jueves, 26 de agosto de 2010

La música y mis recuerdos

Con el paso de los años se acumulan los recuerdos. Estoy convencido que no se puede, ni es bueno, vivir de los mismos, pero nadie puede negar su realidad y su bondad. Para los que hemos dejado atrás parte de nuestra existencia, disfrutar de los recuerdos de la vida es vivir dos veces, como escribió un poeta latino allá por los primeros años de nuestra era cristiana.

Es un misterio, por lo menos para los menos documentados, saber cómo y porqué vienen a la memoria este o aquel recuerdo. Es como si uno llevara consigo un precioso tesoro escondido en un cofre, que en cualquier momento, sin previo aviso, se abre, y te deja ver parte de su contenido. Así me ocurrió la otra tarde. Recordé momentos de alegría y de sufrimiento: en la pantalla de mi imaginación vi a mis padres en algunas instantáneas, en aquellas de antaño, las fotos de blanco y negro. Disfruté con ello, y hasta en algún momento mis ojos se humedecieron. Nadie lo notó.

Un escritor anotó en su cuaderno que el arte de la música es el que más cercano se halla de las lágrimas y los recuerdos. En mi caso, en la otra tarde, fue la música, unas bellas canciones, las que abrieron la cerradura de mi cofre de los recuerdos y la válvula del lacrimal. Mi mujer y yo compartimos muchos ámbitos de interés y aficiones – llevamos más de cuarenta y seis años casados – y coincidimos en algunas experiencias o historias en las cuales no hemos tenido ni arte ni parte. Por ejemplo en la afición de nuestros padres, de su madre y de mi padre, por la música del teatro lírico, de nuestro ‘género chico’: la opereta alemana y su versión española, la zarzuela. Mi suegra conocía, y cantaba a menudo, muchas de las operetas de su mundo cultural germánico y mi padre era aficionado a tararear y cantar por lo bajini aquellas canciones conocidas que formaban parte de partituras célebres de la zarzuela española. Lo escuchamos muchas veces, y alguno de los hijos, a veces, susurraba al oírlo: “cuando el español canta, algo lleva en la garganta.” Eran malos tiempos los que le tocó vivir, aunque nunca dejó de soñar.

A mi mujer también le gusta la zarzuela. Es por ello que me animó a disfrutar tardes pasadas de un espectáculo antológico de grandes dúos y romanzas, con coros y bellas páginas orquestales, que el ayuntamiento de Madrid ofrece en este caluroso verano a los que se quedan en la ciudad. Fuimos al teatro y disfrutamos de escenas de “El Barberillo de Lavapiés”, “La tabernera del Puerto”, “Bohemios”, “El Barbero de Sevilla”, de “Luisa Fernanda” y otras más. Llegó el momento de la “Ronda de enamorados” de “La del Soto del Parral”.

En el escenario comenzaron a cantar aquello de:
“¿Dónde estarán nuestros mozos, /
que a la cita no quieren venir,
cuando nunca a este sitio faltaron /
y se desvelaron por estar aquí?
Si es que me engaña el ingrato, /
y celosa me quiere poner,
no me llevo por él un mal rato, /
ni le lloro, ni le imploro, /
ni me importa perder su querer.”


Y sin buscarlo, se abrió el cofre con el tesoro de mis recuerdos. No eran los coros, era mi padre el que cantaba (¡esta Ronda era una de sus preferidas!); aparecieron ante mí las fotos en blanco y negro de sus enamoramientos en los juncales de la sierra granadina, también sus promesas de matrimonio interrumpidas por la guerra civil española, la bella doncella a la espera del fin de la guerra que nunca llegaba, la duda, la esperanza, la certeza.
Y el coro, o ¿era mi padre?, que seguía con aquello de:
“Ya estoy aquí, no te amohínes, mujer, /
que has de tener fe ciega en mí.
Te quiero, mi moza garrida, granadina de mi vida;
sin ti no sé vivir.”

Las posibles dudas de mi madre, sus luchas interiores en su destierro. Y el coro, o ¿era mi padre?, que seguía:
“Siempre me dices lo mismo: /
tus consejos no quiero escuchar,
porque sabes decir muchas cosas, /
cariñosas, engañosas,
pero nunca te quieres casar.”

Y al final, esto sí era de mi padre: “Me casaré cuando tú quieras, mujer, / tuyo será todo mi amor.”

