viernes, 29 de abril de 2011

El cielo y los santos

Dicen, los que de eso saben, que el cielo existe. Yo también lo creo. Cuando era pequeño me lo imaginaba allá arriba, detrás de la bóveda azul de nuestro firmamento, allí en todo lo alto y adonde termina el mar. Por eso el mar y el color azul siempre me gustaron tanto. Cuando conocí a la mujer que amo y cuando tuve por primera vez en mis manos el fruto de nuestro amor, a nuestros dos hijos, constaté que el cielo está, o puede estar, muy cerca de uno mismo. Parece que cuando era niño me contaron, con el texto del “Catecismo Ripalda” en la mano, que los buenos iban al cielo y que los malos iban al infierno.

Con el tiempo me convencí de que por justicia todo no podría terminar con la muerte. Hay muchos que lo pasan bien, demasiado bien, a costa de otros, y hay muchos más que, sin comerlo ni beberlo, lo pasan fatal en este mundo que les ha tocado vivir. Era necesario por tanto que existiera un lugar, el cielo, que nos ofreciera la realización plena de las aspiraciones más profundas de los hombres y que fuera el estado supremo y definitivo de dicha para el que fuimos creados. Soy uno de los convencidos de que si nacimos, fue para ser felices y no para sufrir y arrastrarnos por esta tierra sin esperanza ni solución.

Tuve la suerte de que mis padres y, sobre todo, mi abuela, me hablaran de Jesús de Nazaret. Me contaron también que aquel Maestro, cuando salió por los campos y caminos a predicar y a dar testimonio de una verdadera y plena vida humana, sintetizó en ocho ‘Bienaventuranzas’, o pequeñas sentencias, todo su mensaje. Y mira por donde, en tres de ellas nos habló del cielo. Mi anhelo de justicia se vio calmado, descubriendo a la vez la verdadera esencia de lo que hasta entonces conocía como un lugar misterioso y desconocido, el cielo, adonde vivían los buenos y poco más. En concreto dijo el Maestro, que los pobres de espíritu y los que son perseguidos por la justicia poseerán el reino de los cielos, ese lugar en el que habitan para siempre los limpios de corazón, y su dicha consiste en ver a Dios cara a cara. ¡El cielo es ver a Dios cara a cara!

Claro que sigue teniendo para mí su misterio. Pablo el de Tarso, amigo de Jesús, intentó explicar lo inexplicable, y dijo a sus amigos de la ciudad de Corinto, que “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, es lo que Dios preparó para los que le aman.” Así que el cielo sigue sobrepasando toda su comprensión para el hombre. A mí me gusta verlo representado como un banquete de bodas, con buen vino, mucha luz y más paz, en el que me siento rodeado de todos los míos, de aquellos que amé y amo, y de todos aquellos que me amaron a mí también. Es evidente que entre ellos está no solo mi abuela y otros seres queridos, sino aquel Jesús de Nazaret al que llamamos Cristo, porque sé que me amó y nos amó hasta el extremo de dar su vida por nosotros.

Los textos clásicos hablan de que “el cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están incorporados a Jesucristo.” Así que tenemos la esperanza de encontrarnos un día con todos los que amamos de corazón. Muchos de ellos son declarados santos por la Iglesia misma, y con ello propuestos para que los imitemos, veneremos y les pidamos favores durante el tiempo que nos toca vivir por el mundo de los vivos.

En unos días, la Iglesia declarará Beato a Juan Pablo II, el papa polaco que todos conocemos y al que mi mujer y yo tuvimos el honor de saludar y hablar personalmente en su residencia de Castelgandolfo, pocos meses antes de su fallecimiento. Su fotografía, con nosotros dos arrodillados delante de él, tiene un lugar destacado en nuestro hogar. Siempre lo recordaremos como un padre, maestro y amigo excelente. Si en algo le podemos imitar es en su amor al Cristo Crucificado y a su Madre, María, así como en su amor por los hombres, por todos y cada uno de nosotros. Ocasión especial la de Castelgandolfo, pero no única. Fueron muchas las ocasiones que tuvimos de estar cerca de él y de escucharle en Roma y en otros lugares, aprendiendo de sus palabras y gestos el amor desinteresado al hombre concreto de hoy y al Dios de la vida que nunca muere porque está en nosotros mismos. Sus escritos están en mis estanterías y su espíritu conformó el nuestro durante los años de su pontificado.

Aseguran que los que están en la gloria del cielo continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con relación a los demás hombres. Doy fe que mi abuela querida, la mamá de mi madre, lo hace conmigo desde que nos dejó, y ahora espero que Juan Pablo II, el Papa al que tanto admiramos y quisimos, lo haga también desde el cielo, no sólo con nosotros sino también con los que llevamos en nuestro corazón.

1 comentario:

  1. ¿Sabés? Mi experiencia de Cielo más fuerte, la tuve en el seno de tu hogar. ¡Qué feliz fui allí!
    Con un padre de familia contando “el chiste del besugo”, una madre dulce y cariñosa que lloraba de risa, dos hijos sentados en el sillón codo a codo con su padre y la visita absorbiéndolo todo con el alma.
    Me cautivo el comienzo de tu relato y me fue atrapando hasta emocionarme con el final feliz de nuestro querido Juan Pablo II. Un relato impecable para darnos un alivio en tiempos que tanto lo necesitan.

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