viernes, 27 de mayo de 2011

Los fantasmas de mi ordenador

Ayer, al acostarme, no desconecté mi computadora. Una tenue luz amarilla estuvo encendida toda la noche, desde la cama la podía ver. Era el pilotito luminoso de mi pantalla. Estaba cansado, lo dejé estar. En aquel momento se me ocurrió pensar que dejaba una ventana abierta al exterior, más aún, por un instante imaginé que miles, sí, millones de personas tenían la posibilidad de ver cómo yo daba tres o cuatro vueltas en mi cama antes de dormirme. Es como si millones de internautas intentaran “skypear” conmigo en la oscuridad de la noche. No se lo conté a mi mujer, para no incomodarla. Finalmente pensé que todo era un absurdo y dejé que la noche y el sueño cumplieran su cometido.

El hecho que cuento no tendría importancia, sino fuera porque en el transcurso de esta madrugada soñé que, a través de los cables telefónicos y usando mi pequeña pantalla, entraban en mi habitación unos seres extraños, que revolvieron todos mis armarios, abrieron los cajones de mi mesa, tiraron por el suelo mis libros y papeles, y con gritos espantosos y macabras risas celebraban la maldad de profanar mi intimidad. Fue increíble; creo que, antes de despertarme, estuve dando manotazos a mi alrededor, intentando quitármelos del medio. Las primeras luces del alba me liberaron de la pesadilla.

A la hora del desayuno recordé, que hace un par de días supe lo del ataque informático que unos individuos desconocidos estaban planificando desde Alemania contra una central nuclear francesa. Utilizando herramientas informáticas, a través de los servidores del Partido Pirata alemán, preparaban la realización de ataques ‘hacker’ a la parte más sensible de una central nuclear cercana a la frontera alemana. Los expertos han dictaminado estos días que estas centrales nucleares tienen un gran nivel de seguridad, pero que no están suficientemente protegidas contra ataques informáticos. Menos mal que la Oficina de Investigación Criminal alemana (BKA) ha evitado a tiempo daños mayores.

Quiero creer que los “piratas” alemanes citados no tenían, ni tienen, mucho interés por escudriñar mis bases de datos, documentos y fotos familiares, o en saber de mis correos y mensajes, por lo que mis duendes matutinos tienen que tener otra procedencia. La mente humana es como una coctelera, mezclas muchas cosas y sale lo que menos esperas.

Es cierto que con la protesta y sentada de la juventud madrileña en la Puerta del Sol durante los últimos días nos hemos visto confrontados con el poder de convocatoria que ofrece Internet a todos los ciudadanos y con la fuerza con la que los demás pueden entrar en tus vidas a través de la RED. Uno de mis nietos estuvo un rato en la citada plaza y me contó que aquello era una mezcla de tribus urbanas de todo tipo, cerveza y huerto ecológico incluidos, con pocas posibilidades de éxito para transformar la sociedad. Aunque estas protestas no cambiaron mi intención de voto en las últimas elecciones, sí me invitaron a cumplir con mi deber y derecho de votar.

También me ayudaron a constatar algunas realidades, no tan fáciles de entender y aceptar por personas que crecimos y nos educamos en el siglo pasado. Está claro que Internet puede ser una herramienta muy valiosa para movilizar a las masas y organizar movimientos populares, aunque yo no esté disponible para tales convocatorias. No tengo cuenta en “Twitter”, mis nietos sí la tienen. Ellos y todos los que disponen de ella, sabían ya, desde hace semanas, que algo se estaba fraguando con vistas al día 22 de mayo, fecha de elecciones municipales y regionales en España. No sé si los responsables de todos los ámbitos de nuestra convivencia han tomado nota de lo que puede ocurrir en Internet, pero si no lo hacen, pagarán las consecuencias. Porque si estás en Internet, tienes la capacidad de una presencia global, todos pueden leerte y saber de ti.

Me afirmo también en que lo importante para el cambio no es el soporte y los medios, sino el lenguaje, el mensaje que quieres transmitir. Esta falta de un mensaje serio y creíble es lo que caracteriza, según mis observaciones, a los llamados “indignados” de Madrid, lo que hará que más tarde o más temprano se vayan retirando de la acampada. Respetando al máximo a las personas que buscan un cambio verdadero, pienso que la utopía fue muchas veces un instrumento del cambio, pero fueron líderes, formados y conscientes, los que al final lo consiguieron. No veo que éstos abunden en las plazas ocupadas por la geografía española.