Cuando los mozos y las mozas salían del escenario, haciendo mutis por parejas, y cantando: “No te engaño, recelosa, que te sé querer ….. ¡de verdad!”, me pregunté por qué mi padre cantaba tan a menudo esta “Ronda de enamorados”. La guerra terminó en abril del treinta y nueve, ellos se casaron de inmediato, sin casa, sin techo ni mesa. El, aún después de aquella guerra, siguió amando, ¡de verdad!, a la que dejó años atrás detrás de las trincheras. Animado, posiblemente, por la esperanza reflejada en aquella otra canción, que mi mujer y yo también escuchamos en la citada tarde madrileña. El dúo titulado “Todas las mañanitas”, habanera de “Don Gil de Alcalá”, que también cantaba mi padre con su voz peculiar, y que en esta tarde calurosa de Madrid volví a escuchar:
“Todas las mañanitas vuelve la aurora / y se lleva la noche triste y traidora. / Otra vez vuelve al alma del sol la alegría / y es su luz la esperanza de un nuevo día.
Canta y no llores, / corazón, no llores, ¡ay!,
que la esperanza será la aurora de tus amores, ¡Ay!,
Canta y no llores, / corazón, no llores, ¡ay!,
volverá la aurora y tu noche triste se llevará.”


Mi padre sabía, que el mensaje afectivo de la música penetra el alma y despierta allí todo un mundo interior de sentimientos y emociones. Por eso cantaba, aunque lo hacía en voz baja, para no molestar. Existe una estrecha relación entre los estados de ánimo y sus expresiones exteriores. La música y las canciones eran en mi padre expresiones de su estado de ánimo, y, a la vez, le ayudaban a mantener ese estado de ánimo que caracterizó toda su vida. Un estado de ánimo que cantaba y lloraba, esperando que algún día llegara la aurora y se llevara su noche triste. Dios le regaló poder ver antes de morir un anticipo de la nueva aurora en el rostro y en las vidas de sus hijos. Doy fe.

sábado, 21 de agosto de 2010

Gibraltar

La semana pasada estuvimos en la casa de nuestro hijo mayor, celebraba su cumpleaños. Al finalizar la cena, su esposa nos trajo una fuente con los postres, eran pastelitos y helados. Según nos dijo, entre las delicias del momento estaban también los ‘Brownie’. Y aunque el chocolate me encanta, he de confesar que no soy muy amigo de los anglicismos, es algo que heredé de mis padres. Quizá por ello le pregunté a la anfitriona con un poco de deje andaluz: “¿Y eso de los bron o braun qué es, chiquilla?” Mi nuera, siguiendo la broma, me contestó: “¡Opa, si tú quieres, puedes llamarlos marroncitos!”, y me aclaró que son unos pastelitos de bizcocho enriquecidos con chocolate. (Lo de ‘opa’ no tiene en este caso nada que ver con una “Oferta Pública de Adquisición” de acciones en la bolsa, sino que es el nombre cariñoso con el que los alemanes llaman al abuelo, y así lo hace también mi familia conmigo). Todos reímos, también los demás invitados presentes en la cena.

La situación era propicia para hacer una aclaración. Aunque mi familia ya lo sabe, aproveché la oportunidad para explicar a los invitados mi falta de simpatía por el idioma inglés, contando una anécdota de mi adolescencia. Quiero recordar que fue al tener que elegir idioma extranjero en los primeros años del bachillerato. Los idiomas a elegir eran el francés, el inglés y el italiano. Posiblemente le pregunté a mi padre su opinión, y aquí me tienes que su consejo fue para mí una norma de vida: “¡Hijo mío, mientras que los ingleses no nos devuelvan Gibraltar, nosotros no aprendemos el inglés!” Así que elegí francés y salvé, una generación más, la honrilla patriótica de la familia.

Desgraciadamente, mis hijos y nietos ya no pueden pasar sin usar los anglicismos y saber inglés, porque toda la cultura occidental ha sido dominada por los amigos de la coca-cola. Mis hijos, sin preguntarme, aprendieron el inglés, y sé que hoy lo necesitan para su vida profesional. (Algún día les preguntaré, qué piensan sobre Gibraltar). Otro tanto ocurre con mis nietos. El mayor de ellos estuvo recientemente una semana en Inglaterra, fue en un intercambio de su colegio. Y como buen admirador y seguidor de su abuelo (“fan” para los aficionados a la coca-cola), contó a los ingleses que le acogieron, lo del inglés y Gibraltar de su abuelo. Según me contó al regresar, los súbditos de Su Graciosa Majestad le contestaron que los ingleses jamás devolverían Gibraltar a España. Así que me toca seguir esperando.

