viernes, 5 de marzo de 2010

Sus vergüenzas, mi vergüenza

“¡Los niños no lloran, y los hombres menos!”. Frase algo absurda que dije en ocasiones a mis hijos cuando, pequeños, iniciaban alguna de sus rabietas. No, no es cierto, los hombres también lloran, y hacen bien. Hace algunas noches fui yo, quien lloré en la soledad de una madrugada. Han pasado muchos años desde mi último llanto. Y no quise, ni quiero, ponerme ahora las gafas con cristales oscuros, con las que algunos tapan su llanto en momentos de duelo. El motivo de mi llanto me sigue arañando el alma.

Dicen que el llanto es una respuesta más o menos voluntaria a una situación o experiencia angustiosa de la persona. Las emociones se pueden convertir en lágrimas y sollozos si la impotencia te inunda el alma. Hace días que algunas noticias, comentarios y debates en televisión han querido romper mi bienestar y ecuanimidad. Y llegó la gota que colmó el vaso, y las circunstancias lo favorecieron. Me sentí impotente y lloré.

La cruz de la Jornada Mundial de la Juventud, que se celebrará en Madrid el año que viene, llegó a nuestro pueblo y estuvo una noche presidiendo el altar de la iglesia parroquial. Quise estar en la madrugada, cuando la gente duerme, delante del madero, y a las cuatro y media me fui a su encuentro. Efectivamente, las personas presentes eran pocas y puede arrodillarme a su vera, e intenté rezar. Los recuerdos y la imaginación me llevaron por otros derroteros, las últimas noticias me vinieron a la mente. Fue la del cura de un pueblo en la provincia de Toledo que robaba y se prostituía, anunciándose en las redes pornográficas de Internet. Fueron los curas y religiosos de Irlanda, que a lo largo de los últimos treinta años se han hecho culpables, abusando de menores que tenían a su cuidado. Fueron también otros tantos jesuitas alemanes que en sus colegios e internados aprovecharon su “poder” para cometer los mismos o parecidos abusos de menores. Y en el colmo de mi vergüenza, recordé, como guinda de la tarta, a la obispo luterana, señora Margot Käßmann (sí, ¡ella y obispo!), mujer carismática y querida en Alemania, presidente de la conferencia episcopal evangélica alemana, pasando un semáforo en rojo a media noche, y siendo sorprendida por la policía con un alto grado de alcoholemia.

Al presentar su dimisión de todos los cargos, dijo la buena pastora luterana que no se podía caer más bajo, y que en esa caída, ella se sabía cogida por las manos de Dios. Se lo creo y me consuela. Su dimisión le honra. Lo que me abruma sobremanera es la conducta de los sacerdotes y religiosos arriba mencionados. Pensé, el tema no es nuevo, en nuestras filas ya hubo otros casos. Pablo de Tarso, apóstol de los gentiles, llamaba en su día la atención a los de Filipos, ciudad de la antigua Macedonia, que él tanto quería. Y lo hacía también llorando: “Porque, como os decía muchas veces, y ahora lo repito con lágrimas en los ojos, hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas.” ¡Su gloria, sus vergüenzas! Como en Toledo, como en Irlanda, como en Alemania, o como en tantos otros lugares.

Y sus vergüenzas se han convertido hoy en mi vergüenza, en mi sonrojo, en mi llanto. Somos miembros de una Iglesia, del Cuerpo místico de Cristo, miembros de ese Cristo al que no dejamos morir de una vez. Recuerdo mis “Viernes Santos” sevillanos, buscando en las calles de Triana al Cristo de la Expiración y rezando en la noche del dolor al que el pueblo le llama, le llamamos, el Cachorro. “Siempre con sangre en las manos, siempre por desenclavar, no se morirá jamás nuestro Cachorro expirando.” (Saeta sevillana). En el enorme y desnudo madero de la cruz de los jóvenes, la otra noche en mi parroquia, quise ver a mi Maestro, Jesús de Nazaret, en la imagen barroca del Cachorro, que nos dejó Antonio de Gijón, sintetizando en su agonía sin fin al Dios Salvador y al hombre sufriente. Lo vi, en ese ‘retrato del Dios verdad’, con su boca entreabierta, con los signos premortales en sus pupilas y con su “paño de pureza” agitado por la tormenta de la hora nona.

Y lloré, y seguiré llorando en mi alma, porque no le dejamos morir. EL sigue muriendo para tapar nuestras vergüenzas. “Porque sabe a eternidad su corazón solitario. Porque se enreda al sudario la muerte que viene y va. Porque su pecho es milagro, coraza de batallar. Porque no tiene final tanto amor apasionado.” (De una saeta trianera). Acepta mi llanto, Maestro, como señal de mi impotencia. No te dejo morir. ¡Perdona! Y, por favor, que la vergüenza no me abrume.

1 comentario:

  1. “…que la vergüenza no me abrume” terminas tu artículo. Permíteme que te diga que levantes el ánimo, que seas optimista, llénate del espíritu de victoriosidad. Un cura de un pueblo de Toledo es noticia por ser un traidor a su orden de ser… ¿pero cuántos miles de curas hay que están dando todo de sí mismos, y no son noticia…? Dios estaba dispuesto a perdonar a una ciudad entera si Abraham encontraba a unos cuantos justos: ¡unos cuantos justos valen a los ojos de Dios más que una ciudad entera! Ese es nuestro Dios rico en misericordia, y por tener a tal Dios tenemos que estar alegres (no digo que la ley positiva no castigue a los culpables). En este tiempo estamos viviendo una lucha enorme de poderes demoníacos contra lo divino: la santísima Virgen es la que vencerá; nosotros tenemos que hacer una cosa: encomendarnos sin reservas a Ella, entregarnos y entregar a los que nos fueron confiados a la bendita entre todas las mujeres. Todo lo demás resultará entonces por sí mismo. Un abrazo, Pepe.

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