viernes, 12 de agosto de 2011

Preocupado

Repasando el álbum familiar de fotos, aquel que me inspiró las reflexiones sobre la “memoria histórica” en días pasados, la he visto de nuevo. Vestía de negro. Ella les guardó el luto a todos los hermanos y familiares que marcharon antes. Y fueron muchos, por lo que su vestuario se tiñó temprano de negro, manteniéndolo así hasta que ella misma falleció: era mi tía Rosario. Aquella que se quedó soltera, no sólo para “vestir santos”, sino también para cuidar de hermanos, sobrinos y demás familia, cuidar de todos los que pasamos por aquella casona grande de la Alpujarra granadina, la “casa de Don Cecilio”. Lo que hizo con mucho amor.

Nunca conocí al tal Don Cecilio, pero su casa, en la que vivió la familia de mi padre durante décadas, quedará para siempre en mi recuerdo. En la planta alta estaban el palomar y las trojes. Eran las trojes unos compartimentos construidos en el ático con tabiques de ladrillo de media altura y que se usaban para almacenar cereales, legumbres y frutos secos, y a los que se accedía desde el interior de la casa, y también por un ventanuco situado en la fachada del ático. Además del uso doméstico mencionado, eran las trojes la pesadilla y el lugar de los horrores para nosotros, los sobrinos de poca edad que allí pasábamos los veranos y otras épocas de triste recuerdo por lo precario de la situación en la ciudad.

La tía Rosario era la cabeza de familia, ejercía su oficio con destreza y todos la respetábamos. Tenía, eso sí, su sistema pedagógico especial. Aparte de su cariño y entrega desinteresada con propios y extraños, usaba con los niños a menudo el ardid del miedo para mantenernos a raya cuando subíamos el tono o no queríamos dormir a la hora establecida. Eran las trojes el lugar donde se escondía el célebre “bute”, que nos ponía a los niños la carne de gallina y al que temíamos más que a una vara verde, no sé por qué motivo. Era el “bute” en aquella región algo así como ‘el hombre del saco’, el que de un momento a otro bajaría de las trojes para llevarnos a sitios desconocidos y tremendos, y cuyos pasos todos nosotros, en una ocasión o en otra, habíamos oído por los pasillos y escaleras de la casa. ¡Doy fe! La tía Rosario se encargaba hábilmente de que los oyéramos (¡?).
Incluso Federico García Lorca se refirió en una conferencia al “bute”, al amigo de mi tía, de la siguiente forma: “Ya sabemos que a todos los niños de Europa se les asusta con el “coco” de maneras diferentes. Con el “bute” y la “marimanta” andaluza, forma parte de ese raro mundo infantil, lleno de figuras sin dibujar, que se alzan como elefantes entre la graciosa fábula de espíritus caseros que todavía alientan en algunos rincones de España.” Espíritus que aleteaban sin duda en la “casa de Don Cecilio”.

Han pasado los años y en algunas ocasiones pienso que el espíritu del “bute” sigue aleteando a mi alrededor. Es también el caso en estos días. Las noticias en la prensa y televisión me recuerdan las trojes y su inquietante inquilino. “¡Que viene el bute!”, decía mi tía, “¡Que viene el bute!”, parecen decir a diario los periodistas cuando informan (y opinan) sobre la caída de las bolsas en Europa y Estados Unidos, cuando anuncian el “crash” inminente en los países industrializados, cuando te envían “on-line” las fotografías de los “Zapateros”, “Berlusconis” y “Sarkozys” de turno, abandonando a sus familias en los Cotos de Doñana, en sus villas de Cerdeña y otras playas con la cara preocupada y sin saber qué camino escoger, y cuando ves los edificios de Londres y otras ciudades inglesas arder por la acción criminal de jóvenes y niños de todas las razas y colores que ni temen a Dios ni al diablo.
Y aquí en España, sin ir más lejos, también me parece escuchar lo de ¡”Que viene el bute”! cuando sabes del número de jóvenes españoles sin trabajo (más del 45% de su grupo) o cuando los ‘indignados’ de Madrid y sus comparsas invaden mis entendederas con el anuncio de las demostraciones y esperpentos programados para la visita del Papa Benedicto XVI a Madrid en la próxima semana. Por poner sólo dos ejemplos.

Tengo que confesar que estoy preocupado. Un cierto miedo quiere apoderarse de mi ánimo y mi cotidianidad en estos días. Sé que el temor es un instinto humano que a veces nos protege de nuestras pequeñas o grandes locuras, pero hay miedos que es mejor desterrar para que no turben nuestra vida.

Un hombre sabio dijo una vez a sus amigos, que su „mayor preocupación debería ser la de no preocuparse”. En la misma conversación les animó, sin embargo, a ocuparse de las cosas en la medida que la responsabilidad de cada uno se lo exigiera. Tengo que añadir que tanto nuestro sabio como los que le escuchaban, eran personas de una gran fe en la Divina Providencia, y que además estaban convencidos que Dios es Amor y que permite y hace siempre las cosas para bien de sus criaturas. Aunque a veces sea difícil de entender.

Por hoy yo quiero olvidar al “bute” de mis pesadillas y pensar, por ejemplo, que mi tía Rosario era también una gran cocinera, y que sus platos de comida casera hacían que nos chupáramos los dedos. ¿Cómo olvidar las célebres fritadas con los pimientos del cortijo y el conejo cazado en la sierra, o aquellos cocidos semanales con el tocino y otras preciosidades de la propia matanza? Incluso los garbanzos sabían a gloria. Al final me pregunto: ¿y por qué preocuparme?

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