Ya mi padre, y con él muchas generaciones anteriores tuvieron que aceptar lo inaceptable: la invasión y ocupación por los ingleses de esta localidad de la costa sur de España en el año 1704. Es un “peñón” de unos siete kilómetros cuadrados de tierra, que los compañeros del corsario y pirata William Dampier (1652-1715), venidos con barcos desde el norte, convirtieron en una colonia inglesa, hoy oficialmente reconocida como Territorio Británico de Ultramar, contraviniendo una y otra vez todas las decisiones y acuerdos de la ONU, que piden a Inglaterra inicie el proceso de descolonización del Peñón. Pero los ingleses están en otra, desde allí dominan sus propiedades en la Costa del Sol, y los españoles, en nuestro desinterés y apatía endémicos, tampoco hemos sido capaces de coger convenientemente al toro por los cuernos. Y a veces, cuando lo intentamos, salimos medio tocados con las cornadas que recibimos.

En mis atardeceres con mi amigo Pepe, a la sombra de la buganvilla en el Puerto de Santa María, fue este asunto un tema preferido de conversación. Mi amigo sabe mucho al respecto, ha tenido que luchar en el día a día de su profesión con la situación, él sabe de la ineptitud y desidia de los políticos españoles, dejando empobrecer una zona, la que linda con el Peñón, cuyas gentes tienen que dedicarse al contrabando y demás menesteres que le brindan, cuando quieren, los ingleses de la colonia. Y hoy siguen apareciendo en los periódicos las mismas noticias de ayer, de anteayer y de hace muchos años. Por ejemplo, la del otro día en “ABC”: “Gibraltar avanza en su ocupación de las aguas territoriales españolas. La superficie ganada al mar por los “llanitos” no deja de aumentar, mientras sigue el acoso de la Royal Navy (con sus ‘rambos de las Malvinas’, añado yo) a las patrulleras de la Guardia Civil española.”

Recuerdo las copias de unos artículos escritos por Arturo Pérez-Reverte, escritor y cartagenero ilustre, amante de Cádiz, Gibraltar y sus entornos, que mi amigo Pepe me dio hace años, para que disfrutara de su contenido. Ya entonces, al leerlos, reímos y sufrimos juntos. Son: “La breva madura”, 1997, “Temblad llanitos”, 1999, y “Día D en La Línea”, 2002. Los guardo como ‘oro en paño’, aunque hoy cualquiera los puede leer en los inmensos archivos de Internet. (Ver p. ejemplo:
http://www.icorso.com/foro/mensaje.php?a=28494&b=24 ).

Son tres artículos de referencia obligada y una joya para los que amamos aquella tierra, para los que nos duele España. Puede que algún lector tenga sus reparos con el estilo de nuestro escritor, pero invito a reflexionar sobre sus contenidos. No comulgo con algunas de las opiniones de Pérez-Reverte, pero invito a mis amigos a leer sus artículos sobre el Peñón. Yo los disfruto a mi manera. Alguno de mis lectores podrá entonces comprender mejor a mi padre, su opinión de los ingleses y el consejo que me dio al tener yo que elegir en mi adolescencia el idioma extranjero a estudiar.

viernes, 13 de agosto de 2010

¿Palabras en desuso, o temas tabú?

En mi último apunte del Blog (La gatera) me quedé con una pregunta sin responder. Los célebres cantorales benedictinos del siglo XVIII de Yuso siguen en su lugar, el orificio de entrada y salida para el gato sigue estando también allí, y puedo asegurar, que no vimos gato alguno en el claustro del Monasterio. La cuestión que me planteaba era, en caso de aparecer de nuevo los ratones, ¿qué hacen los frailes? Seguro que lo resuelven, pensé, no valía la pena preguntar. Al final me di por satisfecho y me quedé reflexionando sobre el desarrollo de nuestro lenguaje. Son pocos los que conocen la palabra gatera porque la misma dejó de tener su sentido, y con ello ‘desapareció’ también la palabra del vocabulario actual.

En mi último viaje por Alemania estuve cenando con un matrimonio amigo que tiene dos hijos adolescentes. Fue una velada muy agradable. Al preguntarme ellos sobre nuestros planes para este verano les dije, que mi esposa y yo teníamos previsto estar una semana con otras familias en La Rioja para descansar, celebrar la amistad entre nosotros y convivir con personas a las que queremos y con las que nos sentimos unidos en una misma fe y en una misma visión y tarea, la de vivir y salvar la familia cristiana en estos tiempos de crisis y pérdida de valores. Y que para que no todo fueran excursiones, baños y diversión, también teníamos previsto reflexionar sobre un tema que a todos nos interesaba: la obediencia.

