viernes, 12 de marzo de 2010

Cataluña y los catalanes

El parlamento catalán abrió hace unos días un debate para la eventual prohibición de las corridas de toros en Cataluña. El asunto se ha politizado interesadamente fuera y dentro del ámbito catalán. Veo con extrañeza la foto de Esperanza Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid, con un capote en las manos, según dicen, para mostrar su afición por las corridas. Y constato también, tal y como leo en un Editorial de “El Periódico de Catalunya”, que “sería absurdo negar que una parte del frente antitaurino lo constituye un conglomerado variopinto de identidades soberanistas catalanas. Es más, el hecho de que una parte de quienes denuestan las corridas, aceptan que se sigan celebrando los correbous –en nombre de la tradición–, ilustra a las claras que les mueve un interés político o básicamente político.” Surge una iniciativa popular y los políticos se mueven interesadamente y a remolque. La demagogia se hace presente.

Yo no soy aficionado a los toros, pero recuerdo con alegría y satisfacción la plaza de toros de Jerez de la Frontera y las corridas de rejoneo a caballo a las que mi amigo Pepe nos llevó en diversas ocasiones, con motivo de la Feria del Caballo. Mi esposa, alemana, entonces recién llegada a España y nada sospechosa de ser una aficionada al maltrato de los animales, quedó sorprendida y encantada por el colorido, el arte y la “sabiduría” de caballos y toros, y por la habilidad de los toreros a caballo que “bordaban” el espectáculo sobre el albero jerezano. Me viene a la mente también, que a finales de la década de los ochenta del siglo pasado hubo una iniciativa popular en las islas canarias, que llevó a la prohibición de prácticas sangrientas como el tiro al pichón o las corridas de toros. Nadie, que yo recuerde, tuvo nada en contra, salvo la crítica justa a la tal ‘Ley de protección de los animales’ que no se atrevió con las peleas de gallos, que siguen siendo permitidas en las islas. Pero con Cataluña es distinto. También yo me he sentido interpelado por la forma y el fondo de la cuestión.

Me he acordado en estos días de Ortega y Gasset y de su profunda meditación sobre los problemas de España y de su historia. Es el “particularismo” que hoy vivimos en nuestra sociedad española lo más grave de nuestra actualidad. Los grupos dejan de sentirse como partes de un todo, ya no tienen “un proyecto sugestivo de vida en común”, y en consecuencia dejan de compartir los sentimientos de los demás. He oído y leído en muchas ocasiones durante los últimos meses que los catalanes son un pueblo “oprimido” por el resto de España. Su situación privilegiada, su dinamismo y energía, hacen parecer grotesca esta queja. Pero lo cierto es, que muchos de ellos se sienten así, y los sentimientos deben respetarse aunque se trate de algo muy relativo. Muchas veces, en mis contactos y relaciones con personas muy queridas de Barcelona, catalanes de nacimiento o de adopción, he tenido que hacer mías las palabras de Ortega en las Cortes Constituyentes de 1932: “El problema catalán es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar”.

Aprendí de mis conocidos catalanes muchas cosas, entre otras su preciado “seny”. Yo admiro y aprecio ese carácter catalán, su sentido común, su pragmatismo y prudencia. Pero me asusta por otra parte su determinación irreflexiva y no madura, que se ha puesto de manifiesto tantas veces en la historia catalana, comenzando ya en la experiencia secesionista del año 1640, cuando Cataluña se separó de la corona española y se convirtió en provincia francesa. Es la “rauxa” catalana, que siempre terminó como el rosario de la aurora. Yo no veo a una España sin Cataluña, ni a una Cataluña fuera de España.

En un viaje a Barcelona con el Director General de la empresa en que yo trabajaba – él era alemán -, me preguntó éste sobre el futuro de España. Eran los días en que Franco estaba agonizando. Yo le dije que los españoles, a pesar de todo, éramos pragmáticos y teníamos un gran sentido práctico de la realidad. Mi opinión era que todo saldría bien. La Constitución de 1978 fue un buen testimonio no sólo del “seny” catalán, sino del “seny” del resto de España. Admiré entonces, y admiro hoy, al célebre político catalán Josep Tarradellas. El pretendió alejar a sus conciudadanos del victimismo y de los prejuicios hacia el Estado español, y no culpar a éste de los problemas que padecía el pueblo catalán. Parece que, en parte, no lo consiguió.

Es posible que para algunos grupos catalanes antitaurinos de hoy el bueno de Tarradellas se vendió a la monarquía española y a su cultura. ¿Rauxa o seny? Como andaluz que soy, no me gustan los fundamentalismos, me quedo con el “seny” catalán y se lo deseo a todos los protagonistas de la actual “fiesta” nacional, a los catalanes y al resto de los españoles.

(Entre paréntesis, y sin que nadie lo sepa, quiero invitar a mi amigo Pepe a la próxima corrida de rejones de Jerez.)

No hay comentarios:

Publicar un comentario