viernes, 29 de octubre de 2010

La felicidad

Creo que fue mi profesor de filosofía en el Instituto Padre Suárez de Granada el que me habló por primera vez de Diógenes. Desde el principio me cayó bien este filósofo, contemporáneo de Platón y Aristóteles, pero con otro estilo de vida y otras ideas que los grandes maestros de su época. Según cuentan, Diógenes rechazaba el lujo, llevaba una vida sencilla y buscó la soledad y el contacto con la naturaleza para ser feliz. Los historiadores afirman que después de ver a un caracol por su jardín, decidió vivir hasta el fin de sus días en un barril. Y parece que hasta hizo escuela. Siglos más tarde se acercarían a esa escuela los ascetas, que buscaban la felicidad en la unión con Dios en los desiertos de oriente, y en nuestro tiempo, en los años sesenta del siglo veinte, los así llamados “hippies”, con su peculiar estilo de vida y búsqueda de la felicidad.

A Diógenes siempre lo pintaban en la boca del barril con medio cuerpo desnudo, sin camisa, posiblemente tomando el sol, o a la sombra de algún árbol o de algún personaje importante que le visitara para escuchar sus exquisiteces sobre la felicidad. Aunque aquello de que el hombre feliz no tenía camisa tiene otro origen, lo contó León Tolstói en una de sus célebres novelas. El Zar de su cuento se quedó sin el remedio que necesitaba, la camisa del hombre feliz, porque éste no la tenía.

La búsqueda de la felicidad ha sido una constante desde que Adán y Eva comieron la manzana hasta nuestros días, en que seguimos anhelando esa sensación de plenitud y serenidad que nos llene de una total y plena alegría interior. Hubo un tiempo, fue durante muchos siglos y hasta ayer, que la antropología y la cultura occidental estuvieron impregnadas por un gran sentido de lo sagrado, con una gran fe en un Dios creador y providente y una visión cristiana de la vida. Los que nacimos en este tiempo buscamos también la felicidad, y la seguimos buscando al ser ésta el fin último de toda conducta humana. Al no conseguirla tan fácilmente como hubiéramos deseado, aprendimos de aquel eminente doctor y padre de la Iglesia, Agustín de Hipona, buen conocedor de Platón y, ahora, patrón de mi pueblo, que esa felicidad que tanto anhelamos es inalcanzable en esta vida, dado el carácter trascendente de nuestra naturaleza humana, y que al final la alcanzaremos en la otra vida, cuando veamos a Dios cara a cara y a todos los nuestros con El. O sea, en el encuentro pleno con el tú.

Ahora, que la cultura actual se ha secularizado tanto, en donde los avances de la técnica y la ciencia han propiciado un enorme relativismo, y en donde los dictados de la consciencia parecen ser la única realidad aceptada por el hombre de nuestro entorno, aparecen nuevos y burbujeantes maestros de la felicidad. Incluso se ha fundado un Instituto de la Felicidad, financiado por una marca comercial de bebidas refrescantes aromatizadas, con cafeína, y que nos ofrece, nada más y nada menos, que los ingredientes básicos que forman parte de la “receta” de la felicidad española. Seis expertos forman el equipo de tal experimento científico, psicopedagógico y publicitario. Son escritores, psicólogos, divulgadores científicos y colaboradores de tertulias radiofónicas y televisivas. Un grupo brillante, con un pequeño fallo: según leo en sus biografías, no hay ningún andaluz entre ellos.

Hace unos días celebraron en Madrid el I Congreso de la Felicidad. Las conclusiones del congreso me han dejado de una pieza; estoy casi al borde de una depresión. Hasta mi mujer está preocupada. Mi caso no tiene solución. Me explico: según estos señores, lo de la felicidad eterna, que es lo que en definitiva me interesa, no cuenta. No sé si ha sido la señora Sonja Lyubomirsky, doctora en Psicología y profesora de una Universidad de California e invitada al Congreso, o alguno de los contertulios del citado equipo de expertos, quien ha declarado públicamente que lo de ser feliz “es como perder peso o mantenerse en forma” y que si tu 'punto de ajuste de la felicidad' (¿?) es bajo, tienes que esforzarte, cambiar los hábitos y practicar toda la vida. Me gustaría escuchar los comentarios al respecto de Diógenes, León Tolstói y Agustín de Hipona. Yo en eso de practicar soy un maestro, pero no consigo lo que quiero por más que lo intente. Algo debo estar haciendo mal.

