pesebres o nacimientos, en una ermita de Greccio/Italia. La escena del nacimiento de Cristo fue entonces representada por personas reales dentro de un establo con animales, no con figuras de cerámica madera o barro, como hoy lo conocemos.

Me vi rodeado de escenas vivientes que me impactan y cuestionan, escenas con las que me he visto confrontado en estos días: allí está la familia amiga de padres ya jubilados, que tienen a su hijo, alcohólico, cobijado en casa, porque su mujer, la nuera, lo ha echado del hogar y se quiere divorciar; allí están también los dos divorciados con un hijo cada uno, que se unieron en matrimonio hace un par de años y que han tenido a la pequeña Elisabeth, siendo así ya cinco los que viven juntos, formando la „Patchwork-Familie“ tan repetida por estos territorios. Veo también en mi pesebre viviente al anciano adicto al juego y que está perdiendo su pequeña fortuna, al vecino de cincuenta y tres años que dejó a su esposa después de veinticinco de matrimonio y al padre de familia con dos hijos adolescentes que también a la edad de cincuenta y tres años se ha quedado sin trabajo porque la empresa cerró. He comido con mis amigos, los tiroleses, matrimonio y familia encantadores, llenos de optimismo y alegría, con tres niños pequeños en la casa, perro y conejos en el jardín. Vi a nuestro joven asesor fiscal y a su esposa con cuatro hijos adoptados. Todos ellos estaban también en mi belén viviente alemán.

Al día siguiente fui a un centro comercial en la ciudad, me senté en un Café y vi pasar ante mí otros personajes para mi nacimiento: eran multitud de ancianos, solos con bastón o cesta de la compra, la mayoría mujeres, algunos jóvenes con bolsas de marcas conocidas en las manos y paso ligero, matrimonios de avanzada edad y pelos blancos, un anciano en silla de ruedas, empujada por una joven asiática de rasgos bien pronunciados y aun minusválido, autónomo, en su silla de ruedas eléctrica. Dos cochecitos de niño, uno de ellos con la joven mamá y el otro con mamá y abuela. A todos ellos los coloqué en mi belén viviente. Yo también estaba allí.

Busqué después a los ángeles, que según la tradición deberían cantar y no los encontré. Posiblemente aún no había llegado el momento oportuno para entonar su canción o yo no los podía oir. Me pareció que la noche era joven y que el amanecer no había llegado. Yo me encontraba en medio de la oscuridad. En el fondo de mi corazón deseé que el dolor, el fracaso, la soledad y la tristeza hubieran pasado ya.

En ese momento se acercó a mi mesa una joven embarazada de hermosa y bella figura. Ella y el hombre que la acompañaba ocuparon la mesa vecina. Pidieron la carta al camarero y comenzaron a hablar. Ellos han traído a mi mente que el Hijo de María y José de Nazaret, Jesús, nuestro Salvador y Maestro, vino al mundo, allá en Belén, en la más profunda oscuridad de los tiempos y no tuvo ni posada ni lecho que le acogiera. Estoy seguro que El nace hoy también en Colonia, en todos los corazones que lo anhelan. Yo quiero y necesito estar entre ellos.

viernes, 11 de diciembre de 2009

La belleza que yo encontré

Cuando falleció mi abuela materna, a la que yo adoraba, mis tías dejaron imprimir unas tarjetas o recordatorios con los datos de la vida de la abuela, una oración y una foto de la difunta. El día de su muerte me encontraba yo en el extranjero. Recuerdo que cuando llegó a mis manos tal recuerdo, quedé espantado, no tanto por la muerte de mi amada abuela – que ya la esperaba desde hacía tiempo – sino por la fotografía. Habían pedido a la imprenta, supongo yo, que retocaran una foto y con ello desgraciaron “post mortis” y para la eternidad a mi abuela. Aquello lo tomé yo muy a mal y aún hoy día me rebela. Sin quererlo, habían disfrazado a la abuela y la habían desposeído en la foto de su belleza natural.

