lunes, 16 de mayo de 2011

Echando cuentas

A uno de nuestros nietos le entusiasman las matemáticas. Participa con éxito asombroso en los torneos matemáticos juveniles que organiza la Universidad de Madrid, y al final del curso les trae a sus padres el certificado de sus notas o calificaciones con matrícula de honor en esa asignatura. Yo le comento a mi mujer, que algo tiene nuestro nieto de su abuelo. A mí también me gustaban las matemáticas, aunque según recuerdo nunca llegué a la matrícula de honor. Quiero con ello dejarle a mi nieto el mérito que merece por su afición y facilidad en el estudio de esta materia.

No sé si fue mi afición a las matemáticas la que hizo, que ya desde joven tuviera la costumbre de apuntar regularmente mis gastos personales, y de vez en cuando sumar los mismos. Cuando me casé, compartí la costumbre con mi esposa y juntos reflexionábamos al final del mes sobre el posible ahorro en algunas de las partidas del presupuesto familiar. La realidad era que si hubiéramos comprado todo lo que entonces creíamos conveniente, nos hubiéramos entrapado sin remedio. Así que la manía por anotar y dialogar fue una solución que mantuvimos durante años. Seguro que muchos de los recién casados hacían y hacen lo mismo que nosotros. Sin embargo, con el tiempo y los aumentos de sueldo y pagas extraordinarias nos fuimos relajando, y dejando al buen hacer de mi mujer con la cesta de la compra y con los gastos del hogar la preocupación por llegar a fin de mes. Yo colaboraba también porque nunca tuve tiempo libre para gastar mucho, el trabajo me lo impedía. Otro asunto fue que nunca nos gustaron los intereses bancarios, sólo los aceptamos y sufrimos en la compra de la casa.

He de confesar, que he considerado siempre como un regalo del Buen Dios el hecho de que el balance de nuestras finanzas familiares haya sido siempre equilibrado, sin pérdidas ni beneficios llamativos, pero con la seguridad de tener siempre alguna peseta o marco, hoy euros, en el bolsillo, por si acaso. También en tiempos difíciles de nuestra vida profesional. Y hablo de regalo, porque en la vida de mis padres fue muy distinto. Ellos sufrieron lo suyo para sacar adelante a sus cinco hijos en aquellos años de la postguerra civil española. A veces he pensado que ellos hoy, desde el cielo, se ocupan de los balances de sus hijos continuamente. Lo que ellos no tuvieron, se lo regalan hoy a los frutos de sus entrañas. ¡Benditos sean!

Es verdad que nuestro relajamiento no duró mucho. Consideraciones de otra índole nos hicieron volver a la costumbre inicial. Fueron motivos de orden superior y de solidaridad con nuestros semejantes. Junto a otros matrimonios, con los que nos reunimos regularmente, y con los que hacemos un camino en común, llegamos a la conclusión de que todos los bienes que tenemos, son en realidad un regalo que recibimos y de cuya administración tendremos un día que dar cuenta. Así que nos anticipamos a tal evento y, ya hoy, procuramos en la práctica ser buenos administradores. Todo administrador que se precie de serlo, tiene la obligación de estudiar “contabilidad” y de hacer los balances anuales que debe presentar al jefe o accionista principal. Y también tiene la obligación de sugerir o plantear soluciones a los problemas que las cuentas del balance puedan presentar a final de año. Lo ideal es que no aparezcan los “números rojos” y comience la cuesta arriba del déficit presupuestario, del que tanto sabemos hoy por nuestras realidades macroeconómicas nacionales.

En nuestro caso, en nuestra casa, los jefes somos mi esposa y yo. Por ello todos los años hacemos lo que llamamos las “Cuentas de la familia”. La parte aburrida del asunto, apuntar y sumar, me toca a mí, mientras que mi mujer se contenta con leer los resultados y comentar conmigo las observaciones que hacen al caso. Tengo que decir que ella me facilita la labor, pues en este tema, como en tantos otros, no tiene secretos conmigo. Por eso podemos decir juntos aquello de “las cuentas claras y el chocolate espeso”.

En pocos días estamos convocados para las elecciones municipales y regionales. Antes de ir a votar quise comprobar nuestras cuentas, porque como jubilado y receptor de una pensión mensual tengo claro que los ingresos anuales están “congelados” por decreto, crecimiento cero, y pensé que los gastos tampoco deberían haber subido. ¡Mi gozo en un pozo! Resulta que los gastos de alimentación de nuestro hogar subieron en el último año más de un treinta por ciento respecto al año anterior, los gastos de la vivienda un quince por ciento y los impuestos municipales un cinco por ciento más. Menos mal que, sin quererlo, los gastos de viaje se redujeron, y su disminución hizo que el presupuesto familiar quedara equilibrado.

Mi certeza se confirma: es el hombre de la calle, entre ellos el pensionista, soy yo, el que tiene que llevar la carga de los despilfarros que otros administradores ocasionan en la sociedad. Las subidas de precios e impuestos están reduciendo sensiblemente la capacidad de ahorro de nuestros días. No quiero consolarme al saber que hay otros muchos que injustamente no llegan con sus cuentas ni a la primera semana del mes. A mí, echando cuentas, no me salen los números. Lo tendré en cuenta en las próximas elecciones.

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