viernes, 4 de diciembre de 2009

Una historia de adviento

Hace ya muchos, muchos años. Hacía frío, el invierno estaba a la puerta, las primeras nevadas lo anunciaban. Habían transcurrido algunos meses desde que cesaron los bombardeos; los tanques, los fusiles y metralletas guardaban silencio. Comenzaba el adviento del año 1945 en Alemania. Pronto sería Noche Buena. La niña pequeña y rubia de siete años había vuelto con sus padres al lugar que la vio nacer. Su casa ya no estaba, las bombas la habían destruido. Tuvieron que acoplarse en un edificio cercano, con algunas habitaciones intactas. Había que reconstruir todo, la casa, la iglesia, el ayuntamiento y la escuela. Nadie tenía nada, el pueblo había sido castigado terriblemente por la aviación aliada. Era cerca de Colonia, en la ruta de entrada a Alemania por el oeste.

Ella no sabe ni cómo, ni cuándo. Recuerda sólo, que en diversas ocasiones su padre la empujaba con fuerza para que subiera a lo alto de un vagón del tren cargado de briquetas, que circulaba por allí. Las briquetas eran como pequeños “ladrillos” de carbón, que se necesitaban para las estufas que la gente había salvado de las ruinas del pueblo y así, protegerse contra el frío. La niña, junto a otros niños, vecinos suyos, tenían que lanzar las briquetas a tierra mientras el tren avanzaba lentamente por la estación y sus cercanías. El estado de las vías facilitaba un tránsito lento por el lugar. Los padres abajo, juntaban los carbones en sacos para llevar. Después saltaban del tren y, a toda prisa, se volvían a la casa. Había que robar para poder vivir.

A la mañana siguiente, cuando llegaba la hora de ir a la escuela, cada niño del pueblo, la niña rubia también, llevaban en su bolsa, junto a una pizarra y un trozo de cal sólida como tiza, dos briquetas para calentar la clase. Y así un día y otro, hasta que se acababan las briquetas o pasaba otro tren cargado de tan preciado material. Muchos días hizo frío en la clase porque faltó el carbón y los niños quedaban con sus abrigos y bufandas sentados, escuchando a la maestra.

Muy cerca de aquel pueblo vivía un obispo. Se llamaba Joseph Frings y era Cardenal de Colonia. También habitaba entre ruinas. Toda la ciudad había sido bombardeada. El sabía de los robos de su gente, aquello le preocupaba. Algunos le preguntaron si podían hacerlo sin “maltratar” su conciencia, pues no tenían cómo calentarse. Sin trabajo y sin dinero, ni siquiera podían mendigar. Había que hacer algo para subsistir. Por toda la ciudad solo ladrillos, piedras y ruinas.

Había pasado un año, fue en la noche del 31 de diciembre del año 1946, en una iglesia de Colonia recién construida. Allí pudo celebrar el obispo Frings la Misa de fin de año. En medio de su predicación, todos los allí presentes pudieron escuchar unas palabras valientes de su “Pastor”: “Vivimos en unos tiempos, en que también a las personas, obligadas por la necesidad, les es lícito apoderarse de aquello que les falta para poder seguir viviendo y mantener la salud, si con su trabajo o pidiéndolo no pueden conseguirlo.”

En las semanas y meses que corrieron a continuación surgió en el lenguaje del pueblo sencillo una nueva palabra que no existía en el diccionario alemán y que quedaría para siempre en la memoria popular. La palabra era “fringsen” y la utilizaban al referirse al hecho de “apañar” o “afanar” las briquetas de trenes y camiones.

Y así fue cómo los padres de la pequeña de nuestra historia vivían sin ningún problema de conciencia la aventura nocturna de (fringsen), de apañar carbón cuando pasaba el tren.

Años después, un día conocí yo también a la niña rubia de la historia. Era ya mayorcita. Hoy es la madre de mis hijos. Ella me contó esta historia en otro adviento, en el que no necesitábamos “fringsear”, perdón, apañar carbón parta tener calefacción en casa. Gracias a Dios, la guerra había pasado, sus secuelas también.




(Fotos: Bundesarchiv 183-R68236, Bundesarchiv 183-R70463)

2 comentarios:

  1. De nuevo nos remueves el corazon con vuestras vivencias.

    Gracias por hacerlo, esto nos hace darnos cuenta de la grandeza de la vida.

    Aqui en el sur, no hace tanto frio, aun asi nos acordamos de vosotros y os mandamos un abrazo.

    Jose Ignacio y todos los Paez

    ResponderEliminar
  2. Paco, hoy nos has vuelto a emocionar con este cuento de Adviento tan bonito. Gracias por llegarnos al corazón en este tiempo de preparación para la venidad del Señor.

    Un abrazo,

    Teresa y Ángel Sevillano

    ResponderEliminar