Me preocupa aún más otra de las aseveraciones de la señora Lyubomirsky: resulta que las claves de la felicidad habrá que buscarlas en el mundo científico. Según los científicos, la felicidad la llevamos en los genes, con lo cual los expertos podrán en el futuro detectar, cuantificar y analizar mi felicidad. Pues si es así, ¡agárrate y vámonos! Sobre todo los granadinos vamos mal.

Dicen de Andalucía que es una tierra en donde sus gentes son alegres y saben disfrutar de los pequeños y grandes placeres que la vida ofrece por doquier (lo de ser feliz, es otra cosa). Pero entre las ocho provincias que componen esta tierra del sur está mi Granada. Granada es distinta de las demás, sus gentes lo son también. Dicen los estudiosos que los "granainos" nacemos con un ‘virus’ algo molesto (sobre todo para los demás), que nos acompaña durante toda nuestra existencia. Tiene que ver con el carácter. Es algo que está en el alma de la ciudad como la Alhambra en su arquitectura, dice el escritor granadino José García Ladrón de Guevara en su libro “La malafollá granaina” (Editorial Almuzara). No busquen, el vocablo no está en el DRAE. Para que los forasteros lo entiendan, cuenta que en cierta ocasión fue a comprar unos puros al estanco y pidió que fueran “fresquitos”; el estanquero le atendió con los humos propios de su mal carácter “granaino” y, al irse, comentó a su mujer con voz alta para que lo escuchara el cliente: “Ese se cree que está comprando boquerones.”

¿Creen ustedes que el estanquero de la anécdota permitirá alguna vez que le analicen los genes y le detecten y cuantifiquen su felicidad? Quiero creer más bien que, a pesar de todo, espera que el Buen Dios le regale algún día la felicidad eterna, la de verdad, la que enseñaba el patrón de mi pueblo, San Agustín.

viernes, 22 de octubre de 2010

De profesión, limosnero

Hace unos días tuve que entrar en la ciudad, asuntos de salud me obligaron a soportar el tráfico de Madrid. En mi callejeo matutino me encontré con varios mendigos que me pidieron una limosna. Delante de un semáforo en rojo se me acercó el primero y con una frase ininteligible acercó a la ventanilla abierta de mi coche su vasito de plástico con algunas monedas. Al dejar el coche en el aparcamiento se me acercó un africano e, indicándome el lugar para aparcar, me adelantó su mano con la misma intención. Terminé la consulta médica y llegué a la farmacia más cercana; a tres metros de la puerta del establecimiento estaba sentada en el suelo de la acera una mujer con un cartón escrito pidiendo limosna y mostrando una foto de su familia. Finalmente me encontré con “mi” negro de Carrefour. El me dice ‘papá’, se alegra cuando me ve, y más aún cuando le dejo mi carrito de la compra con la moneda dentro para que él lo lleve a su lugar.

Al llegar a casa repasé la mañana y conté los pobres que había encontrado en la ciudad, fueron cuatro en un par de horas. Pero no había terminado todo allí: abriendo el correo recibido esa mañana, me encontré con un pobre más, esta vez en el relato de una revista que recibo regularmente. Providencialmente pude repasar las distintas caras de la pobreza que nos rodea. “¡Pobreza cero!” es actualmente la meta de múltiples acciones y conferencias de nuestro entorno, también de Caritas.

Pero hay otra pobreza, la que surge como expresión de una rica vida interior. Por ejemplo, la del pobre de mi revista. Hace años que murió, yo lo conocí en mi infancia, hablando con mi abuela en la puerta de la casa en mi ciudad natal, la Granada de mediados del siglo pasado. Le decían el Fraile de las alforjas y se llamaba Fray Leopoldo de Alpandeire. Capuchino de religión y limosnero de profesión. El pedía limosna por las calles y cuestas de mi Granada, la Granada de carne y hueso, la que no está ni estaba en los libros y guías turísticos, la Granada de antes y después de la contienda civil, la Granada real de entonces, con sus miserias, dolores y aflicciones, la que solo tenía papas y cebollas, y algún día que otro un jurel que llevarse a la boca. En esta Granada estuvo él durante cincuenta años pidiendo limosnas por sus calles y portales, también en mi casa, a mi madre y a mi abuela. Así se lo habían mandado sus superiores.

