viernes, 26 de noviembre de 2010

Morir de viejo

Cuando la familia te ha celebrado los setenta y tú mismo has dado gracias a Dios por la abundancia de vida regalada, piensas a menudo en la gozosa y esperada ancianidad. Y lo haces sobre todo en las largas esperas de las inevitables consultas médicas. Algunas noticias de tu exterior te producen entonces un verdadero impacto.

La última fue la del trabajador del geriátrico de Olot, ciudad de la provincia de Gerona en Cataluña, que ha confesado haber matado a tres ancianas el pasado mes de octubre administrándoles un líquido corrosivo; una cuarta tragó también lejía pero se salvó por los pelos. El juez del caso ha ordenado la exhumación de ocho cuerpos de otros tantos ancianos que fallecieron estando el homicida de servicio, para descartar que éste los hubiese matado también. El detenido ha declarado que actuó “por amor”, para liberar a los ancianos de su deteriorada calidad de vida.

La noticia me recordó el caso del “ángel de la muerte de Wachtberg” en una pequeña localidad cercana a la ciudad de Bonn en Alemania. A una enfermera de una residencia de ancianos se le acusó de haber matado a nueve ancianas de la residencia en el año 2005. En su día fue juzgada, siendo su caso muy comentado en los medios de comunicación alemanes por las circunstancias que rodearon los acontecimientos.

Leí con este motivo un informe de algunos especialistas que analizaban los casos de tales asesinatos “por amor”, o por otros motivos perversos, que se vienen produciendo en los diferentes países occidentales desde el año 1976. Se inició esta tenebrosa costumbre con el caso del enfermero holandés que se quitó de en medio a cinco ancianos en un hospital geriátrico por medio de inyecciones con sobredosis de insulina, y siguió aquel otro caso, en 1983, del director de una residencia de ancianos en Noruega que fue juzgado y condenado por el asesinato de 22 pacientes y sesenta casos de eutanasia con otros tantos ancianos de su residencia. En otros países de nuestro entorno y de América se han dado casos similares.

Los expertos se preguntan qué motivos llevan al personal sanitario a matar a los ancianos que tienen a su cuidado. Desgraciadamente no encuentran respuestas convincentes y definitivas. Un psicoterapeuta alemán opina que muchos de los profesionales de estos centros están sobrepasados y exigidos en demasía por una sociedad que quiere ahorrarse en muchos casos el cuidado de los ancianos y la confrontación cercana con la muerte.

Es evidente que el estilo de vida actual en nuestra sociedad, con las exigencias del entorno laboral de la joven generación y la consecuente movilidad, hace necesarias soluciones practicables para el cuidado de los ancianos. La familia está ocupando y debería ocupar en cualquier caso en el futuro un lugar destacado y preferente para hacer frente al desafío de una población anciana y necesitada de ayuda cada vez más numerosa. Valga como referencia la última estadística del “Portal de Mayores” del CSIC. Un país como el nuestro, que tiene ya ocho millones de personas mayores de 65 años, dispone sólo de 5.490 centros residenciales con un total de 331.200 plazas para ancianos. Los poderes públicos deberían sostener y apoyar el entorno familiar para solucionar este problema. Y así nos ahorraríamos también los casos de esos “ángeles de la muerte” como el de Olot, que surgen de vez en cuando en los geriátricos y otras residencias y hospitales.

Mi madre vivió sola durante años y murió con ochenta y cuatro. Previamente había encargado a sus hijos que no la lleváramos a ninguna residencia de ancianos, ella quería morir en su casa. Y que si llegaba el caso, sería ella la que tomara un taxi y marcharía al centro residencial. No quería que sus hijos tuvieran mala conciencia por una acción semejante. Finalmente murió en su casa, fueron los hijos y alguna nuera los que la acompañaron durante las últimas semanas y horas, hasta que llegó el momento de la despedida. Según me contaron los hermanos, fue la gran oportunidad de experimentar fuertemente el amor que se da y se recibe.

