sábado, 7 de mayo de 2011

Adiós a la casa paterna

La última noticia que se comenta durante estos días en las mesas de redacción de los medios alemanes es la apertura de las fronteras “laborales” de Alemania a los trabajadores de los paises del Este europeo. A partir del pasado día 1 de mayo cualquier ciudadano de Polonia, Hungría, República Checa, Eslovenia y Eslovaquia puede buscar trabajo, sin ninguna traba administrativa, en la Alemania del progreso y de la plena ocupación. Algunos temen por estas tierras una invasión de mano de obra barata en el mercado laboral alemán, los expertos hablan de una cifra aproximada de 100.000 personas cada año.

Me encuentro estos días en Alemania y recuerdo la llegada a este pais de los primeros emigrantes españoles, al principio de la década de los sesenta. Sin pretenderlo, llegué a ser uno de ellos. Una organización juvenil de la Universidad de Granada procuraba en aquellos años que algunos estudiantes interesados en ello, aprendieran durante las vacaciones de verano el idioma alemán. Con este fin buscaban los lugares de trabajo necesarios y la residencia adecuada en Alemania. Yo fui uno de los agraciados en el verano del sesenta y uno. Puedo asegurar que tuve la suerte de encontrar en la nueva tierra las condiciones apropiadas para aprender pronto el idioma, lo que me abrió las puertas para nuevas aventuras.

Dice un refrán, que en el pais de los ciegos el tuerto es el rey. Con una base mínima de conocimientos del alemán me seleccionaron para ser el intérprete oficial en una fábrica de azúcar que había recibido a un grupo de cien trabajadores españoles recién llegados desde los barrios más pobres de la ciudad castellana de Palencia, y desde un pueblo blanco de las serranías de Cádiz. Algunos, los menos, traían consigo a sus esposas. El intérprete, pagado por la empresa, actuaba no solo dentro del recinto industrial sino que además era el paño de lágrimas de aquellos emigrantes en muchas de sus cuitas diarias.
Aquella tarea de integración en un nuevo ámbito cultural de un grupo de personas, la mayoría de ellas incultas y analfabetas, me aportó una gran riqueza de humanidad. Aprendí sobre todo a valorar la sencillez, la amistad, la confianza y todas aquellas virtudes que hacen que la persona llegue a ser persona de verdad. Hubo españoles que se integraron en su nuevo entorno, y hubo muchos más, la mayoría, que no lo hicieron. Porque a pesar de todo, les faltó el hogar, no supieron o no quisieron construir su “patria” más allá de los Pirineos.

A mí, puedo decir en sentido figurado, que me tocó la lotería: una familia alemana me alquiló, a la sombra de las chimeneas de la citada fábrica de azúcar, una habitación con derecho a baño en su casa; y tuve la suerte de que no sólo me dieron habitación, sino que me ofrecieron un hogar, su hogar. Así pude en el nuevo entorno sentirme en casa. Muchos días compartí con ellos la mesa, el trabajo en el hogar y en el jardín y muchas cosas más. También sus problemas y alegrías. Mis anfitriones eran conocidos por su capacidad de acogimiento con las personas extrañas. Su casa estuvo abierta siempre al necesitado y al extranjero. Yo, por mi parte, en la fuerza de tal acogimiento, aprendí no sólo el nuevo idioma sino a valorar las nuevas costumbres y gustos, el modo de relacionarse de los alemanes y sus escalas de valores. Se abrieron ante mí nuevos horizontes que, sin duda, marcaron mi vida para siempre.

He vuelto en muchas ocasiones al lugar de mi encuentro con la “patria” alemana de entonces, con aquel hogar tan especial. Las chimeneas de la fábrica ya no existen, la elaboración del azúcar se ha trasladado a otro lugar. Muchos de mis lectores saben que allí conocí a mi esposa, era la hija de la casa. Puedo afirmar que en aquella casa no sólo se abrieron las puertas al extranjero, sino que se abrió providencialmente el corazón a la persona amada. Hoy escribo mis recuerdos en este mismo lugar. Será la última vez, porque las circunstancias nos obligan a vender lo que fue la casa paterna y el lugar de mi acogimiento. Ya no contaremos más con este hogar, otros lo disfrutarán.

A pesar de ello, seguirá siendo para mí un lugar especial. Dice una expresión popular, que donde hay amor, hay hogar. El fundador del movimiento de Schoenstatt, Padre José Kentenich, decía que donde encontramos y damos acogimiento, allí hay hogar. En este convencimiento me despido de la antigua casa paterna, y sigo viviendo en ese hogar que es el corazón de la persona que me acogió en mis años jóvenes de emigrante español en Alemania, y que, gracias a Dios, sigue hoy a mi lado. Ella también sufre la despedida definitiva de las paredes y del jardín que la vieron crecer, su vieja casa paterna.

1 comentario:

  1. Antonio Mellado Suárez10 de mayo de 2011, 1:31

    Cuantas cosas bonitas,nos cuentas desde tu atardecer,o mas bien,"desde tu hermoso atardecer" Porqué será,que cuando nos llega "nuestro atadecer" los sentimientos,tienen tanta belleza,y la vida tanto sentido.A lo mejor será porque ese hermoso jardín que llevamos dentro,lo cuidamos más.. Abrazos.

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