Había muchos mendigos durante aquellos años en Granada. Les llamábamos pordioseros. Una palabra horrorosa, muy usual en mi tierra. Eran los que mendigaban en las puertas de las iglesias y lo hacían “por-Dios”. Una limosna, por Dios, señorito, que no tenemos que comer”. No estaba entre ellos el limosnero capuchino. Él, pidiendo, daba más que recibía. En una semblanza de Fray Leopoldo he leído: “Con el peso de sus días azules o grises pateará la ciudad en la práctica diaria del ejercicio de la caridad. El no se fijará en sus bellos monumentos de piedra porque lleva dentro, muy dentro, el dolor, el sufrimiento y la pobreza de sus gentes. Y así, día tras día, durante medio siglo, Fray Leopoldo recorrió Granada repartiendo la limosna del amor, elevando y sublimando la pesada monotonía de todos los días, poniendo unidad y armonía en la fragilidad del ser humano, dignificando el quehacer diario.”

Y ahora resulta que al pobre limosnero de mi revista, al que rezaba las tres avemarías con mi abuela en la entrada de la casa, a Fray Leopoldo, lo han hecho santo; bueno, lo han beatificado solemnemente en Granada por decreto de Benedicto XVI en el mes de septiembre pasado. Según cuentan en ZENIT, al cumplir los 50 años de religioso lo mencionaron en un periódico de Granada. Al enterarse le dijo a un hermano de su comunidad: “Ya ves, hermano, nos hacemos religiosos para alejarnos del mundo y, ahora, hasta nos sacan en los papeles”. Yo me pregunto: ¿si estuviera entre nosotros, qué diría ahora?

Mi abuela, la amiga del Fraile de las alforjas, me enseñó que la Iglesia, al regalarnos con un santo o con una santa, ratifica que la persona en cuestión ejercitó las virtudes de un modo heroico, y que ahora está con Dios en el cielo. Para nosotros los creyentes son por tanto amigos, modelos e intercesores. ¿Sesenta años después, modelo de qué? En el caso de Fray Leopoldo, me gustaría quedarme con sus tres avemarías diarias y su testimonio “de un Cristo pobre y crucificado con el ejemplo y la palabra, al ritmo humilde y orante de la vida cotidiana”.

Me han dicho que después de la Alhambra, es la cripta de mi pobre limosnero el lugar más visitado de mi hermosa ciudad de Granada. ¡Por algo será! En mi próximo viaje a mi ciudad natal visitaré su cripta y le encomendaré también a los otros cuatro pobres de mi circuito madrileño de días pasados. Estoy seguro que intercederá por ellos.

jueves, 14 de octubre de 2010

24 horas con Chile

Una cámara de televisión en las profundidades de la tierra y otras muchas encima de ella, millones de espectadores e internautas en todo el mundo viendo las imágenes en tiempo real durante más de veinticuatro horas. Fue como un parto múltiple de la madre tierra, y yo tuve la suerte de contemplarlo y vibrar con sus protagonistas. Fueron pocos los minutos que estuve ausente, lejos de mi pantalla. Por aquel agujero de setecientos metros de largo y sesenta centímetros de diámetro, que un equipo de hombres, apoyados por los medios de una avanzada tecnología internacional y una esperanza monumental, construyera en un tiempo récord, salía de cuando en cuando un hombre de los atrapados durante dos meses en las profundidades de una mina chilena.

Fueron treinta y tres. Llegaban a la superficie metidos en una cápsula y arrastrados por un cable de acero a modo de cordón umbilical invertido, que un doctor con bata blanca se encargaba de “separar” en cada caso, abriendo la reja de la cápsula y haciéndole a cada minero el primer reconocimiento de su nueva vida para constatar que su corazón volvía a palpitar bajo el sol de la montaña. Fue ayer, y al recordarlo hoy se repiten de nuevo las sensaciones y los sentimientos, los míos por supuesto. Creo que también yo llegué a llorar de alegría en alguno de los encuentros de los recién nacidos con sus familiares y amigos. Fantástico, increíble para el que no lo pudo ver.