Una experiencia similar se nos regaló con los últimos años de mi suegra. Estuvo postrada en cama durante más de tres años en la habitación en donde hoy escribo estas líneas. Aquí también murió. Fue un tiempo de entrega total para toda la familia. Nuestros hijos lo recuerdan gozosamente, para ellos fue la gran escuela de la solidaridad y del amor. Todos lo recordamos como un tiempo exigente y hermoso de dar y recibir, especialmente para su hija, mi mujer. La Oma (la abuela alemana) murió en medio de los suyos, cuidada y sin miedo alguno. Ella prefirió también a la familia.

viernes, 19 de noviembre de 2010

El pueblo saharaui

Conocí en los años de mi formación en Alemania a un ingeniero comercial egipcio; me recordaba a los árabes de los zocos de El Cairo. El dueño de la empresa en donde hacíamos las prácticas le había contratado como asesor para gestionar la cartera de proveedores y clientes del mundo árabe, del cual se decía conocedor y experto. Mi jefe, un agente comercial inteligente (¡esta vez, falló!), nacido en Hamburgo, trabajador y de un magnífico corazón, soñaba con entrar en el mundo del petróleo, y puso en el egipcio citado toda su confianza. Los esperados negocios no llegaban nunca, pero las liquidaciones de viajes y gastos aumentaban sin límite. A pesar de los requerimientos y buenas palabras de mi jefe alemán, el egipcio seguía en “sus negocios” que nunca llegaban. Nuestras mesas y teléfonos estaban en el mismo despacho, y pude darme cuenta con el tiempo que mi vecino era un verdadero especialista del engaño y la confusión. Recuerdo que me tocó ayudar a mi jefe, el alemán, a desenmascarar al embaucador. Llegaron incluso a los tribunales.

En estos días en que asistimos a una de las muchas maniobras de confusión y encubrimiento de la verdad, a las que nos tienen acostumbrados nuestros vecinos de Marruecos, me acordé del egipcio de mi juventud. Me refiero a la suerte del Sahara Occidental. Sentí siempre, en el fondo de mi ser español, una vergüenza escondida, porque fuimos nosotros, los españoles, los que abandonamos al pueblo saharaui a su suerte en los años setenta del siglo pasado. Una injusticia histórica que ha traído consigo que el Sahara Occidental sea la última colonia existente en el continente africano, y que lo siga siendo en el siglo XXI gracias a Marruecos. En el año 1961 se constituyó en las Naciones Unidas un comité de descolonización para ayudar a los pueblos africanos a su autodeterminación. Todos los gobiernos de Marruecos de las últimas décadas, desde que los españoles salimos corriendo del Sahara y lo dejamos en sus manos, supieron saltarse a la torera todas las decisiones de la ONU y mantener a todo un pueblo, el pueblo saharaui, humillado y disperso por los diversos campos de refugiados del norte de África. Y todo ello con el silencio cómplice y encubridor de los gobiernos españoles de turno.

El último episodio lo estamos contemplando en estos días con la represión de la mayor protesta civil saharaui que han llevado a cabo las fuerzas marroquíes en el campamento de Agdaym Izik, a las afueras de El Aaiún, con muertos, heridos y cientos de detenidos que ahora esperan ser juzgados por tribunales militares de Rabat. Como ha dicho el Presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero a la salida de la última reunión del G-20 celebrada en Corea del Sur, en este asunto “los intereses de España son lo que el Gobierno tiene por delante”. Ninguna protesta oficial, ninguna retirada del embajador, nada de nada. La relación con Marruecos es prioritaria para España. Faltaba más, sabiendo que Marruecos puede en cualquier momento, entre otras cosas, mover sus peones en las ciudades españolas del norte de África, Ceuta y Melilla, y avivar el avispero. ¿Adónde queda la defensa de los derechos humanos, que se han pisoteado tantas veces con esta minoría étnica de África? Estoy convencido que es el gobierno marroquí el que dicta todo el guión, y que nuestros políticos se tragan una vez más la píldora envenenada.

Ni el Frente Polisario que busca la autodeterminación del Sahara Occidental, ni las organizaciones civiles españolas que se solidarizan desde hace años con los saharauis conseguirán cambiar nada, si la voluntad política de los gobiernos implicados lo impide con todos los engaños y estrategias diplomáticas que tienen en sus manos. Mientras tanto, los saharauis se quedan solos y mueren solos, sin testigos, porque Marruecos ha cerrado las fronteras y no deja que ningún periodista occidental informe de lo que allí ocurre. Se prometen comisiones de investigación para la galería internacional, pero llegará el día en que nos cuestionaremos incluso la existencia de este pueblo africano.

