viernes, 21 de mayo de 2010

Ternura

El domingo pasado subimos en romería al monte Moncalvillo, paraje incomparable cercano a casa, para rezar a la Virgen de Navalazarza, patrona de nuestro pueblo, en su ermita de la dehesa. Allí se juntan, en ese día, propios y extraños a celebrar a la Señora, y a pedirle su protección. Es un evento esperado en la comarca, que se aprovecha también para disfrutar de la naturaleza en unión con todos los familiares y amigos, alrededor del fuego y de la comida.

Cerca ya de la ermita nos encontramos mi mujer y yo con una vecina que había subido al monte en compañía de otra mujer, amiga suya, pensamos. Andaban las dos solas por la pradera. Nuestra conocida tiene tres hijos pequeños y está separada del marido desde hace algún tiempo. Los hijos no la acompañaban. Estaba triste, se le notaba. Vi que su mirada se perdía en el horizonte e intuí que en ese día los niños andaban con el padre, lo que pude confirmar posteriormente. Una fiesta de familia, sin familia ……(!?).

Andaba yo reflexionando a comienzos de la semana sobre nuestra vecina, el desarraigo y la ruptura de los hogares y de los vínculos personales en nuestra cultura, cuando leí en la prensa sobre la detención en Lloret de Mar de una mujer británica que había confesado el homicidio por asfixia de sus hijos, un niño de un año y una niña de cinco. Hay noticias en la prensa que te resbalan o se quedan en la epidermis, hay otras que te atraviesan el corazón y no te dejan dormir tranquilo.

Pasó la tarde, llegó la noche. Me acosté pensando en los niños de mi vecina, la madre de Moncalvillo, y en los niños ingleses, los de la madre de Lloret de Mar. Dormí inquieto y soñé. Fue una experiencia de ternura inconmensurable, que busca y necesita expresarse. Una niña pequeña se encaramó en mi cuerpo, como si yo fuera el árbol de la vida, y, aferrada a mi cuello, me abrazó en su fragilidad y vulnerabilidad extremas, buscando en mí el cobijamiento para su pequeñez. Fue un segundo de eternidad, en el que comprendí en su totalidad a la personita que me abrazaba, captando hasta lo hondo el estado de su alma. Yo también la abracé, y en ese abrazo fui feliz, pero su fragilidad despertó en mí mi propia conciencia, y supe que la niña no me pertenecía. La puse en manos de su madre, que estaba cerca, y le dije que era allí adonde recibiría todo el amor y cuidado que ella buscaba. Quiero recordar que, en el sueño, la madre - ¿sería la inglesa? – me miró con ojos agradecidos, y tomando a la niña en sus brazos hizo que yo me despertara y viera cómo las primeras luces del alba entraban por mi ventana. Me incorporé, y sentado en el filo de mi cama, sacudí la cabeza, como si quisiera ahuyentar algo de mi persona.

La trama del sueño se fijó excepcionalmente en mi conciencia e hizo que durante el día volviera una y otra vez sobre el rastro de tan singular experiencia. Me acordé de Ortega y Gasset y de sus ‘Meditaciones sobre la literatura y el arte (La manera española de ver las cosas)’. En una de sus reflexiones sobre el título de un libro de Azorín – ‘El pueblecito’ – se hacía la pregunta que yo en ese día también me hice: “¿Habéis analizado alguna vez esta emoción que llamamos ternura? ¿Es alegre, es triste la ternura? ¿No parece más bien la ternura una semilla de sonrisa que da el fruto de una lágrima?”

Me vinieron a la mente los abrazos a mis hijos de pocos meses, y, años después, los abrazos a mis nietos. Es verdad que la inocencia nos enternece porque encierra en sí, como dice Ortega, simplicidad, pureza, nativa benevolencia y noble credulidad. Y en nuestros abrazos, de padres o de abuelos, la queremos proteger contra todo el mal que puebla la sociedad. Pero la ternura es mucho más, la ternura es un vehículo del amor, y se activa fundamentalmente ante la debilidad y fragilidad del otro. Recuerdo al respecto el sufrimiento de una de mis nietas, cuando a sus dos o tres añitos – no recuerdo bien – nos despedía en la puerta del jardín ante la que iba a ser una ausencia nuestra de varios años. Sus lágrimas y mis besos de aquel momento quedarán para siempre en el registro de mis “ternuras” más entrañables. Lo maravilloso es, que en la ternura, en ese movimiento de acogida, se vive plenamente la autodonación y con ello la felicidad. Yo te hago feliz y soy a la vez feliz gracias a ti. Es la estructura fundamental de los vínculos: darse y recibir.

Lamentablemente la madre inglesa de Lloret de Mar clausuró esa puerta, ella no podrá en el futuro ni dar ni recibir. “Los cuervos graznan/ y se precipitan en vuelo a la ciudad. / Pronto nevará, / ¡ay de aquel que no tiene hogar!” decía Friedrich Nietzche en su poesía ‘Vereinsamt’ (Sólo).

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