También creo que la presencia en la RED no basta para cambiar la sociedad, pero dudo de la capacidad de acción de aquellos que no la tienen. La cultura digital es una realidad con la que debemos vivir, con la que ya vivimos, aunque a veces la misma se convierta en “fantasmas matutinos” que te invaden la casa si no prestas la debida atención. Yo, siendo consciente de todo ello y por si acaso, intentaré vivir sin cuenta “Twitter”, seleccionaré con esmero los mensajes que recibo, y desconectaré a tiempo mi ordenador. Sobre todo, por la noche.

lunes, 16 de mayo de 2011

Echando cuentas

A uno de nuestros nietos le entusiasman las matemáticas. Participa con éxito asombroso en los torneos matemáticos juveniles que organiza la Universidad de Madrid, y al final del curso les trae a sus padres el certificado de sus notas o calificaciones con matrícula de honor en esa asignatura. Yo le comento a mi mujer, que algo tiene nuestro nieto de su abuelo. A mí también me gustaban las matemáticas, aunque según recuerdo nunca llegué a la matrícula de honor. Quiero con ello dejarle a mi nieto el mérito que merece por su afición y facilidad en el estudio de esta materia.

No sé si fue mi afición a las matemáticas la que hizo, que ya desde joven tuviera la costumbre de apuntar regularmente mis gastos personales, y de vez en cuando sumar los mismos. Cuando me casé, compartí la costumbre con mi esposa y juntos reflexionábamos al final del mes sobre el posible ahorro en algunas de las partidas del presupuesto familiar. La realidad era que si hubiéramos comprado todo lo que entonces creíamos conveniente, nos hubiéramos entrapado sin remedio. Así que la manía por anotar y dialogar fue una solución que mantuvimos durante años. Seguro que muchos de los recién casados hacían y hacen lo mismo que nosotros. Sin embargo, con el tiempo y los aumentos de sueldo y pagas extraordinarias nos fuimos relajando, y dejando al buen hacer de mi mujer con la cesta de la compra y con los gastos del hogar la preocupación por llegar a fin de mes. Yo colaboraba también porque nunca tuve tiempo libre para gastar mucho, el trabajo me lo impedía. Otro asunto fue que nunca nos gustaron los intereses bancarios, sólo los aceptamos y sufrimos en la compra de la casa.

He de confesar, que he considerado siempre como un regalo del Buen Dios el hecho de que el balance de nuestras finanzas familiares haya sido siempre equilibrado, sin pérdidas ni beneficios llamativos, pero con la seguridad de tener siempre alguna peseta o marco, hoy euros, en el bolsillo, por si acaso. También en tiempos difíciles de nuestra vida profesional. Y hablo de regalo, porque en la vida de mis padres fue muy distinto. Ellos sufrieron lo suyo para sacar adelante a sus cinco hijos en aquellos años de la postguerra civil española. A veces he pensado que ellos hoy, desde el cielo, se ocupan de los balances de sus hijos continuamente. Lo que ellos no tuvieron, se lo regalan hoy a los frutos de sus entrañas. ¡Benditos sean!

Es verdad que nuestro relajamiento no duró mucho. Consideraciones de otra índole nos hicieron volver a la costumbre inicial. Fueron motivos de orden superior y de solidaridad con nuestros semejantes. Junto a otros matrimonios, con los que nos reunimos regularmente, y con los que hacemos un camino en común, llegamos a la conclusión de que todos los bienes que tenemos, son en realidad un regalo que recibimos y de cuya administración tendremos un día que dar cuenta. Así que nos anticipamos a tal evento y, ya hoy, procuramos en la práctica ser buenos administradores. Todo administrador que se precie de serlo, tiene la obligación de estudiar “contabilidad” y de hacer los balances anuales que debe presentar al jefe o accionista principal. Y también tiene la obligación de sugerir o plantear soluciones a los problemas que las cuentas del balance puedan presentar a final de año. Lo ideal es que no aparezcan los “números rojos” y comience la cuesta arriba del déficit presupuestario, del que tanto sabemos hoy por nuestras realidades macroeconómicas nacionales.

En nuestro caso, en nuestra casa, los jefes somos mi esposa y yo. Por ello todos los años hacemos lo que llamamos las “Cuentas de la familia”. La parte aburrida del asunto, apuntar y sumar, me toca a mí, mientras que mi mujer se contenta con leer los resultados y comentar conmigo las observaciones que hacen al caso. Tengo que decir que ella me facilita la labor, pues en este tema, como en tantos otros, no tiene secretos conmigo. Por eso podemos decir juntos aquello de “las cuentas claras y el chocolate espeso”.

En pocos días estamos convocados para las elecciones municipales y regionales. Antes de ir a votar quise comprobar nuestras cuentas, porque como jubilado y receptor de una pensión mensual tengo claro que los ingresos anuales están “congelados” por decreto, crecimiento cero, y pensé que los gastos tampoco deberían haber subido. ¡Mi gozo en un pozo! Resulta que los gastos de alimentación de nuestro hogar subieron en el último año más de un treinta por ciento respecto al año anterior, los gastos de la vivienda un quince por ciento y los impuestos municipales un cinco por ciento más. Menos mal que, sin quererlo, los gastos de viaje se redujeron, y su disminución hizo que el presupuesto familiar quedara equilibrado.