Los ingenieros encargados del rescate habían vestido a los treinta y tres con el mismo traje, de color verde y equipado con toda suerte de sensores y aparatos para vigilar convenientemente el viaje y la salida a la tierra de cada uno. Me llamó la atención que cubriendo parte del traje protector los mineros se habían puesto una camiseta, en Chile la llaman polera, con unas palabras escritas adelante y atrás, en el pecho y en la espalda. Me esforcé por descifrarlas, los abrazos y movimientos lo impedían, pero al final, después de varios intentos en el transcurso del día, conseguí leerlas. Sobre el pecho habían pintado una gran estrella blanca con un cuadro azul y rojo y en el centro de la estrella la sentencia que, seguramente, los mantuvo vivos durante tanto tiempo en la oscuridad de la mina: “Porque nada hay imposible para Dios.” Y en la parte superior del recuadro, bien visible para todos, un grito de fe, agradecimiento y alegría: “¡Gracias Señor! Thank you Lord”.

Han tenido que rezar mucho estos mineros chilenos en las profundidades de la tierra, parece que los salmos han sido para ellos fuente de inspiración constante en el silencio y la oscuridad de allá abajo. En la parte posterior de sus camisetas habían escrito el versículo 4 del Salmo 95, que dice así: “Porque en sus manos están las profundidades de la tierra. Y las alturas de los montes son suyas.” Y como colofón de su oración el reconocimiento supremo de que “¡De EL es la honra y la gloria!”

En el transcurso de las horas que duró toda la operación del rescate admiré la capacidad de los mineros para aguantar su noche prolongada e insegura en las profundidades de la tierra, admiré su fe y su esperanza inquebrantables allá abajo y la fe y esperanza de los suyos acá arriba. Admiré también sobre la superficie de los cerros de aquel desierto de Atacama la solidaridad internacional en la tecnología, la profesionalidad de los ingenieros y técnicos chilenos, los apoyos de los políticos y demás estamentos de la nación chilena, admiré el espectáculo informativo sin parangón que la Televisión e Internet posibilitaron a millones de personas esperanzadas en todo el mundo, y supe que cuando la tragedia se vuelve alegría y júbilo sin límites hay que celebrar al hombre que Dios creó y que es capaz de hacer posible lo imposible. Supe y vi cómo rezaban y también recé yo en mi pequeño rincón. Me acordé del Libro de la Sabiduría en su capítulo 7 cuando dice que “fue él quien concedió al hombre el conocimiento verdadero de los seres, para que pueda conocer la estructura del mundo y la actividad de los elementos”. Nunca como ayer se pudo constatar la certeza de tal magnificencia. El hombre puede ser, cuando quiere, el señor de la creación y de todo lo creado, pues para eso Dios le dio la vida. Lo de Chile es un motivo más para creer esperanzadamente en el hombre de hoy.

Al final y pensando en la maravilla que hizo Dios al crear a este hombre, me uní a los treinta y tres mineros de Copiapó, eligiendo en mi caso para ello el texto del Salmo 8 en sus versículos 4 al 7:

Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que has creado,
¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él,
el ser humano, para darle poder?

Lo hiciste poco inferior a los ángeles,
lo coronaste de gloria y dignidad,
le diste el mando sobre las obras de tus manos,
todo lo sometiste bajo sus pies.

Señor, dueño nuestro,
¡qué admirable es tu nombre
en toda la tierra!

sábado, 9 de octubre de 2010

Un encuentro con mi pasado

Ayer me encontré con mi pasado, fue un encuentro gratificante y agradecido. La gerencia actual de una empresa que yo fundé, y cuyos negocios puse en marcha hace veinticinco años, me invitó a dar un testimonio sobre la fundación y el desarrollo de la misma ante un grupo importante de clientes y amigos en un Hotel de Madrid. Llevo años ausente de este mundo empresarial, que tanto me dio y que fue para mí y los que colaboraron conmigo una escuela de humanidad y un verdadero laboratorio de solidaridad y responsabilidad. Ante todo, porque aquello que hacíamos y con lo que asegurábamos el sustento para nuestras familias, era algo que nos gustaba, con lo que disfrutábamos personal y comunitariamente. Y además era de todos, nos sentíamos una familia.

En mis relaciones con todas las personas que me rodearon en mi actividad empresarial tuve siempre presente aquella postura del fundador de la empresa Siemens, Werner von Siemens, reflejada en esta frase, que a él se le atribuye: “El dinero ganado sería como un hierro al rojo vivo en mi mano, si no le diera a mis fieles colaboradores la parte que ellos esperan del mismo”. Con la empresa fundada en Madrid allá por los años setenta, ellos y yo marcamos algunos hitos en la técnica de la generación, automatización y seguridad de la energía eléctrica en España desde nuestra reducida y ágil estructura empresarial. A veces, las más, todo salió bien, otras sufrimos con las circunstancias adversas del mercado. La otra noche en el Hotel NH de Madrid constaté que algunos de los que comenzaron conmigo siguen hoy trabajando en el mismo proyecto, con el mismo espíritu y con mayores responsabilidades.