En agosto de este año informaba un diario alemán que el Rey de España había llamado por teléfono desde sus vacaciones en Mallorca a su “querido primo” en Marruecos. La causa de la llamada telefónica fue la “política de alfilerazos” iniciada días antes en la ciudad de Melilla. Juan Carlos I y Mohammed VI se pusieron de acuerdo en que los „pequeños problemas y malos entendidos“ no enturbiarían las “magníficas relaciones” existentes entre los dos países. Como botón de muestra del entendimiento, al día siguiente un grupo de manifestantes marroquíes bloqueaba el paso de la frontera con Melilla e impedía el transporte de pescado, frutas y otros alimentos. Para algo están los primos. ¿Se habrá repetido la llamada en estos días?

A mí sólo me queda que renovar mi simpatía por el pueblo saharaui y protestar desde mi anonimato e impotencia por las injusticias cometidas. La talla de los políticos que hoy tenemos no deja motivos para la esperanza.

viernes, 12 de noviembre de 2010

El ser humano ideal (o el camino de perfección)

Los colores del otoño cubrieron por unos días mi mirada crítica al acontecer diario en la sociedad que me rodea. Fueron unas cortas vacaciones que me hicieron bien. Pero hay temas que me persiguen, y no me resisto a dejarlos pasar, sin permitir que mi teclado me ayude a plasmar sobre la pantalla algunos de mis pensamientos. Recordarán mis amigos y lectores el impacto que me produjo la noticia del Primer Congreso de la Felicidad en Madrid. Durante un par de días del mes pasado algunas ‘mentes brillantes’ nos quisieron regalar las mejores recetas para ser feliz (¡con bebida refrescante de la patrocinadora incluida!). Según estas recetas, pensé yo, mi caso no tendría solución, mi esfuerzo por conseguir ese estado ideal sería en vano.

No había concluido la lectura de las noticias sobre el congreso madrileño cuando llegaron a mi mesa unas reseñas de la prensa escrita sobre otro congreso, esta vez en Málaga, con el tema “El Ser Creativo”. Su título: I Congreso de Mentes Brillantes. Sólo el título del congreso refleja una autocomplaciente creatividad de los organizadores. Según las informaciones procedentes de Málaga fueron también ‘mentes brillantes’, esta vez veinticinco, las que se reunieron para darnos algunas pistas sobre cómo ser perfectos. Expertos en antropología, filosofía, sociología, genética, inteligencia artificial, investigación cerebral, nanotecnología, ciencia y tecnología, comunicación, artes y letras intentaron abordar el futuro de la humanidad y presentarnos sus recetas sobre el ser humano ideal. Celebro y agradezco que haya gente que piense en este país, aunque sólo tengan 21 minutos para exponer lo que pensaron (así eran las normas de esta reunión).

No puedo omitir que algunos de los expertos citados llegaron a Málaga a toda prisa procedentes de la reunión sobre la Felicidad, justo a tiempo para seguir recreándose en sus teorías, esta vez sobre la Perfección del ser humano ideal. “Tanto monta, monta tanto”, diría el Rey Católico Fernando si leyera las noticias de prensa sobre los dos congresos que comento. Una de esas mentes brillantes, presente en los dos eventos, es el conocido abogado y divulgador científico Eduardo Punset. A él se le atribuye la frase con la que han promocionado el congreso malagueño: “Dios es cada vez más pequeño y la ciencia es cada vez más grande".

De tal palo, tal astilla. No es de extrañar por lo tanto que el ‘camino de perfección’ de las mentes brillantes malagueñas (y madrileñas) no tenga mucho que ver con aquel célebre “Camino de Perfección” (éste con mayúscula) que nos regaló la santa de Ávila, aquella mujer recia, creativa e inteligente, llamada Teresa de Jesús. Por si alguno se anima a seguir el camino brillante, el más actual y según parece, el apropiado para el hombre moderno, copio y pego algunas de las propuestas y reflexiones hechas en el Congreso sobre el ser humano ideal: vive a la velocidad justa, porque ralentizar significa trabajar y vivir mejor y disfrutar más, es tolerante con otras culturas y religiones, es innovador y como ser creativo no tiene miedo al fracaso, gestiona sus emociones, se preocupa por el medio ambiente y contribuye a construir la paz.