Mi certeza se confirma: es el hombre de la calle, entre ellos el pensionista, soy yo, el que tiene que llevar la carga de los despilfarros que otros administradores ocasionan en la sociedad. Las subidas de precios e impuestos están reduciendo sensiblemente la capacidad de ahorro de nuestros días. No quiero consolarme al saber que hay otros muchos que injustamente no llegan con sus cuentas ni a la primera semana del mes. A mí, echando cuentas, no me salen los números. Lo tendré en cuenta en las próximas elecciones.

sábado, 7 de mayo de 2011

Adiós a la casa paterna

La última noticia que se comenta durante estos días en las mesas de redacción de los medios alemanes es la apertura de las fronteras “laborales” de Alemania a los trabajadores de los paises del Este europeo. A partir del pasado día 1 de mayo cualquier ciudadano de Polonia, Hungría, República Checa, Eslovenia y Eslovaquia puede buscar trabajo, sin ninguna traba administrativa, en la Alemania del progreso y de la plena ocupación. Algunos temen por estas tierras una invasión de mano de obra barata en el mercado laboral alemán, los expertos hablan de una cifra aproximada de 100.000 personas cada año.

Me encuentro estos días en Alemania y recuerdo la llegada a este pais de los primeros emigrantes españoles, al principio de la década de los sesenta. Sin pretenderlo, llegué a ser uno de ellos. Una organización juvenil de la Universidad de Granada procuraba en aquellos años que algunos estudiantes interesados en ello, aprendieran durante las vacaciones de verano el idioma alemán. Con este fin buscaban los lugares de trabajo necesarios y la residencia adecuada en Alemania. Yo fui uno de los agraciados en el verano del sesenta y uno. Puedo asegurar que tuve la suerte de encontrar en la nueva tierra las condiciones apropiadas para aprender pronto el idioma, lo que me abrió las puertas para nuevas aventuras.

Dice un refrán, que en el pais de los ciegos el tuerto es el rey. Con una base mínima de conocimientos del alemán me seleccionaron para ser el intérprete oficial en una fábrica de azúcar que había recibido a un grupo de cien trabajadores españoles recién llegados desde los barrios más pobres de la ciudad castellana de Palencia, y desde un pueblo blanco de las serranías de Cádiz. Algunos, los menos, traían consigo a sus esposas. El intérprete, pagado por la empresa, actuaba no solo dentro del recinto industrial sino que además era el paño de lágrimas de aquellos emigrantes en muchas de sus cuitas diarias.
Aquella tarea de integración en un nuevo ámbito cultural de un grupo de personas, la mayoría de ellas incultas y analfabetas, me aportó una gran riqueza de humanidad. Aprendí sobre todo a valorar la sencillez, la amistad, la confianza y todas aquellas virtudes que hacen que la persona llegue a ser persona de verdad. Hubo españoles que se integraron en su nuevo entorno, y hubo muchos más, la mayoría, que no lo hicieron. Porque a pesar de todo, les faltó el hogar, no supieron o no quisieron construir su “patria” más allá de los Pirineos.

A mí, puedo decir en sentido figurado, que me tocó la lotería: una familia alemana me alquiló, a la sombra de las chimeneas de la citada fábrica de azúcar, una habitación con derecho a baño en su casa; y tuve la suerte de que no sólo me dieron habitación, sino que me ofrecieron un hogar, su hogar. Así pude en el nuevo entorno sentirme en casa. Muchos días compartí con ellos la mesa, el trabajo en el hogar y en el jardín y muchas cosas más. También sus problemas y alegrías. Mis anfitriones eran conocidos por su capacidad de acogimiento con las personas extrañas. Su casa estuvo abierta siempre al necesitado y al extranjero. Yo, por mi parte, en la fuerza de tal acogimiento, aprendí no sólo el nuevo idioma sino a valorar las nuevas costumbres y gustos, el modo de relacionarse de los alemanes y sus escalas de valores. Se abrieron ante mí nuevos horizontes que, sin duda, marcaron mi vida para siempre.

He vuelto en muchas ocasiones al lugar de mi encuentro con la “patria” alemana de entonces, con aquel hogar tan especial. Las chimeneas de la fábrica ya no existen, la elaboración del azúcar se ha trasladado a otro lugar. Muchos de mis lectores saben que allí conocí a mi esposa, era la hija de la casa. Puedo afirmar que en aquella casa no sólo se abrieron las puertas al extranjero, sino que se abrió providencialmente el corazón a la persona amada. Hoy escribo mis recuerdos en este mismo lugar. Será la última vez, porque las circunstancias nos obligan a vender lo que fue la casa paterna y el lugar de mi acogimiento. Ya no contaremos más con este hogar, otros lo disfrutarán.

A pesar de ello, seguirá siendo para mí un lugar especial. Dice una expresión popular, que donde hay amor, hay hogar. El fundador del movimiento de Schoenstatt, Padre José Kentenich, decía que donde encontramos y damos acogimiento, allí hay hogar. En este convencimiento me despido de la antigua casa paterna, y sigo viviendo en ese hogar que es el corazón de la persona que me acogió en mis años jóvenes de emigrante español en Alemania, y que, gracias a Dios, sigue hoy a mi lado. Ella también sufre la despedida definitiva de las paredes y del jardín que la vieron crecer, su vieja casa paterna.