Tuve la suerte de formarme en mis años jóvenes en la escuela empresarial alemana. Fueron dos grandes empresas internacionales y con un marcado carácter familiar en sus fundadores y en el estilo que legaron a sus equipos de colaboradores, las que me acogieron y me formaron. Recuerdo hoy todavía con cariño a la Gerling-Konzern Rückversicherung-AG de Colonia y a la Robert Bosch GmbH de Stuttgart. Allí aprendí a valorar el potencial y la importancia de las personas de cualquier departamento o sección empresarial. Allí escuché por primera vez que si la intuición personal del fundador y el consiguiente proyecto empresarial son importantes, más importante aún es el equipo humano que lo llevará a cabo. Y en el fundamento de todo ese entramado estaba la confianza mutua. Se contaba por los pasillos de la central de Bosch en la Schillerhöhe, cercana a Stuttgart, una frase del fundador, Robert Bosch, que refleja en parte su estilo: “Si se pierde el dinero, no hemos perdido nada, pero si se pierde la confianza, hemos perdido todo.”

Con ese recuerdo del pasado no tuve más remedio que recordar anoche públicamente, en el salón del Hotel citado al principio, a un amigo, entretanto fallecido, que construyó conmigo lo que hoy, veinticinco años después, celebra la nueva empresa. Nuestras relaciones fueron de una total confianza mutua, y al final se vieron coronadas por el éxito que buscábamos. El había cumplido ya los cincuenta y ocho años, rondaba los sesenta. Había perdido recientemente su trabajo, y un día, hablando con él, le conté de un proyecto empresarial, en el que solo existía la necesidad de mercado – sin descubrir por los propios actores -, un buen producto y una empresa alemana que nos apoyaba. Le transmití mi intuición personal y no le prometí nada. Le aseguré, eso sí, mi confianza incondicional en su capacidad. El captó el asunto, tenía la formación académica y humana necesarias, y se puso a disposición del proyecto. A los sesenta años reinventó su vida e hizo escuela. Al jubilarse, años después, dejó una obra en marcha que con el tiempo se ha consolidado, y es hoy la empresa líder del sector de la protección contra los rayos y sus efectos en España: la DEHN Ibérica. Al agradecer públicamente por este hombre, noté que algunos de los invitados al acto movían la cabeza y reflejaban en sus ojos la emoción del momento. Su nombre, Clementino Cabañas.

Agradecí y agradezco a mis amigos y antiguos colaboradores la invitación recibida, y agradezco también el encuentro personal con algo y con alguien de mi pasado. También en esta ocasión han estado los alemanes muy cerca de lo acontecido. La empresa alemana que apoyó en su día mi proyecto, es la que ayer también, junto a su filial española, celebraba otras efemérides de importancia. La empresa DEHN + SÖHNE ha cumplido 100 años desde su fundación y el nieto del fundador, mi amigo Thomas Dehn, aplaudió mis palabras y brindó conmigo por la amistad y por la confianza mutua que nos regalamos. Con esta empresa alemana tuve la suerte de cerrar mi vida profesional y empresarial. Un auténtico regalo.

sábado, 2 de octubre de 2010

¡Viva la Pepa!

Repasando los acontecimientos referidos al Bicentenario de la independencia de algunos países hermanos en Sudamérica y las pequeñas o grandes historias que rodearon los hechos que ahora conmemoramos, constato algunas coincidencias que en una primera lectura pasan desapercibidas y que hoy quisiera destacar. Me refiero al protagonismo de los clérigos de entonces. Por ejemplo en México, fue el sacerdote y más tarde militar Miguel Hidalgo, el que inició con el conocido “Grito de Dolores” el movimiento independentista que llevaría a este país a conquistar su independencia. Encuentro la explicación cuando leo que al caer Andalucía en manos de los franceses, los responsables de la Iglesia Católica en España ordenaron a todos los párrocos de su jurisdicción que predicaran en contra de Napoleón. Los párrocos, entre ellos Miguel Hidalgo, siguieron la orden procedente del otro lado del atlántico, pero apostaron por algo más, deduzco que querían justicia y mayor autonomía. Y lo consiguieron, a veces al precio de su propia vida.

