viernes, 8 de abril de 2011

La casa paterna (1)

Deambulando por aquellos pueblos y calles, por mí recién descubiertos en la Alemania de principios de los años sesenta, buscaba yo a un amigo para poder hablar y contarle mis primeras experiencias en aquel país tan lejano de Andalucía. Todo era nuevo para mí. Habíamos llegado días antes con otros estudiantes granadinos a Colonia en un autobús que nos trajo desde Barcelona. Una organización juvenil universitaria nos había reservado trabajo y habitación para los meses de vacaciones en Alemania.

Mi paisano, estudiante como yo de los primeros cursos de la Universidad en Granada, me había dicho que durante este tiempo estaría trabajando en una azucarera de un pueblo y que viviría en la casa de una familia alemana desde cuyas ventanas se veía – yo diría se mascaba - el humo de la fábrica de azúcar. Eran otros tiempos, las chimeneas alemanas no tenían filtros como las de hoy. El pueblo se llamaba, y se llama, Elsdorf, y está situado en la campiña del río Erft, muy cerca de Colonia.

Era la mañana de un sábado brillante, en un otoño cálido y hermoso, yo aún no había pasado de la tercera lección del método Assimil. El idioma alemán era para mí como un huerto sellado. Mi amigo el estudiante me había indicado que para entrar en la casa debería buscar el huerto de la misma y llamar en la puerta que había en la fachada posterior. El edificio tenía por delante otra puerta, pero era la entrada a la tienda de lámparas y material eléctrico de los dueños del edificio. El negocio era conocido en el lugar como “Elektro Mayer”. Supuse que el tal Mayer era electricista.

Alguien, muy amable, me indicó la entrada al huerto de los Mayer. Había otros huertos en aquella calle. Abundaban los árboles y las plantas. Al entrar en aquel lugar pensé que los que allí habitaban, debían ser aficionados a los árboles frutales. Tenían manzanos, ciruelos, perales y unos hermosos cerezos. Era el tiempo de la cosecha. Me acerqué a la casa por el camino cubierto con la sombra de los frutales, uno de ellos estaba con el tronco torcido, casi a ras de tierra, (más tarde supe que había sido una bomba aliada, la que lo había tumbado).

Cerca ya del edificio escuché sobre mi cabeza un ruido de ramas y hojas que, en principio, me sorprendió. Sin fijarme en la escalera que estaba apoyada en el tronco del peral, miré hacia arriba y mis ojos quedaron sorprendidos por lo que estaban viendo. Algunos meses después le conté a mi padre la experiencia, y al llegar a este momento de mi relato, mi padre, que era religioso pero tenía su guasa, me dijo: “¡Paco, hijo mío, no me digas que se te apareció la Virgen!”

No recuerdo lo que contesté a mi padre. Lo cierto es que no era la Virgen, pero sí una joven rubia y bellísima, de pie allá en lo alto del árbol, con un cesto en una mano y la otra mano apoyada en la rama que le daba cobijo. Cuando me recuperé de la sorpresa, el tiempo me pareció una eternidad, me di cuenta que la jovencita estaba recogiendo las peras ya maduras. Ella, al verme, se sonrió y me dijo algo que no entendí. Supuse que me saludaba y me preguntaba qué era lo que se me ofrecía en aquel lugar. Le nombré a mi amigo y ella me indicó desde el peral la puerta de la casa. Su sonrisa se quedó grabada en mi alma juvenil, por entonces inquieta y algo perdida. Mi paisano, el estudiante, me dijo que la chica de la “aparición” era la hija de la casa, que se llamaba Anneliese, y que coincidía conmigo en el calificativo con el que le había retratado a la joven del árbol. Acababa de conocer, a una prudente distancia, a una bellísima alemana, un regalo inesperado de una tarde de otoño de principios de los años sesenta.

Ella estaba en el huerto de su casa paterna, entre aquellas paredes había crecido, era la única hija del matrimonio Mayer. Años después aquella belleza del peral llegó a ser la mujer de mi vida, la madre de mis hijos. Dios me la regaló, y yo estuve atento al detalle que se me ofrecía.

La vieja casa paterna está hoy en venta. Es un signo más de estos tiempos de desarraigo que diariamente construimos. Duele, pero es así. Algún día, cuando se haya vendido y sólo quede el recuerdo de la misma, contaré a los míos alguna de las escenas más entrañables que yo viví en aquella casa y en aquel jardín. Los principales protagonistas, los padres de mi mujer, mis suegros, que allí la vieron crecer y jugar, y ella, la hija, que algunos otoños después, salió de la casa paterna para casarse con un españolito venido del otro lado de los Pirineos.

1 comentario:

  1. Paco, me ha encantado esta entrada. Muy bonita la historia de tu encuentro con Anneliese.
    Un abrazo,
    Ángel

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