viernes, 28 de mayo de 2010

El chapapote en mi jardín

Circulando por las calles de Madrid me di cuenta el otro día que son pocos los balcones que tienen plantas o flores. Puede que esto tenga que ver con la cantidad de combustible que se quema diariamente en los millones de vehículos que atraviesan a diario la capital del reino. Desde luego que el ambiente que se respira no invita a pasear muy a menudo por la gran ciudad; yo prefiero el aire puro de mi jardín.

En estos meses de primavera es mi jardín una explosión de colores y flores. Hemos dejado parte del terreno en su estado original, sin césped ni setos ornamentales. Sólo algunos pinos piñoneros dan sombra a parte de la pradera. Por eso, en el mes de mayo, crecen las hierbas del campo en su plenitud. Conviven en mi pradera las bellísimas amapolas rojas junto a las flores de las margaritas primaverales, blancas y amarillas, la flor azul del cardo con la del diente de león, los azulejos con los acianos del campo, la nata silvestre, la flor de la maleza y las pequeñas violetas. Todas ellas inmersas y rodeadas por el verde intenso del pasto salvaje, que luego dejará caer a la tierra su semilla para que, en el año que viene, podamos alegrarnos de nuevo con su esplendor. Fue un acierto de mi mujer, cuando en los años jóvenes de nuestro matrimonio decidió vivir fuera de la gran ciudad, e hizo que compráramos la parcela de terreno que hoy, a Dios gracias, aún conservamos y habitamos. No sin esfuerzos especiales.

Por ejemplo, en su mantenimiento. Ahora que tengo abundante tiempo libre, me entretengo durante horas en su cuidado, y lo disfruto. A veces necesito ayuda, sobre todo en la primavera. Siendo fieles a nuestras preferencias por lo sencillo y lo rústico construimos en su día una parte de la valla del terreno con listones de madera que requieren un cuidado especial. Alguien me indicó un procedimiento barato y seguro para conservar la madera: el aceite de coche usado. El aceite que los mecánicos del taller sacan de los motores de nuestros vehículos, cuando les toca el cambio correspondiente, me lo traigo a casa y lo uso para pintar la valla. Es evidente que la valla se queda oscura y que durante algunos días no se debe tocar, pero el sistema es el adecuado. Las tablas de la valla siguen prestando su cometido después de treinta y cinco años. Aunque, también es verdad, parece que me he traído el chapapote a mi jardín. En esta primavera tocaba esta tarea.

Mi nieto, el menor, me está ayudando en este año. Tendremos que encontrarnos en varias ocasiones para concluir el trabajo, porque el colegio y los estudios no le dejan mucho tiempo libre, según él. En la primera jornada ambos quedamos ‘tocados’ por las salpicaduras del aceite en nuestras camisas y pantalones, y tuvimos que dar cuenta a las mamás de lo accidentado del procedimiento. Su bondad y comprensión nos salvaron.

Al observar el aceite en nuestras manos y en algunas ramas de las arizónicas que están detrás de la valla me acordé del vertido de crudo en el Golfo de México producido por el accidente del 20 de abril en la plataforma operada en aquellos mares por la British Petroleum (BP). Una catástrofe ecológica sin igual.

La directora del Servicio Geológico de EEUU, Maria McNutt, ha dicho que el pozo abierto en el Golfo ha arrojado al mar hasta ahora cerca de 150 millones de litros de petróleo. Según noticias de prensa parece que los ingenieros están ya cerrando el agujero en el fondo del mar. ¡Más les valiera no haberlo abierto nunca! Cientos de kilómetros de costa y las marismas del estado de Luisiana están siendo contaminados por el crudo y por los productos químicos que se están arrojando al mar para neutralizar al crudo derramado. Y eso es sólo lo que se ve. Tendrán que pasar muchos años para que el ecosistema se recupere.

