viernes, 7 de enero de 2011

El pudor

No me ha ocurrido a mí – no sé si afortunada o desafortunadamente -; le ocurrió a una vecina de Madrid, que al sacar por la mañana a su perrito “chihuahua” a la calle, se encontró en el vestíbulo de la casa con un joven vecino, vestido únicamente con los calzoncillos, los calcetines y unas botas deportivas. Eran las siete de la mañana y el termómetro marcaba cinco grados. Al observar la reacción de la señora, el joven no tuvo más remedio que explicarse. Una marca de ropa juvenil había anunciado en Internet que en el primer día de las rebajas de invierno regalaría un conjunto completo a las cien primeras personas que acudieran en ropa interior a su tienda. Según la noticia publicada en algunos periódicos, con fotos de alguna jovencita en braguitas y sostén buscando camisas, fueron más de trescientas las personas que guardaban cola a las puertas de la tienda a las ocho de la mañana, una hora antes de que el local abriera. Cuentan que el primero de la cola llegó a aquel lugar a las 19 horas del día anterior. Para luchar contra el frío, se repartió el rico chocolate caliente, típico de estos días en la capital del reino.

Algunas noticias de hoy me traen recuerdos del ayer. Había cumplido veintiún años y viajaba en tren desde Hendaya, en la frontera hispano-francesa, hasta París. Regresaba a Colonia, después de unas pequeñas vacaciones de Navidad en mi tierra, Andalucía. Los viajes de entonces no eran tan rápidos como los de hoy, daba tiempo para todo. Recuerdo que en aquella noche, y en parte del día siguiente, íbamos en el compartimento del vagón de segunda ocho personas todas jóvenes, y a las que nos unía un mismo destino: veníamos de estar en familia en el sur, y regresábamos a nuestros lugares de trabajo o estudio en el norte de Europa. Allí se habló de todo. Una madrileña, que iba a Suecia, contó que en aquel país, en la casa de sus anfitriones, la mamá de la familia, ella joven, se bañaba con el hijo y la hija, ambos de poca edad, juntitos y desnudos en la bañera de la casa. La madrileña lo sabía, porque dejaban la puerta del baño abierta. Hecho noticiable para los viajeros de aquel tren y de aquella noche. Aquello venía a cuento por las costumbres tan modernas que los españolitos de los años cincuenta y sesenta encontrábamos en los países europeos que nos hospedaban. La desnudez era algo así como el termómetro de la modernidad. Y sobre todo, si se trataba de Suecia y de las suecas. Eso ya era el súmmum.

Yo, que me quedé en Alemania, no tuve la “suerte” de la madrileña del tren; la familia que me albergaba no tenía niños pequeños, y cuando nos encontrábamos en el pasillo de la casa, por ejemplo en la puerta del cuarto de baño, llevábamos tapados nuestros cuerpos con las batas de baño propias del caso. Se vivía en familia, pero se valoró siempre la intimidad de la persona. Era, eso sí, una familia con valores cristianos, en la que se sabía lo que era el pudor. Lo habían aprendido de pequeños y lo ponían de manifiesto también en el trato con sus huéspedes.

Cuando años después, y precisamente con una alemana, compartí el mismo proyecto de vida, fundar una familia, nos propusimos los dos educar a nuestros hijos en los valores que habíamos recibido de nuestros padres. Juntos reflexionamos sobre el pudor, y supimos que la personalidad de nuestros hijos crecería con la conciencia de su propia intimidad y de la necesidad de su protección. Nos dijeron que “las formas que reviste el pudor varían de una cultura a otra, y que sin embargo, en todas partes constituye la intuición de una dignidad espiritual propia al hombre y que nace con el despertar de la conciencia personal”. Así lo observamos en nuestros hijos, y educándolos en el pudor vimos que se despertó y creció en ellos el respeto por la persona humana, por su persona y por la de los demás.
Sabíamos además, por propia experiencia, que las primeras señales del pudor en los adolescentes son el inicio de su identificación como ser sexuado, y que los sentimientos de pudor y vergüenza tienen que ver con la propia autoestima. Por ello el sentimiento de pudor que anida instintivamente en la persona quiere y necesita ser educado. Me consta que nuestros hijos son hoy personas de una sana autoestima, porque supieron, entre otras cosas, administrar con sabiduría sus sentimientos de pudor y de vergüenza. ¡Una suerte la nuestra, y la suya!

Tengo la sensación que en la cola del establecimiento madrileño de la otra mañana, ninguno de los presentes sabría definir lo que es el pudor; y creo que los temas de la conversación nocturna del grupo mencionado serían no tanto la desnudez, que a ojos vista estaba, sino la forma de pasarlo bien y de tener la mejor figura de entre los allí presentes, o aquello de ir a la última moda. Los tiempos cambian. Aún así me doy cuenta que soy hombre de suerte: ninguno de mis familiares y amigos se levantó tan temprano como la señora del “chihuahua”, ninguno se ha puesto “en cueros” en la cola, porque todos nosotros sabemos que el desnudo pertenece al ámbito de la propia intimidad. Ah!, y los baños comunitarios los dejamos para el verano en las aguas del Mediterráneo andaluz; eso sí, tapaditos a la moda como Dios manda.

2 comentarios:

  1. Antonio Mellado Suárez11 de enero de 2011, 1:53

    Alguien que está a las siete de la mañana,en calzoncíllos,calcetínes y deportívas,con cinco grados de temperatura,con el objetívo de participar del regalo de unos establecimientos de ropa, creo que además de carecer de pudor,sana autoestíma,y falta de respeto, entra dentro del mas alto grado de estultícia,que tan bien define, Santo Tomás de Aquíno,en su escrito sobre los tontos.Pobre señora del "chihuahua"! como para hablarle del devenir de la vida!, de esta hermosa vida que nos ha tocado vivir..eso sí..como Dios manda! Felicidades

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  2. Hola tito! Me ha encantado este artículo. Toda la razón! Espero ponerme en contacto contigo pronto. Un beso!

    Jesús

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