viernes, 14 de octubre de 2011

El funeral

Ayer tarde asistí a un funeral. Una familia amiga y muy cercana despedía así a un ser querido, al abuelo materno; mi esposa y yo quisimos compartir el momento, y con ello mostrarles nuestro cariño y, como se dice habitualmente, acompañarlos en el sentimiento. Esa era la intención, así lo expresamos, pero he de decir que al final de la ceremonia y después del encuentro personal con nuestros amigos y su familia me sentí contento, agradecido y un tanto sorprendido. No fui yo el que di algo a mis amigos, sino que al final me sentí inmensamente regalado por ellos.

Tengo que confesar que a veces esa frase hecha de “te acompaño en el sentimiento” me produce interiormente cierto rubor al pronunciarla. Pienso que es una temeridad asegurar una compañía, yo diría una sintonía, con lo más íntimo de los sentimientos de una persona que acaba de perder a un ser querido, al que tú incluso, en el peor de los casos, jamás conociste. Estoy seguro que es más fácil reír con el que ríe, que llorar con el que llora. ¿Ponerme en lugar del otro en el dolor? ¿Captar en mi alma el sufrimiento del otro para poder acompañarlo, asumir en mi corazón sus sentimientos?

Anoche en el funeral, fue distinto: nos tocó alegrarnos y agradecer con los que se alegraban y agradecían, con los familiares, con los hijos y nietos del fallecido. La alegría es contagiosa, y sobre todo si ésta va acompañada de la fe, me refiero a la fe cristiana. La iglesia en donde se celebraba el funeral estaba repleta de gente, allí junto al altar estaba el coro que acompañó la ceremonia con sus cantos e instrumentos musicales. Eran los nietos del fallecido. Gente joven, muy joven (¿eran doce o quince?), alegrando con sus voces el momento de la despedida del abuelo. Me imaginé al abuelo, al otro lado de la “cortina”, con una inmensa alegría y un corazón agradecido por lo que estaba viendo en ese momento. Los hijos de sus hijos cantando y alabando al Dios de los vivos en Jesucristo resucitado por el abuelo tan querido para ellos.
Disfruté con él, al que nunca conocí personalmente, y así se lo dije a mi mujer que estaba sentada conmigo en el banco de la iglesia. “Cuando yo me muera, le dije, quisiera que el funeral que celebréis sea como éste”. Ahí me di cuenta que estaba, de verdad, acompañando a mis amigos en sus sentimientos. Ellos y sus hijos, con su ejemplo, me lo habían puesto fácil.

“Por sus frutos los conoceréis”, hemos escuchado a menudo. No me refiero a los árboles y sus frutos, sino a los padres y a sus hijos. “De tal palo, tal astilla”, decían los viejos de mi Andalucía. Conociendo a mis amigos, puedo deducir la vida y el sentir de su padre, del abuelo que anoche despedíamos. Su hija, al comunicarnos su fallecimiento, nos avanzaba algo al respecto: “Tenía 77 años y desde hacía 11 años padecía Párkinson, que es lo que le ha ido deteriorando físicamente hasta un grado impensable. Hemos podido acompañarle mucho, especialmente en este último tiempo, y hemos quedado admirados de su serenidad, su paz y su alegría en todo momento, a pesar de la dureza de la enfermedad. Hace pocos días me decía que era muy, muy feliz y tengo la certeza de que esto era posible porque estaba muy unido a Cristo en la Cruz”.

Uno de los hijos leyó durante la Santa Misa un capítulo de la Carta a los Romanos. En los consejos de Pablo vi retratado al hombre que despedíamos: “Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto. // Vuestra caridad sea sin fingimiento; detestando el mal, adhiriéndoos al bien; amándoos cordialmente los unos a los otros; estimando en más cada uno a los otros; con un celo sin negligencia; con espíritu fervoroso; sirviendo al Señor; con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación; perseverantes en la oración; compartiendo las necesidades de los santos; practicando la hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen, no maldigáis. Alegraos con los que se alegran; llorad con los que lloran. Tened un mismo sentir los unos para con los otros; sin complaceros en la altivez; atraídos más bien por lo humilde; no os complazcáis en vuestra propia sabiduría. Sin devolver a nadie mal por mal; procurando el bien ante todos los hombres: en lo posible, y en cuanto de vosotros dependa, en paz con todos los hombres.”

Después de escuchar tal relato de su vida, pude entender la alegría y el agradecimiento de sus hijos y nietos por haber podido ser testigos de la misma. Hubo un detalle más que me conmovió profundamente: el sacerdote que presidía la liturgia, al recordar la vida del fallecido, desveló a los extraños un pequeño secreto del difunto. Fue un hombre, dijo, que creyó siempre en el matrimonio y que estaba enamorado y amaba profundamente a su mujer; su cara se iluminaba, también en los últimos días de su vida, cuando ella se le acercaba y le daba la mano. La presencia de la mujer amada le hacía feliz.

Hay vidas y funerales que valen la pena conocerlas y vivirlos, y por los que hay que dar gracias a Dios de todo corazón.

2 comentarios:

  1. Me ha conmovido tu relato. Siempre tan certero y profundo. Carmencita

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  2. Antonio Mellado Suárez16 de octubre de 2011, 0:15

    Querido Paco: Todo el artículo..la carta a los
    romanos..etc tu magnífica pluma,y sabiduría,para expresar sentimientos en tu bello atardecer,me gustan y emocionan,pero en este artículo,la frase:
    " Estoy seguro que es mas facil reir con el que rie,que llorar con el que llora.¿Ponerme en el lugar del otro en el dolor?.¿Captar en mi alma el sufrimiento del otro,para poder acompañarlo?,asumir en mi corazón sus sentimientos?". Es especialmente hermosa.En una pequeña frase,hablas de la terrible soledad del sufrimiento...y de la alegría...todo lo contrario,contagiosa y llena de enrgía. Gracias por contarnos cosas tan profundas...a mi me dan mucha alegría. Un abrazo

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