La reacción de mis anfitriones me llamó la atención. El motivo de que algunas palabras estén en desuso, no es que se hayan vaciado de contenido, sino porque las consideramos un tabú. Es lo que ocurre con la palabra “obediencia” (en alemán Gehorsam). Mi joven anfitriona, pedagoga social en activo y con una hija de dieciséis años en casa – el hijo está ya en la universidad – me comentó, que en Alemania la palabra “obediencia” no es usual ni es tema alguno en lo que se refiere a las relaciones entre padres e hijos. Tampoco en otros ámbitos de la vida. Vivimos en una sociedad que se precia de ser liberal, y esa palabra y lo que ella significa son prácticamente tabú. Por estas latitudes, a ningún padre se le ocurre expresar que para él sea importante la obediencia de sus hijos. Respetuosamente me callé y derivé la conversación por otros derroteros.

Para mi sorpresa, en el transcurso de la velada constaté, que los problemas que tenían, y que ellos me contaron, en la educación de su hija adolescente, eran justamente problemas de desobediencia. La hija llevaba, por ejemplo, dos días durmiendo en casa de una amiga, a pesar de la expresa prohibición de los papás. Recordé que, según los sicólogos, el asunto es éste: muchos padres de esta generación no quieren ser tan exigentes como sus propios padres lo fueron, pero no conocen otra forma de actuar. Su estilo pedagógico oscila entre la autoridad desmedida e inadecuada y la condescendencia, la aceptación a regañadientes de la voluntad del hijo y las “explosiones” inesperadas de los malos humores que se han ido acumulando en esa práctica de la vida diaria, la de aceptar lo que uno cree injusto o inoportuno por no parecer intransigente. Pero llega el día en que el papá, desesperado, dice: “Hasta aquí, y no más”. Y la hija ahora no entiende por qué antes sí y ahora no. El conflicto estaba ya programado de antemano. El final de la película suele ser que los padres terminan acusándose mutuamente y que los hijos no entienden nada y siguen su vida. En este caso es la hija la que tampoco apareció aquella noche en su casa.

Menos mal que la abuela, que estaba presente en la velada, desvió cortésmente la conversación a otros temas, e hizo que nos fijáramos en los helados variados que ella misma había puesto sobre la mesa del jardín. Excelente el gusto y la presentación. Eran helados italianos.

Al llegar a La Rioja me acordé de mis amigos alemanes y me alegré de saber que en estos días de descanso y reflexión hablaríamos de una obediencia que educa y promueve la libertad, la corresponsabilidad, la autonomía de cada uno y la colaboración con los demás; una obediencia moderna, que se precia de ser familiar, franca, adulta y respetuosa con la personalidad y la originalidad de cada uno. No quiero que en mi entorno desaparezca la palabra obediencia, ni mucho menos lo que ella significa.

Volviendo de San Millán de la Cogolla, “cuna del castellano”, busqué en mis diccionarios y supe que nuestra palabra de hoy, obedecer, se deriva también del latín. Originalmente se decía oboedire, más tarde oboedescere y, finalmente, obedecer. Al final los eruditos lo tienen más fácil, porque saben que obedecer significa “prestar atención” o “escuchar”. Y aparentemente escuchar es algo más llevadero y asumible que ‘cumplir la voluntad de quien manda’. Y si no, que se lo digan a mis nietos, que ahora están en la edad de obedecer, bueno, de escuchar y obedecer.

martes, 10 de agosto de 2010

La gatera

Hemos visitado San Millán de la Cogolla, pueblecito situado en un valle de la parte oeste de La Rioja, al pie de la Sierra de la Demanda, allí a donde comienzan los extensos viñedos que nos regalan año tras año el buen vino riojano. Fuimos a este lugar con un grupo de familias – una excursión multifamiliar – para visitar los monasterios de San Millán, el de Suso y el de Yuso, dos edificios habitados en sus orígenes por la orden benedictina, con un abad, y que hoy tienen diversas funciones y dueños. Nos detuvimos en el Monasterio de Yuso. Valía la pena, sobre todo para los que hablamos la lengua castellana. Dicen que este lugar es la “cuna de nuestra lengua”.