No sé qué será peor, si las marismas de Luisiana embadurnadas de chapapote o los balcones de Madrid sin flores. En lo que a mí me toca, he decidido dejar durante esta primavera en la estantería del garaje los polvos químicos para eliminar las hormigas de mi jardín. Estos nerviosos animalitos de todos los tamaños y colores invaden regularmente el lugar de mi placer primaveral, pero les tocaba también ‘desaparecer’ con la misma cadencia bajo la acción de mis insecticidas. Gracias a las accidentadas gaviotas de Luisiana y a las tortugas fallecidas durante las semanas pasadas en las playas del Golfo de México, las hormigas de mi entorno se pueden alegrar y congratular en esta ocasión con la perspectiva de un verano espléndido, con sus nidos subterráneos llenos de las semillas y granos que mi pradera les está suministrando después de la floración. Como decían nuestros mayores: “escarmentar en cabeza ajena, doctrina buena”.

viernes, 21 de mayo de 2010

Ternura

El domingo pasado subimos en romería al monte Moncalvillo, paraje incomparable cercano a casa, para rezar a la Virgen de Navalazarza, patrona de nuestro pueblo, en su ermita de la dehesa. Allí se juntan, en ese día, propios y extraños a celebrar a la Señora, y a pedirle su protección. Es un evento esperado en la comarca, que se aprovecha también para disfrutar de la naturaleza en unión con todos los familiares y amigos, alrededor del fuego y de la comida.

Cerca ya de la ermita nos encontramos mi mujer y yo con una vecina que había subido al monte en compañía de otra mujer, amiga suya, pensamos. Andaban las dos solas por la pradera. Nuestra conocida tiene tres hijos pequeños y está separada del marido desde hace algún tiempo. Los hijos no la acompañaban. Estaba triste, se le notaba. Vi que su mirada se perdía en el horizonte e intuí que en ese día los niños andaban con el padre, lo que pude confirmar posteriormente. Una fiesta de familia, sin familia ……(!?).

Andaba yo reflexionando a comienzos de la semana sobre nuestra vecina, el desarraigo y la ruptura de los hogares y de los vínculos personales en nuestra cultura, cuando leí en la prensa sobre la detención en Lloret de Mar de una mujer británica que había confesado el homicidio por asfixia de sus hijos, un niño de un año y una niña de cinco. Hay noticias en la prensa que te resbalan o se quedan en la epidermis, hay otras que te atraviesan el corazón y no te dejan dormir tranquilo.

Pasó la tarde, llegó la noche. Me acosté pensando en los niños de mi vecina, la madre de Moncalvillo, y en los niños ingleses, los de la madre de Lloret de Mar. Dormí inquieto y soñé. Fue una experiencia de ternura inconmensurable, que busca y necesita expresarse. Una niña pequeña se encaramó en mi cuerpo, como si yo fuera el árbol de la vida, y, aferrada a mi cuello, me abrazó en su fragilidad y vulnerabilidad extremas, buscando en mí el cobijamiento para su pequeñez. Fue un segundo de eternidad, en el que comprendí en su totalidad a la personita que me abrazaba, captando hasta lo hondo el estado de su alma. Yo también la abracé, y en ese abrazo fui feliz, pero su fragilidad despertó en mí mi propia conciencia, y supe que la niña no me pertenecía. La puse en manos de su madre, que estaba cerca, y le dije que era allí adonde recibiría todo el amor y cuidado que ella buscaba. Quiero recordar que, en el sueño, la madre - ¿sería la inglesa? – me miró con ojos agradecidos, y tomando a la niña en sus brazos hizo que yo me despertara y viera cómo las primeras luces del alba entraban por mi ventana. Me incorporé, y sentado en el filo de mi cama, sacudí la cabeza, como si quisiera ahuyentar algo de mi persona.

La trama del sueño se fijó excepcionalmente en mi conciencia e hizo que durante el día volviera una y otra vez sobre el rastro de tan singular experiencia. Me acordé de Ortega y Gasset y de sus ‘Meditaciones sobre la literatura y el arte (La manera española de ver las cosas)’. En una de sus reflexiones sobre el título de un libro de Azorín – ‘El pueblecito’ – se hacía la pregunta que yo en ese día también me hice: “¿Habéis analizado alguna vez esta emoción que llamamos ternura? ¿Es alegre, es triste la ternura? ¿No parece más bien la ternura una semilla de sonrisa que da el fruto de una lágrima?”