Fue la belleza de mi abuela una belleza que brotaba de dentro. Habían pasado los años, murió pasados los ochenta, tenía ya una inmensidad de arrugas, pero el brillo de su rostro nos abría a todos los que la rodeábamos “los ojos del corazón y de la mente, poniéndonos alas y empujándonos hacia lo alto”, tal como ocurrió durante toda su vida. Recuerdo de niño haber visto entrar en muchas ocasiones a mi padre en el saloncito adonde la abuela estaba sentada a la mesa de camilla con un rostro serio y triste, soportando posiblemente los problemas que los años de la postguerra y sus circunstancias le acarreaban, y salir, después de un rato con ella, cambiado, con alegría y buen humor. La belleza de la abuela hacía el milagro, mi padre recobraba nueva esperanza y así nos lo transmitía después.

Me han venido a la mente estos recuerdos al leer la noticia de la audiencia que el Santo Padre Benedicto XVI ha tenido el 21 de noviembre pasados con un grupo de artistas en la Capilla Sixtina y al leer el discurso que les dirigió. La agencia de noticias titulaba su reportaje con la frase: “La belleza camino hacia Dios”. El Santo Padre, después de recordar la situación del momento actual a nivel social y económico, se preguntaba y preguntaba a los presentes: “¿Qué es lo que puede volver a dar entusiasmo y confianza, qué puede animar al alma humana a encontrar el camino, a levantar la mirada hacia el horizonte, a soñar una vida digna de su vocación? ¿No es acaso la belleza?”

Me he hecho yo a mi mismo la pregunta y he recordado algunos de mis encuentros con la belleza. Fueron momentos donde experimenté yo también la función esencial de la verdadera belleza, “que, según Platón, consiste en provocar en el hombre una saludable “sacudida”, que le haga salir de sí mismo, le arranque de la resignación, de la comodidad de lo cotidiano, le haga también sufrir, como un dardo que le hiere pero que le “despierta”, abriéndole nuevamente los ojos del corazón y de la mente, poniéndole alas, empujándole hacia lo alto.”

Fue a los quince años. Ella aún no los había cumplido. Estábamos en el salón parroquial de la iglesia de San Justo y Pastor. Allí se reunían los chavales de la Acción Católica. Era un día de otoño, poco después de la puesta del sol. Me viene a la mente al respecto el disco que la cantante y compositora Mari Trini grabó a principios de los setenta y la canción que comenzaba con la frase “Amores se van marchando………” y que seguía con aquello de “¿quien a los quince años no dejó ……..?”. Fue mi primer encuentro con la belleza. Sentí en lo más profundo de mi joven alma aquella “complacencia desinteresada” con la que Kant define la belleza. Después hubo algunos encuentros más. Todos ellos provocaron la mencionada “sacudida” saludable y me hicieron salir de la comodidad de lo cotidiano.

No fueron solo ellas, las mujeres, las portadoras de la belleza, fueron también paisajes, mares, atardeceres y montañas, rostros y obras de arte. A modo de ejemplo veo ante mí el “Éxtasis de Santa Teresa”, la escultura que esculpió Gian Lorenzo Bernini en 1646 y que se puede ver y admirar en la Iglesia de Santa María de la Victoria en Roma. He visto a personas durante mucho tiempo sentadas en el suelo frente a la escultura, disfrutando de la belleza del rostro del ángel y del rostro de la santa. Yo también me hubiera quedado allí. Yo disfruté con su belleza. La frase de Simone Weil que mencionó el Santo Padre en la audiencia citada coincide con mis sentimientos: "En todo aquello que suscita en nosotros el sentimiento puro y auténtico de lo bello, está realmente la presencia de Dios. Hay casi una especie de encarnación de Dios en el mundo, del cual la belleza es un signo."

