viernes, 18 de junio de 2010

"¡Os daré pastores según mi corazón!" (1)

He estado con ellos en la Plaza de San Pedro. Eran quince mil los sacerdotes que con motivo de la conclusión del Año Sacerdotal, convocado por el Papa Benedicto XVI, acudieron a Roma en la semana pasada para asistir a la reunión de sacerdotes más numerosa que se haya realizado hasta ahora. Se esperaban nueve mil, pero llegaron quince mil de todos los continentes. Había entre sus filas muchos y buenos amigos personales, a los que aprecio y admiro. Con mi asistencia quise mostrarles mi agradecimiento. Este encuentro internacional de Roma se convocó con el tema “Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote”.

Es quizá la fidelidad de estos hombres lo que más admiro de ellos. Fueron muchos sacerdotes, los que en el transcurso de mi vida marcaron parte de mi propio ser. Algunos fueron amigos, otros maestros de vida, hubo profesores de latín, de piano y de otras materias, guías en lo pastoral y “socorristas” y médicos en los tropiezos y caídas del camino. A través de sus manos sacerdotales recibí el perdón del Padre Celestial y las gracias de los demás sacramentos. Un sacerdote me bautizó, de una mano sacerdotal recibí la Primera Comunión y la Confirmación, un sacerdote bendijo mi casamiento, y espero que algún día sea también un sacerdote el que me acompañe en los últimos minutos de mi vida. En muchos de ellos vi reflejada la paternidad de Dios, en alguno descubrí verdaderamente el rostro de Cristo, pobre entre los pobres y ofrenda permanente a los que le fueron confiados. Soy un hombre con suerte, entre tanto sacerdote cercano no tengo ninguna “oveja negra” que reseñar.

Cuando sentado en la Plaza de San Pedro esperaba a que comenzara la Santa Misa que presidió el Papa Benedicto XVI – fueron más de dos horas de espera – tuve tiempo para recordar algunas de las figuras sacerdotales más cercanas de mi vida. Me detuve, como no, en el primer sacerdote del que yo tengo conciencia clara y recuerdos concretos. Eran los tiempos en que todavía oíamos las campanas de la iglesia del pueblo y nos dejábamos guiar por sus campanadas durante las tareas del día. Recordaré siempre las campanadas de las ánimas. Eran tres toques secos con la campana grande en secuencia de un minuto o más. En otoño e invierno sonaban a las nueve y en primavera y verano a las diez. Era la hora de pensar en los difuntos y de irse a casa. La madre esperaba para la cena.

Aquel sacerdote se llamaba Don José Crovetto Bustamante y era amigo de mi padre. Fue durante más de 50 años el cura del pueblo en el que vivió mi familia algunos años de mi infancia. Dicen que fue el cura que le ofreció a Federico García Lorca la confesión unas horas antes de marchar hacia el fatídico barranco cercano a ‘Fuente Grande’, en Granada.
Don José fumaba mucho, como mi padre también lo hacía. En su sotana negra aparecían alguna que otra vez las huellas de los cigarrillos. Era anciano, y para nosotros los niños una figura con autoridad. El y mi padre pasaban juntos muchas tardes, charlaban, no sé de qué, y tenían en el pueblo amigos y ‘enemigos’ comunes. Me acordaré siempre entre estos últimos del alcalde, Don Julián, cacique y poco amigo de los clérigos y maestros, y por lo tanto de Don José y de mi padre.

Como hijo mayor del maestro, me tocó ser monaguillo de Don José. Lo acompañé durante muchas misas, bautizos y entierros. Recuerdo su latín, entonces incomprensible para mí, y recuerdo mis “Amen” y poco más. Alguna que otra vez yo contestaba también aquello de “et cum spiritum tuum”, y me quedaba tan fresco. No fue el latín sino su respeto y amor por Jesús Sacramentado, que tantas veces llevó en sus manos, lo que caló en mi alma infantil. Su cara se transfiguraba en diversos momentos de la celebración eucarística. Yo lo miraba con curiosidad, me llamaba la atención. Eran los momentos de la consagración y de la comunión.

En una ocasión se le cayeron algunas hostias consagradas al suelo. Me impactó su agitación y el esmero especial que puso en limpiar con un paño húmedo, que yo le traje de la sacristía, el lugar del accidente. Nunca jamás volví a pisar aquellos centímetros cuadrados de la escalinata. Cuando pasaba por allí, adelantaba mis pies de tal forma, que nunca pisaran el trocito de piedra que Don José había limpiado. Sentí en mi alma infantil que algo muy importante había ocurrido en aquel incidente. Quiero recordar que él tampoco pisó más aquel lugar. Y yo le imité.

A partir de aquel día, la custodia que Don José ponía sobre el altar en las horas de adoración brilló para mí de una forma especial. Allí estaba presente Jesús Sacramentado, el Rey de Reyes y Señor de la historia, Señor de mi padre y también de Don José, el cura del pueblo que me vio correr y jugar, y que fortaleció la plantita, aún débil, de mi fe infantil.
(¡Prometo seguir!)

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