Me vinieron a la mente los abrazos a mis hijos de pocos meses, y, años después, los abrazos a mis nietos. Es verdad que la inocencia nos enternece porque encierra en sí, como dice Ortega, simplicidad, pureza, nativa benevolencia y noble credulidad. Y en nuestros abrazos, de padres o de abuelos, la queremos proteger contra todo el mal que puebla la sociedad. Pero la ternura es mucho más, la ternura es un vehículo del amor, y se activa fundamentalmente ante la debilidad y fragilidad del otro. Recuerdo al respecto el sufrimiento de una de mis nietas, cuando a sus dos o tres añitos – no recuerdo bien – nos despedía en la puerta del jardín ante la que iba a ser una ausencia nuestra de varios años. Sus lágrimas y mis besos de aquel momento quedarán para siempre en el registro de mis “ternuras” más entrañables. Lo maravilloso es, que en la ternura, en ese movimiento de acogida, se vive plenamente la autodonación y con ello la felicidad. Yo te hago feliz y soy a la vez feliz gracias a ti. Es la estructura fundamental de los vínculos: darse y recibir.

Lamentablemente la madre inglesa de Lloret de Mar clausuró esa puerta, ella no podrá en el futuro ni dar ni recibir. “Los cuervos graznan/ y se precipitan en vuelo a la ciudad. / Pronto nevará, / ¡ay de aquel que no tiene hogar!” decía Friedrich Nietzche en su poesía ‘Vereinsamt’ (Sólo).

viernes, 14 de mayo de 2010

¡Al mal tiempo, buena cara!

Estamos viendo en estos días abundantes caras largas, rostros preocupados y atormentados, en los programas de noticias y debates de las televisiones. Soy asiduo de los telediarios alemanes, italianos y españoles. Allí he visto, por ejemplo, a los que esperaban horas y horas en los aeropuertos europeos a que soplara el viento, y la nube de cenizas del volcán Eyjafjallajökull desapareciera del espacio aéreo correspondiente, o las caras de los políticos europeos, Merkel, Sarkozy o Zapatero, cuando explicaban a los ciudadanos que “a donde dije digo, digo Diego”, y que además, tenemos que apretarnos un poco más el cinturón. Hoy, - ¡qué espanto! - , al mirarme al espejo, me he visto yo también con cara larga. Acaban de anunciarme la congelación de mis ingresos para el año que viene. Esto y la subida de impuestos anteriormente anunciada me exigirán ahorrar no sólo en lo superfluo sino también en lo necesario.

Europa se va haciendo poco a poco la casa de todos, y parece que nos exige sacrificios. Lo que ocurre en Reykjavik repercute en Sevilla, a más de tres mil kilómetros (el aeropuerto sevillano cerró por las cenizas del volcán), y los platos que rompen en Atenas, los tienen que pagar los ciudadanos de Berlín y París, y también el que suscribe. Yo aprecio mucho a la cultura griega, pero nunca pensé que los despilfarros de los vecinos de la Acrópolis tuvieran que ver con mi bolsillo. Aunque, hablando con honestidad, mi cara se alargó no por culpa de los griegos, sino más bien por culpa de mis paisanos los políticos españoles. Ellos también están despilfarrando, y es mi dinero.

El lunes me desperté preocupado. Durante la noche anterior habían estado reunidos en Bruselas los ministros de economía europeos buscando salvar el euro, y con ello la economía y estabilidad del sistema económico de la Unión. Antes del amanecer del lunes habían aprobado un plan de rescate de 750.000 millones para los países del euro con problemas, principalmente España y Portugal. La canciller alemana, Angela Merkel, y el presidente francés, Nicolás Sarkozy, respaldan la creación del fondo, exigiendo a los países endeudados que saneen sus cuentas y reduzcan el déficit público. En definitiva, que no gasten lo que no tienen.
Y como Obama también llamó por teléfono, ahí me tienes, que nuestro presidente del gobierno socialista y su equipo han tenido que echar marcha atrás en su política de dádivas y clientelismo, y anunciar medidas extraordinarias de recorte presupuestario que atañen directamente al bolsillo de los ciudadanos, entre ellos al de los jubilados. Se acabó con la subida de los sueldos. Hay otros, los funcionarios, a los que incluso se les baja el sueldo. Los periódicos hablan del mayor recorte social producido en nuestra historia; y lo tendrá que hacer un socialista, que no ha querido hacer a tiempo sus deberes, y al que ahora otros lo han obligado.