Una confidencia: Dios se “encarnó”, se hizo presente también para mí en la belleza de una joven alemana que hoy es mi mujer. En ella vi y veo SU rostro. Se trata de un asunto muy personal, a buen entendedor pocas palabras bastan (léase la cita de Platón citada arriba).

viernes, 4 de diciembre de 2009

Una historia de adviento

Hace ya muchos, muchos años. Hacía frío, el invierno estaba a la puerta, las primeras nevadas lo anunciaban. Habían transcurrido algunos meses desde que cesaron los bombardeos; los tanques, los fusiles y metralletas guardaban silencio. Comenzaba el adviento del año 1945 en Alemania. Pronto sería Noche Buena. La niña pequeña y rubia de siete años había vuelto con sus padres al lugar que la vio nacer. Su casa ya no estaba, las bombas la habían destruido. Tuvieron que acoplarse en un edificio cercano, con algunas habitaciones intactas. Había que reconstruir todo, la casa, la iglesia, el ayuntamiento y la escuela. Nadie tenía nada, el pueblo había sido castigado terriblemente por la aviación aliada. Era cerca de Colonia, en la ruta de entrada a Alemania por el oeste.

Ella no sabe ni cómo, ni cuándo. Recuerda sólo, que en diversas ocasiones su padre la empujaba con fuerza para que subiera a lo alto de un vagón del tren cargado de briquetas, que circulaba por allí. Las briquetas eran como pequeños “ladrillos” de carbón, que se necesitaban para las estufas que la gente había salvado de las ruinas del pueblo y así, protegerse contra el frío. La niña, junto a otros niños, vecinos suyos, tenían que lanzar las briquetas a tierra mientras el tren avanzaba lentamente por la estación y sus cercanías. El estado de las vías facilitaba un tránsito lento por el lugar. Los padres abajo, juntaban los carbones en sacos para llevar. Después saltaban del tren y, a toda prisa, se volvían a la casa. Había que robar para poder vivir.

A la mañana siguiente, cuando llegaba la hora de ir a la escuela, cada niño del pueblo, la niña rubia también, llevaban en su bolsa, junto a una pizarra y un trozo de cal sólida como tiza, dos briquetas para calentar la clase. Y así un día y otro, hasta que se acababan las briquetas o pasaba otro tren cargado de tan preciado material. Muchos días hizo frío en la clase porque faltó el carbón y los niños quedaban con sus abrigos y bufandas sentados, escuchando a la maestra.

Muy cerca de aquel pueblo vivía un obispo. Se llamaba Joseph Frings y era Cardenal de Colonia. También habitaba entre ruinas. Toda la ciudad había sido bombardeada. El sabía de los robos de su gente, aquello le preocupaba. Algunos le preguntaron si podían hacerlo sin “maltratar” su conciencia, pues no tenían cómo calentarse. Sin trabajo y sin dinero, ni siquiera podían mendigar. Había que hacer algo para subsistir. Por toda la ciudad solo ladrillos, piedras y ruinas.

Había pasado un año, fue en la noche del 31 de diciembre del año 1946, en una iglesia de Colonia recién construida. Allí pudo celebrar el obispo Frings la Misa de fin de año. En medio de su predicación, todos los allí presentes pudieron escuchar unas palabras valientes de su “Pastor”: “Vivimos en unos tiempos, en que también a las personas, obligadas por la necesidad, les es lícito apoderarse de aquello que les falta para poder seguir viviendo y mantener la salud, si con su trabajo o pidiéndolo no pueden conseguirlo.”

En las semanas y meses que corrieron a continuación surgió en el lenguaje del pueblo sencillo una nueva palabra que no existía en el diccionario alemán y que quedaría para siempre en la memoria popular. La palabra era “fringsen” y la utilizaban al referirse al hecho de “apañar” o “afanar” las briquetas de trenes y camiones.

Y así fue cómo los padres de la pequeña de nuestra historia vivían sin ningún problema de conciencia la aventura nocturna de (fringsen), de apañar carbón cuando pasaba el tren.

Años después, un día conocí yo también a la niña rubia de la historia. Era ya mayorcita. Hoy es la madre de mis hijos. Ella me contó esta historia en otro adviento, en el que no necesitábamos “fringsear”, perdón, apañar carbón parta tener calefacción en casa. Gracias a Dios, la guerra había pasado, sus secuelas también.




(Fotos: Bundesarchiv 183-R68236, Bundesarchiv 183-R70463)