La historia de una lengua es la historia del pueblo que la habla. Nuestra primitiva Iberia fue conquistada y colonizada por los romanos, por lo que no nos puede extrañar que el castellano encuentre su fuente o manantial en el latín. En un latín vulgar, el que se hablaba en la calle. Como han dicho los expertos, podemos decir que el latín llega a ser el español en un desarrollo lento y constante. En el Monasterio de Yuso pudimos conocer los primeros testimonios, los inicios escritos, históricos y fehacientes, de este desarrollo. Son unas ‘glosas’ o anotaciones en textos latinos realizadas por estudiosos, catequistas o simples lectores, que necesitaban una ayuda para hacerse entender por el pueblo sencillo que les escuchaba. En el mundo de la cultura se las conoce como las “Glosas Emilianenses”.

Quiero transcribir parte de la glosa número 89 del códice emilianense. Me parece que vale la pena porque su contenido invita a reflexionar. Dice así: “Cono aiutorio de nuestro dueno // dueno Christo dueno Salbatore // qual dueno get ena honore // e qual duenno tienet ela mandatione // cono patre cono spiritu sancto // enos sieculos de lo sieculos.” En castellano de hoy: “Con la ayuda de nuestro señor // señor Cristo señor salvador // Cual señor está en el honor // y cual señor tiene el mandato // con el Padre con el Espíritu Santo // en los siglos de los siglos.” (Al escribir en mi teclado el texto romance, el programa de ‘Word’ me corrige continuamente y me escribe una y otra vez “dueño” en vez de “dueno” (ahora, otra vez lo mismo!!). Es una señal de ese desarrollo que nos recuerdan los estudiosos del lenguaje.

Me alegró lo que supe en la visita al Monasterio, los primeros balbuceos de nuestro idioma fueron una oración a la Santísima Trinidad. En otras lenguas de nuestro entorno no fue así: el primer documento francés conocido es una alianza político militar del año 842, y el más antiguo escrito italiano es una reivindicación jurídica de ciertas tierras de Montecasino. Supe también que el primer documento en lengua inglesa es un contrato comercial. Al escuchar tales informaciones me acordé de la belleza sin igual de los textos espirituales de nuestros castellanos Teresa de Ávila, Juan de la Cruz y tantos otros que escribieron en lengua castellana.

Con el pasar de los tiempos constatamos que va cambiando el modo de vivir y las costumbres, las formas de expresarse y de hablar de un pueblo. Algunas palabras desaparecen con los nuevos usos sociales y la nueva cultura, nuevas costumbres nos invaden por doquier. A veces me cuesta entender, o no entiendo, el nuevo vocabulario de nuestros hijos y nietos. Mi mente me invita a mantener el mío. Ellos, a veces, tampoco me entienden.

Así ocurrió también en la visita del Monasterio de Yuso. Al entrar en la Biblioteca de los Cantorales, una colección de libros inmensos y pesados que se conservan aquí desde el siglo XVIII, vi en la pared contigua a la estantería cerrada de estos cantorales un orificio de unos doce centímetros de diámetro, que me hizo decir en voz alta: “¡Anda, una gatera!”. Los que me acompañaban, adultos y niños, me miraron con extrañeza y me preguntaron: “¿Qué? ¿Una qué?”. Pues sí, en verdad era una gatera, así lo explicó la guía, la jovencita que nos acompañaba. Por ese agujero entraban y salían los gatos, manteniendo el habitáculo de los cantorales libre de ratones. Así de sencillo. Así lo viví yo cuando era niño en el cortijo de mis tíos en la Alpujarra, y así lo recuerdo yo también de algunas casas que tuvo mi padre como maestro de escuela rural por esos pueblos de Dios. Estos orificios estaban en algunas paredes y puertas, para facilitar al gato sus entradas y salidas. Me parece que hoy ya no es necesario, porque a menudo, o no tenemos ratones ni gatos, o tenemos todas las puertas abiertas.

El diccionario de la Real Academia Española sigue explicando, a pesar de la pretendida ausencia de ratones en las casas, el significado de la palabra gatera. Puede ser que tenga que ver con el Monasterio de Yuso, que mantiene los usos y costumbres de sus mayores, aunque tampoco vi a ningún gato por aquellos claustros. Según las leyes del lenguaje, al desaparecer la costumbre, desaparece también la palabra que la expresa. Y cuando aparecen los ratones, ¿qué hacemos? Quiero seguir escribiendo sobre el tema. El próximo viernes lo haré.