Lo de gestionar las emociones me parece bien, pero no comparto del todo la reflexión de la antropóloga Helen Fisher sobre el requisito de una buena gestión emocional para obviar las dificultades producidas por posibles engaños amorosos. Ella opina que el amor romántico tiene unos efectos en el cerebro similares a los de la adicción a la cocaína y que un desengaño produce “no sólo dolor mental sino también físico”. Estará en lo cierto, pero si no recuerdo mal, algunos de esos “males de amor” de mi juventud fueron también en el fondo una delicia de la que no quisiera prescindir como hombre perfecto. Algunas veces vale la pena “morir de amor”, sobre todo a ciertas edades.

Hay dos brillantes propuestas más que rozan mi autoestima y ponen fronteras a mi esperanza de ser perfecto: una de ellas es, que el ser humano ideal habla perfectamente el inglés para ser un buen ciudadano del mundo global que nos limita y rodea. Mis nietos saben que, por culpa de la ocupación inglesa de Gibraltar y las ideas de mi padre, soy uno de los españoles que no aprendieron ni aprenderá jamás inglés. Una lástima; en verdad que no se puede ser siempre perfecto, al menos yo.
La otra propuesta viene de un gerontólogo brillante, Aubrey de Grey. Se refiere a que hay que hacer ejercicio, pues es una de las claves para poder vivir más, junto con no fumar y no consumir demasiadas calorías. Hasta ahí va bien, pero lo que me preocupa es saber que, según este señor, si tengo un estilo de vida sano y me dejo ayudar por los avances de la ciencia en el campo de la regeneración celular, podré cumplir los 1.000 años de vida. (Este detalle no se lo quiero comentar a mi mujer, porque tengo miedo a sus posibles reacciones. Por ejemplo: “¿Y quién va a aguantarte tanto tiempo, cariño?”).

Un testigo ocular malagueño escribe a propósito del citado I Congreso de Mentes Brillantes: “Ayer vi a algunos de los participantes llegando en brillantes Jaguar con pegatinas de la organización a la puerta del único hotel con cinco brillantes estrellas que hay en la capital, en el pasillo Santa Isabel, el Hotel Vincci Selección Posada del Patio. Justo enfrente, al otro lado del río, los Ángeles de la Noche (asociación benéfica malagueña), repartían bocadillos y café caliente a cientos de afectados por la crisis. Su motivación, el mensaje de un Dios que, efectivamente, nos pidió hacernos pequeños como Él. Estos cristianos, desde luego, no son nada brillantes. Los científicos sí que saben ser creativos.” Comentario de un andaluz fino y, por qué no, también brillante.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Otoño dorado


En estos días del año me toca barrer y recoger las hojas caídas de los árboles y arbustos en nuestro jardín. El otoño pinta el jardín y los bosques de más allá con una explosión de colores verdes, amarillos, ocres, naranjas y rojos diversos que cuelgan de las ramas, y que después caen al suelo por efecto del viento que sopla en estas fechas. Los colores me llevan a los bosques alemanes de Baviera y de la Selva Negra, y me recuerdan nuestros viajes por aquellas regiones. Allí hay días en esta época del año, en que los rayos del sol parecen acumularse en las hojas rojas del arce, para regalarse después en el frío del invierno alemán, haciendo que el blanco de la nieve que las tapa sobre la tierra tenga “su” calor.

Dos encantos o bellezas singulares vinieron a mi encuentro en mi primera llegada a Alemania. Fue la belleza de la mujer alemana (de algunas) y el encanto y abundancia del bosque de ese país. Era mi primera salida al extranjero, y hasta entonces sólo había conocido las estribaciones rocosas de Sierra Nevada, la reducida y verde vega granadina y las difíciles y poco frondosas laderas de la Alpujarra. Castaños, almendros e higueras me eran familiares, pero poco más.

