viernes, 28 de octubre de 2011

Nobleza obliga

Es posible que a muchos de mis contemporáneos la palabra “noble” le suene a chino o cuando menos bien ajena a su vida diaria. Conocemos, por las revistas del corazón, a personas que pertenecen a la nobleza española o europea y que a veces nos brindan, por lo que cuentan estas revistas, un panorama poco noble y edificante. Lo vulgar se ha apoderado de parte de nuestro entorno, no solo en los programas de televisión sino en el día a día de nuestro quehacer, de nuestro vocabulario y también de nuestro vestir (no me refiero a la belleza de lo sencillo y práctico en el vestir moderno, que es de agradecer). Creo que entretanto la vulgaridad no conoce fronteras.

Me alegra constatar sin embargo que lo noble, aunque se note menos, también está entre nosotros. Quizá sea porque no me gusta lo vulgar, que me ha hecho bien pasar unos días con mi hijo y dos amigos suyos, caballeros “de obediencia” de la Orden de Malta, en un viaje de recreo, religioso-cultural, por Alemania. Los tres deseaban pasar unos días en el Valle de Schoenstatt, allí a donde el río Mosela desemboca en el “padre” de todos los ríos alemanes, el río Rin. Les acompañé y lo hemos disfrutado, con unos días espléndidos de sol, los últimos, creo, antes de iniciarse el frío otoño alemán.

En nuestra excursión vivimos situaciones muy diversas, muchas de ellas inolvidables: desde la simplicidad de nuestro hogar en una de las colinas de Schoenstatt con el cuidado esmerado de nuestros anfitriones, hasta los paseos por la ciudad de Colonia, a la sombra de su Catedral, pasando por la visita a uno de los monasterios benedictinos más conocidos de Alemania, la Abadía de María Laach, cerca de Coblenza. Disfrutamos de la buena cerveza alemana y degustamos algunos de los sabrosos sabores de la cocina renana.

Fue en uno de los restaurantes visitados que tuve la oportunidad de constatar la diferencia que existe entre lo vulgar y lo noble. Llevé a mis invitados a un conocido y popular restaurante de Colonia. Quise que conocieran allí algo del tipismo propio de los personajes y ambientes de esta ciudad. Tienen los de Colonia un lenguaje y una mentalidad propios, llenos de un humor especial, que hacen que sus gentes, cuando viven en el extranjero, sufran una cierta nostalgia de su ciudad. Lo sé por mi esposa. Quería que nuestros amigos supieran por qué.

Hete aquí, sin embargo, que el tiro me salió por la culata. Chocamos con un camarero, a todas luces no alemán y vestido de “köbbes”, como correspondía al local en el que nos encontrábamos. Su acento me llevó a pensar que procedía de los Balcanes. Aunque vestido de camarero típico de Colonia, su “chispa” no era aquella que caracteriza a los “köbbes” alemanes (aquellos que reparten cervezas en los locales típicos de esa ciudad); hay algo en estas originalidades regionales que no puede ser aprendido, que sólo lo aporta el pecho materno.
Durante el servicio a nuestra mesa, el citado camarero hizo alarde de una vulgaridad sin igual en el trato con uno de mis acompañantes. Al observar la situación me acordé de aquella ley de la física que aprendimos cuando niños y que dice que los polos opuestos se atraen. Tengo que aclarar que mi compañero de viaje, el sufridor de aquella noche, es un hombre con una destacada amplitud de horizontes, una fina y original caballerosidad y una marcada elegancia espiritual. Noble por sus conocimientos, noble en su vocabulario y en sus maneras y noble, además, porque lo tiene ‘de nacimiento’: pertenece a una familia española con abundantes títulos de los llamados “nobiliarios”.

En aquella noche y en aquel lugar de Colonia la vulgaridad se enfrentó a la nobleza, estando a punto de vencer la primera por su persistencia y encono. Bastaba observar, entre otras sutilezas menores, cómo los platos y vasos de cerveza que el “köbbes” traía a la mesa – éramos siete comensales - rozaban casi las narices y el rostro del caballero español por obra y desgracia de la “chispa” vulgar y grosera del camarero de los Balcanes. Los que compartíamos la mesa temimos que aquello nos fastidiara la velada, y optamos por ofrecer a nuestro amigo un lugar inofensivo en la ronda, en donde la vulgaridad no tuviera opción de enfrentarse a la nobleza, lo que de mil amores aceptó nuestro compañero de viaje. Fue en ese momento cuando me dije “nobleza obliga” y recordé una frase que aprendí en mis tiempos juveniles de Alemania: “Adel des Geistes” (nobleza de espíritu).

Hay temas que no están de moda en nuestras sociedades. Pienso que la “nobleza de espíritu” suena a algo caduco y de siglos pasados, algo así como la “nobleza de títulos” de antaño. Quiero intuir que todo ello tiene que ver con la falta de valores a nuestro alrededor. Cuando en mi juventud llegué a Alemania, tuve la suerte de conocer a personas que, sin pertenecer a ninguna familia “nobiliaria”, poseían una nobleza de espíritu que trascendía toda su vida. Me agradó y me quedé con ellos. Frente al relativismo imperante hoy y frente a algunas de sus expresiones más usuales como la vulgaridad, me gustaría apostar por el desafío que supone la citada “nobleza de espíritu”. Estoy seguro que quien la valore, la podrá poseer, y que en Colonia hoy también se da.
(Nota para los estudiosos: ver “Adel des Geistes” del escritor alemán Thomas Mann).

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