Cuando hace unos meses cambiaron las aceras de mi pueblo sin motivo alguno y levantaron a la entrada del mismo una escultura estrambótica, pensé que el asunto iba mal, y que algún día lo pagaríamos todos. La cara de J.L. Rodriguez Zapatero en el congreso de los diputados, anunciando las medidas de ahorro que los otros dirigentes europeos le han impuesto, no era larga, era kilométrica. No quisiera estar en su traje. Es posible que haya aprendido a la fuerza algo más de economía. La ministra Salgado se habrá encargado de transmitírselo. Ella tuvo que escuchar todo lo que le dijeron en Bruselas. Dicen que fue una de las peores reuniones de su vida profesional. Cuando en la madrugada tuvo que informar a los periodistas, el cansancio y la tensión le pasaron factura, no podía articular las palabras. Su cara estaba desfigurada. Lo siento, pero ella y todos nosotros pagamos ahora no solo los platos rotos de Atenas, sino los que en España, su gobierno y sus autonomías, se han venido rompiendo en los últimos años. El aumento del desempleo y el escaso crecimiento económico, son temas aún pendientes.

Me gustaría poder asumir una parte del esfuerzo, pero me rebelo al constatar que hay muchos que seguirán en sus poltronas de oro; me refiero a los grandes bancos y sus directivos, a las miles de subvenciones electoralistas que pesan sobre el presupuesto nacional, y a los especuladores en las bolsas y mercados financieros, que sin pagar impuesto alguno han hecho del dinero una mercancía más, prostituyendo así su cometido y función.

Mi recuerdo me traiciona: el pago de las deudas que hizo obligadamente mi madre en los años de la postguerra para alimentar y educar a sus cinco hijos, le costó posteriormente muchos años de sacrificios y parte de su vejez. Y como ella no pudo hacerlo sola, la nueva generación, sus hijos, tuvimos que echarle una mano. La historia se repite, los hombres no aprendemos. Y cuando seguimos andando por esos mundos sin preocuparnos del cómo y las formas, las cenizas de algún volcán inoportuno o algún acontecimiento inesperado nos ponen de nuevo a cavilar, y la cara nos traiciona. A pesar de todo, mañana, al levantarme, me diré: ¡Paco, al mal tiempo, buena cara!

viernes, 7 de mayo de 2010

El día 1 de mayo

El invento del domingo lo consideré siempre un acierto “divino”. La posibilidad de descansar un día a la semana y de tener la oportunidad de acordarse y celebrar en comunidad al Dios que nos dio la vida, forman parte de mi cultura personal y familiar.

La “sencillez” divina de un día especial a la semana la superó la sociedad actual con la inflación de los “días conmemorativos”. He leído en algún medio una lista de los “días” mundiales o internacionales de algo o de alguien. Son casi doscientos. Hay “días” para todos los gustos. No son sólo aquellos tan conocidos como el día de los enamorados, de la madre, del padre, del hijo, de los abuelos, del niño y del nieto, sino que los hay para todos los eventos, profesiones y situaciones. Leo sobre el día del asma, del glaucoma, del sida, de la tuberculosis, de la epilepsia, de la lepra, el día mundial del corazón y, no podía faltar, el día del correo. Se me olvidaban, también están el día del sueño y el día de la rabia.

Lo del día del trabajo o primero de mayo es algo distinto. Conocemos por la historia, que en este día se recuerda a los así llamados Mártires de Chicago, sindicalistas anarquistas que fueron ejecutados en Estados Unidos por su participación en unas jornadas de lucha obrera, hasta entonces sin precedentes, y que fue un congreso de la ‘Segunda Internacional Socialista’, en el año 1889, el que acordó conmemorar en esa fecha el día mundial del trabajo. No comulgo con las ideas de las “Internacionales Socialistas” de ayer ni con la demagogia de los sindicalistas de hoy, pero he de confesar mi simpatía por aquellos que ya en el año 1886 lucharon por la célebre reivindicación de “ocho horas para el trabajo, ocho horas para el sueño y ocho horas para la casa”. Me pareció una idea genial, que he intentado integrar en mi estilo de vida.