Había leído del ‘Indian Summer’ de Canadá y de América del Norte con su estallido de amarillos y naranjas en los otoños de los arces y álamos americanos. En mi tierra recuerdo haber visto en las orillas de arroyos y ríos hermosas y pequeñas alamedas que ofrecían su sombra al agricultor y al cazador, y se tornaban amarillas en el otoño. Pero la grandeza y la belleza del bosque, la maravilla de los bosques, las conocí de la mano de otra belleza, la joven y rubia jovencita que años más tarde sería mi mujer.

Ella era miembro de una asociación de amigos del Eifel, región montañosa con colinas de mediana altura en el triángulo que forman las ciudades de Colonia, Coblenza y Aquisgrán, con sus innumerables “ojos azules”, que así le llaman a los lagos volcánicos de la región, y con sus suaves colinas y valles, con bosques húmedos y pastos abundantes. Por allí corrimos, cantamos y soñamos juntos durante muchos fines de semana veraniegos y otoñales en esos años tan maravillosos de nuestra alegre y confiada juventud. ¡Juventud, divino tesoro! Era un grupo de estudiantes españoles y de chicas alemanas que gozábamos juntos los fines de semana por aquellos parajes de encanto tan natural.

A todos nos gustaba la naturaleza y los albergues juveniles. Con el sonido de los acordes de aquella guitarra que ella tocaba, y a la luz de aquel sol que atravesaba las ramas de los pinos y arces en los atardeceres policromados del final del verano nació y fue creciendo entre nosotros aquello tan divino que le llaman amor. Algunos cantores vespertinos de aquellas jornadas inolvidables descubrió allí su vocación al sacerdocio y otros, como mi mujer y yo, terminamos intercambiando nuestros anillos en la boda que nos unió para siempre. ¡Las luces y los sonidos del atardecer se hicieron por todas partes amor!

Durante los años que vivimos en Alemania tuvimos algunas oportunidades para recorrer los bosques dorados que anunciaban el invierno; fueron muchos nuestros viajes por la geografía alemana y centro europea, los que nos permitieron disfrutar de los colores, sonidos y olores de esta época del año. Nos gustaba reservar algunos días de vacaciones para dejarnos maravillar con el espectáculo policromado de la naturaleza en el otoño alemán. Aquí en España las oportunidades han sido menos. Vivimos en la Castilla árida y austera que nos dejaron nuestros antepasados con la poda indiscriminada de los árboles que poblaban siglos atrás nuestra Península.

Menos mal que quedan algunos rincones para que no perdamos la costumbre de disfrutar en estas fechas del regalo que nos hace la madre naturaleza. Ayer fuimos a recorrer los caminos de uno de estos bosques, el Hayedo de Montejo. Está en la sierra norte de Madrid, la Sierra del Rincón, en la parte umbría de una ladera que limita con el río Jarama y es parte de los montes El Chaparral y La Solana. Un hayedo de reducidas dimensiones, situado a pocos kilómetros del nacimiento del Jarama, que es cuidado de forma especial y que pervive gracias a un clima local bastante húmedo y una exposición nordeste que minimiza los efectos de la evaporación y transpiración. En algo nos recuerda a Alemania. El hayedo es pequeño pero está rodeado de abundantes robledales y pinares arriba en las cumbres de los cerros. En su maravilloso y variado colorido no vimos el color rojo de los arces, pero disfrutamos de su estructura forestal y de su biodiversidad.

Nos faltaron, sí, los inmensos paisajes de hojas rojas en la tarde otoñal madrileña. Dicen que algunos árboles son muy sensibles frente al sol en estos días y que necesitan una especie de crema para protegerse del mismo cuando la clorofila abandona a la hoja y la deja sin reservas naturales.
Y como las hojas a estas alturas no quieren sufrir una insolación, producen la sustancia roja que vemos sobre las mismas, y que los químicos llaman “anthocyan”. ¿Será verdad? A mí este color me maravilla. Hasta que no volvamos a Alemania, tenemos que conformarnos con admirar las hojas rojas de los prunos que tenemos en el jardín.