Dicen que el amor encierra en sí mismo una fuerza asemejadora incuestionable. Me refiero al amor de los esposos. Yo también lo creo así. Pero en mi caso, y a pesar de los muchos años de nuestro matrimonio, y consecuentemente de nuestro amor, sigue habiendo cosas y casos en los que parece, que mi esposa y yo no le dimos opción alguna a esa fuerza secreta del amor. Seguimos siendo distintos, aunque nos parecemos, eso sí, en la paciencia con que abordamos las distintas situaciones de nuestra disconformidad.
Veamos, por ejemplo, el tema de las compras. Aquello de pasear por los pasillos del supermercado observando los distintos productos para decidir lo que se necesita para la semana, desborda toda mi capacidad masculina de administrador y gerente formado en la escuela alemana del pensar y decidir. A la entrada del “super” tengo claro las tres cosas que necesito, las compro, pago y salgo sin mirar ni a derecha ni a izquierda. Y si me detengo alguna vez, es para observar cómo los especialistas de “marketing” han preparado su mensaje con el fin de que el cliente compre lo que ellos ofrecen, aunque no lo necesite. Con lo cual estoy analizando y criticando, y no comprando, dice mi mujer.
Ah, pero otra cosa son las compras en el mes de enero de cada año. El argumento de las rebajas es tan fuerte, que no podemos dejar de comprar. Y como ya lo sabemos, dejamos sin adquirir en los meses que preceden a fin de año algunas prendas personales que son necesarias, pero que pueden esperar a una mejor oportunidad. Por ejemplo, el traje, el abrigo o el anorak o chaquetón. Hace años que intento posponer el cambio, pero este año tocaba estrenar un nuevo anorak. Después de escaquearme varios días, tuve que complacer a mi esposa, y una tarde salimos juntos a comprar.
La elección del lugar de la compra fue fácil. Para mí contaba la cercanía a nuestra casa y para mi mujer la variedad de oportunidades y ofertas. Así que pronto nos encontramos en una galería comercial repleta de tiendas y marcas modernísimas que son el delirio de cualquier jovencita, y mujer, con tiempo y ganas de divertirse buscando “no-sé-que-cosa” en las rebajas de enero. Yo sí lo sabía, quería comprarme un anorak. Me di cuenta de lo que nos separa en este ámbito de la vida, porque en nuestro recorrido yo siempre iba cinco o seis metros delante de mi mujer buscando la prenda necesitada; ella me pedía que no tuviera tanta prisa, que así no se compra.
Al final, y ya cansados de buscar, mi mujer entró en una tienda de prendas juveniles en la que los colores y la música del ambiente me aconsejaron esperar fuera, a la entrada del negocio. Todo mi gozo en un pozo, cuando creía que el paseo se acababa, noté que mi mujer, con una señal, me invitaba a entrar en el recinto. Para más detalles, contaré que una de las vendedoras me ofreció al entrar un vale de diez euros, que podría deducir aquel día del precio de cualquier compra que hiciera de la marca en cuestión. Marca muy diferente a las demás, tan ‘desigual’ que escriben la letra ese de su nombre al revés. Observé las prendas de su oferta y me llamaron la atención, por ejemplo, los pantalones para hombres, a los que el sastre o diseñador le había añadido un triángulo de tela entre las piernas para hacer de la prenda en cuestión algo diferente y bien aireado; yo me imagino que el añadido será una faltriquera entre las rodillas.
Pues mire usted por dónde, allí estaba el anorak que yo necesitaba. Entre el descuento de las rebajas, más los diez euros de la oferta del día, los argumentos de la vendedora y de mi esposa, unidos a mi cansancio, consiguieron que lo comprara. Después de varias pruebas y razonamientos me convencí de que había hecho una buena compra. ¡Ya tenía nuevo anorak y ya podíamos regresar a casa!
Mi mujer me aseguró que la prenda adquirida me hacía más joven. No sé si por el brillo del tejido, por las formas o por el ruidito que acompaña al movimiento de los brazos. El caso es que a la mañana siguiente me lo puse para salir de casa. Mi perro, que todas las mañanas me saluda con los movimientos de su cola y su alegría canina, estuvo a punto de un ataque de nervios: al verme, comenzó a ladrarme con tal agresividad que temí por mi vida. Tuve que regresar a casa, colgar mi reluciente prenda de abrigo y enfundarme el anorak descolorido y viejo que quería tirar, y fue así cómo conseguí amansar a la fiera.