Otro ejemplo de clérigo metido a político en aquellos años, esta vez en la propia España, fue el sacerdote extremeño Diego Muñoz Torrero, que inauguró en el año 1810 con un apasionado discurso las célebres Cortes de Cádiz en la Iglesia Mayor de San Pedro y San Pablo de la ciudad que hoy conocemos como San Fernando. Con sus palabras quedaron delineados los principios que inspirarían la Constitución de 1812 en nuestra península, y que fue la semilla de una España más liberal, con un nuevo sistema electoral, fijando la necesaria división de poderes y asegurando la soberanía nacional. La sociedad jerarquizada daba paso a una sociedad más abierta.

Como tantas otras semillas en la historia de los pueblos, la semilla de 1812 quedó en poco tiempo enterrada y sin poder demostrar su potencialidad. Fernando VII restableciendo el absolutismo la abolió, e incluso prohibió la mención de su nombre. Se acabó así con el primer eslogan político publicitario de “Viva la Constitución”. No contaban los represores de entonces con la “chispa” y fantasía de los gaditanos. Algún listo se lo pensó, y teniendo en cuenta que la Constitución se promulgó el día de San José (19 de marzo) de 1812, o sea, el día de los “Pepes” en España, bautizó a la Carta Magna con el nombre de “La Pepa”. Y desde entonces el pueblo cambió el anterior eslogan por el de “¡Viva la Pepa!”, y así se mantuvo en el tiempo.

Con el correr de los años esta expresión perdió su intencionalidad política, pasando a significar desorden, jaleo o desenfado. Cuando en casa alguno de mis hermanos dejaba en su habitación todo por los suelos, los padres nos decían: “¡Sois unos Viva-la-Pepa!”. Ahora les llamamos ‘caóticos’, o no les decimos nada. Según mi nieto, su habitación no está desordenada, sino que tiene un “orden dinámico”....... Con lo cual, y si las circunstancias no lo impiden, nos quedaremos sin el “Viva la Pepa”, como ya pasó con “La Pepa” misma, que solo estuvo en vigor un par de años.

A pesar de ello, nuestro Rey Juan Carlos se reunió en estos días con algunos políticos en la ciudad de San Fernando para celebrar el Bicentenario de “La Pepa”, la Constitución del año 1812. Su Majestad el Rey al conmemorar esta efemérides afirmó que “los grandes pueblos saben exaltar los logros del pasado para avanzar en el presente y ganar el porvenir”. Al terminar su intervención gritó: “¡Vivan las Cortes!”, “¡Viva España!”. Menos mal que nadie gritó después “¡Viva la Pepa!”. A estas alturas de la historia hubiera sido un anacronismo.

Bromas aparte, me quedo con la afirmación del Rey, de que los grandes pueblos saben exaltar los logros del pasado. No sé si los políticos de turno comparten su opinión. El otro día visité de nuevo el Monasterio de El Escorial y me acordé del Siglo de Oro español, el dominio de la Corona de España sobre la casi totalidad del continente americano entonces conocido, la Contrarreforma y la defensa de la religión católica. Vi de nuevo la alcoba de Felipe II y el altar mayor de la Basílica que él contemplaba a través de una pequeña ventana lateral y agradecí al cielo por la herencia recibida. El alma de España es cristiana, y aunque algunos hoy quieran borrar esa huella, hay muchos que siguen trabajando para que la misma no desaparezca.

En la Audiencia General del miércoles 22 de septiembre celebrada en la Plaza de San Pedro, el Papa Benedicto XVI reflexionó sobre su viaje a Inglaterra. De su intervención destaco la frase: “Este viaje apostólico ha confirmado en mí una convicción profunda: las antiguas naciones de Europa tienen un alma cristiana, que constituye una unidad con el ‘genio’ y la historia de los respectivos pueblos”. Añadiendo a continuación que por ello, la Iglesia “no deja de trabajar para mantener continuamente en pie esta tradición espiritual y cultural”.

Me permito añadir que no solo son las antiguas naciones de Europa, sino que también los países hispanos que en este año celebran su Bicentenario, Argentina, Chile, México y otros, portan ese alma cristiana y la han asumido en el ‘genio’ y en la historia de sus pueblos.