viernes, 18 de marzo de 2011

Lo que Japón me enseña

Sobrecogido, admirado y confundido asisto desde mi cómodo hogar, a los terribles acontecimientos que están ocurriendo en estos días en el, para mí, hasta hoy lejano Japón. Diez mil ochocientos kilómetros me separan de aquellas islas, pero la televisión y las agencias “on-line” en español y en alemán, que son los que llegan a casa, inundan mis horas de estos días, haciéndome creer que estoy viviendo el paso trágico y traumático de una época ya conocida y aceptada a otra insegura e incierta que nos tocará vivir a partir de mañana.

Sobrecogido por lo ocurrido y por lo que puede ocurrir. Dicen los expertos que el terremoto del viernes pasado y su posterior tsunami han movido la Isla Japonesa cerca de 2,5 metros y que incluso el eje terrestre se ha alterado en unos 10 centímetros. Cientos de kilómetros cuadrados han sido arrasados, su infraestructura destruida, miles de personas han perdido la vida, muchos miles más están aún desaparecidos, y todo un país vive en la incertidumbre de una posible catástrofe nuclear motivada por los efectos del tsunami en una de las centrales nucleares de la costa japonesa. Yo no puedo luchar contra mis sentimientos: hoy me siento como un japonés más. Aunque su dolor está lejos, el suyo es también mi dolor, cada vez que oigo o leo las noticias, sus preocupaciones son las mías.

Sobrecogido también porque ellos andan entre los escombros sin rumbo ni norte, buscando a sus seres queridos en la frialdad de su invierno. No saben a quién dirigirse, tienen sed y hambre y aguantan las colas para que el contador Geiger mida el grado de contaminación nuclear al que han sido expuestos. Aunque parezca que no lloran, hay un grado de dolor que nos hace a todos iguales. No sé si mi fantasía y mi amor al prójimo aguantará muchas semanas y meses, el tiempo que ellos tendrán que pasar hasta que aparezcan sus calles y aceras, los límites de sus jardines y casas, la foto de la amada, el recuerdo del hijo o del padre que han perdido, aquel objeto tan cuidadosamente guardado y hoy desaparecido.

En este gran dolor me pregunto si los hombres de nuestro siglo no estaremos demasiados exigidos por la “cercanía” de tanto mundo, de un mundo antes lejano y que los medios nos traen ahora al otro lado de mi ventana; si no estaremos demasiados exigidos por una vecindad que se ha hecho global, que no conoce fronteras, por un acontecer que puedes seguir en vivo con la crudeza que los periodistas presentan los acontecimientos, pero que necesariamente tú tardas en asimilar, porque no eres una piedra ni el disco duro de una computadora. ¿Seremos capaces de vivirlo y asimilarlo sin consecuencias funestas para nuestro propio ser?

El mundo se ha hecho muy estrecho, vivimos con más libertad, vivacidad y rapidez, nuestra vida es mucho más peligrosa que la de ayer. Lo que ocurre al otro lado de mis paredes, al otro lado del mundo, produce una reacción en cadena cuyos efectos sufriré inexorablemente. Sin embargo el amor al prójimo que aprendimos de niños no tiene hoy su aplicación en los límites de mi barrio, de mi familia o de mi pueblo. Alguien me tiene que enseñar a que el prójimo puede estar hoy a miles de kilómetros. Quisiera sentir que el dolor del ciudadano en África, Asia o América es a la vez mi dolor. En estos días los japoneses están contribuyendo a ejemplarizar esta lección.

Admirado vivo en estos días por el pueblo japonés. Los japoneses han sido para mí siempre gente extraña, poco conocida. Con respeto aceptaba y acepto, aun sin comprender, su idioma, su cultura, su aspecto exterior y su conocido autodominio. Un mito sobre su originalidad y su tradición cubría mi desconocimiento. Me habían hablado de su cortesía, ecuanimidad y orden. He leído sobre su estoicismo y capacidad de enfrentar el sufrimiento. Siempre me impusieron sus celebraciones anuales en el aniversario de los desastres nucleares de Hiroshima y Nagasaki que los americanos tan atrozmente les hicieron sufrir en 1945. Me admiran, sí, aunque no los entienda.
No comparto de ninguna forma la opinión de algunos autores alemanes que esperan después de esta catástrofe un cambio profundo en el pueblo japonés, una revolución cultural, social y política. Dicen éstos que las virtudes que en occidente admiramos en las gentes de este pueblo, como son la cortesía, la ecuanimidad y el orden, son un verdad solo apatía, indiferencia y pasividad. No quiero ni puedo compartirlo. Con el Emperador Akihito me siento emocionado por la calma y el orden que los ciudadanos japoneses han demostrado tras el terremoto y “espero desde el fondo de mi corazón que la gente, mano a mano, se trate con misericordia y supere estos días difíciles”. Yo también rezo por ellos.

Finalmente también ando confundido. Mi confusión tiene su origen en la reacción que el desastre de la planta nuclear japonesa de Fukushima está trayendo al acontecer político de nuestra sociedad europea. Tengo la sensación que los políticos han perdido su capacidad de gobernar con ecuanimidad y señorío. Mañana viajo a Alemania. El viernes que viene enviaré desde allí mi reflexión.

2 comentarios:

  1. ME HA GUSTADO MUCHO TU CARTA, COMPARTO CONTIGO TODO LO QUE EXPONES SOBRE EL PUEBLO JAPONES Y TAMBIEN DESEO LO MEJOR PARA ELLOS Y TODOS NOSOTROS.

    ResponderEliminar
  2. Una catástrofe como la ocurrida en Japón, observada desde la barrera, nos conduce a pensar que hasta el país mejor pertrechado tecnológicamente es vulnerable a la brutalidad de un azote imprevisible de la naturaleza

    ResponderEliminar