Por otra parte, el 1 de mayo es para mí un día de recuerdos íntimos y personales. Ahí está, por ejemplo, aquel pueblo tan lejano de mi infancia, en donde llevábamos a la Iglesia en este día grandes ramos de flores para iniciar el “mes de María”. Era la flor blanca del celindo, olorosa y agrupada en racimos, rodeada de hojas de color verde intenso, mi flor preferida. La eché de menos durante muchos años, pero ahora que vivimos de nuevo en el sur, es la celinda la flor que adorna los rincones de nuestro hogar en primavera. Es sencillez, frescura y alegría. Su olor hace dulce el aire que respiramos.

En Alemania no se dan las celindas, pero sí crecen los abedules. Fue un pequeño abedul el protagonista de un primero de mayo de mis años jóvenes en aquel país querido. Lo recuerdo en todos sus detalles. Estaba enamorado, ella ya lo sabía. Vivía con sus padres en una de las típicas casas alemanas de pueblo, con sótano, dos plantas y un tejado bien empinado, y en el vértice superior del mismo la chimenea de la casa. Supe que en esa región, la Renania, existía la costumbre de poner en la víspera del uno de mayo un abedul, adornado con cintas y otros elementos decorativos, en lo alto del tejado de la casa de la mujer amada. Eran ellos, los pretendientes, los que tenían que llevar a cabo la hazaña. Así que me tocaba y lo hice.

Tuve que buscarme ayuda, mi hermano Juan Antonio y un amigo español, emigrante de los de entonces, fueron mis cómplices. Esperamos a que dieran las doce de la noche en el reloj de la iglesia cercana, e iniciamos la aventura. Había que escalar la fachada, atarse en el tejado y llegar hasta el vértice superior del mismo para meter y atar el abedul en la chimenea de la doncella amada. Los dueños de la casa no deberían notarlo, pero más tarde supe que la protagonista de aquellos amores, hoy mi mujer, estaba detrás de una ventana, con una amiga suya, observando la movida. Con un par de caídas no traumáticas, mi hermano recuerda todavía sus espinillas doloridas, conseguimos alcanzar la meta. El árbol estaba en la chimenea y todo el mundo pudo ver, durante el mes de mayo, que la hija de la casa tenía su novio declarado.

Aunque el asunto no terminó con la escalada. Había que aguantar toda la noche al sereno para evitar que algún competidor te quitara el árbol, se lo llevara o pusiera en la chimenea el suyo, muestra de su interés por la susodicha jovencita. Así que los tres quedamos en vela y consumimos durante esas horas algunos litros de cerveza, para hacer pasable la noche al raso.
Quiero hoy hacer memoria del tercero en aquella noche, mi amigo el emigrante. Era malagueño y trabajaba en Alemania. En sus ratos libres escribía poesías. Supe años más tarde que al regresar a España dedicó su tiempo a escribir, y fue un poeta conocido en su tierra natal, la Málaga mediterránea. Su nombre fue Pablo Chaurit. Hace algunos años que desgraciadamente nos dejó.

En aquella madrugada del uno de mayo de mil novecientos sesenta y tres, con la enésima cerveza en el cuerpo, y animados por los amores de nuestra juventud, Pablo Chaurit escribió una poesía, que aún hoy conservo, dedicada a la mujer por la que velábamos bajo las estrellas y que yo tanto amaba. Fue un acróstico y cantaba así:

Amante corazón, cuajado en lágrimas,
No olvides que tu amor es oro fino,
Ni tengas el temor desventurado
Entrégate a él como el Dios vivo
Lo hizo, hoy por ti, sin cuentagotas.
Istmo de paz, regazo blanco,
Esperanza del Dios que te bautiza;
Será tu corazón amando mucho:
Eres la pluma suave de un mensaje en nombre.

El papel doblado de aquella noche lleva el título “Para ti” (mi mujer se llama ANNELIESE), tiene la fecha del 1 de mayo del sesenta y tres, y huele a madrugada alemana. Lo firma: Pablo Chaurit. Es un recuerdo para agradecer.