viernes, 9 de diciembre de 2011

Los susurros de mi colchón

Estoy seguro que los sueños, sueños son, pero con el pasar del tiempo y con el hecho de la tenacidad que demuestran en subir todas las noches a mi cama, a una hora avanzada de mi descanso nocturno, estoy llegando al convencimiento de que los mismos son parte de un mundo mágico y fascinante que vive en mí, que no logro descifrar y del que alguna vez, ¡ojalá!, encontraré el secreto, el sentido de su existencia. Dicen que en algunos pueblos indígenas, eran los abuelos los que descifraban los sueños de la familia; yo voy a intentar que sean mis nietos los que así lo hagan conmigo. Podrá ser un tema de nuestros próximos y cercanos encuentros navideños.

Esta noche también he soñado. No hay nada tan cercano y tan perdurable a la persona como su propio colchón. Amigo incondicional y sufrido, que acaricia toda tu piel durante horas y horas del día, un día tras otro, y todo ello sin rechistar ni poner condiciones. Anoche soñé que mi colchón intentaba decirme algo. Sus susurros eran prolongados y persistentes. Mis oídos lo escucharon una y otra vez sin poder comprender su mensaje. Confío en que mi colchón no esté harto de mí y quiera echarme de la cama, ni que su ancianidad sea el origen de sus quejas (¿?), pues llegó a nuestro hogar hace unos meses, recién salido del almacén de un amigo de mi hermano el menor, que sólo tiene colchones de calidad, apropiados para la piel y los huesos de un inquieto viajero que ha decidido descansar, me refiero al que suscribe y sueña. Inquieto por la persistencia del mensaje me di mil vueltas sobre la sufrida superficie de mi colchón – ¡él tiene la culpa! - hasta que los pájaros de mi jardín quisieron finalizar con sus cantos la escena y el susurro incomprendido. Eran las siete de la mañana y hacía frío.

Al incorporarme ya despierto, justo en esos segundos en donde los sueños parecen todavía ser una realidad, que se esfuma poco después para nunca más volver, justo en ese momento, y como si hubiera pasado página en un libro, recordé que la noche anterior había leído, poco antes de acostarme, una reseña sobre el estudio que la señora Lyn Waldley de la Universidad de Witwatersrand en Sudáfrica ha publicado en la última edición de la revista científica “Science”.

Cuenta esta distinguida científica que un grupo internacional de arqueólogos ha encontrado en unas cavernas prehistóricas, habitadas por el hombre hace 77.000 años, restos de colchones construidos con ramas de árboles siempre verdes de la familia de los laureles, llamados “Cryptocarya woodii”, y que tenían la propiedad de espantar los mosquitos y otros insectos que venían a entorpecer los sueños de sus propietarios. Deducen los científicos que los cavernícolas de Sibudu, población situada en la actual provincia de KwaZulu-Natal de África del Sur, estaban familiarizados con las propiedades medicinales de las plantas que tenían a su alrededor. Seguro que mi colchón no aguantará tantos miles de años, aunque su fabricante haya escrito en la etiqueta que sus muelles están rellenos de ‘hipoalergénicos’ (¿qué será eso?), y que posee una “adaptabilidad memorex”, lo que me sugiere que lo han dotado de memoria artificial. Así son la vida moderna y sus inventos.

Aunque para encontrar colchones construidos con productos vegetales no hay que visitar Sibudu ni retroceder los setenta y siete mil años citados. Mis sueños y la pequeña historia que le preceden me situaron en mi infancia, allí a donde fui descubriendo facetas nuevas y preciosas de mi vida, en la tan recordada Alpujarra granadina.

Había pasado la época de la cosecha del maíz. Aquellas tierras eran poco fecundas, aunque producían el maíz necesario para alimentar a los animales y para fabricar colchones. Algunas mujeres del pueblo, entre ellas mis tías, las que se quedaron solteras por vocación, se sentaban en sillas bajas de anea y dedicaban horas a separar las hojas secas de las mazorcas del maíz. Las hojas se introducían, después de algunos procedimientos intermedios, en una especie de sacos grandes, cosidos con telas de rayas blancas y negras, que serían los futuros colchones del cortijo, de sus habitantes y de aquellos que veníamos a pasar largas temporadas con la familia. La borra y la lana eran materiales escasos por aquellos años. La estampa que describo y la ‘música nocturna’ de aquel colchón que abrazó tantas noches mi piel infantil quedarán para siempre en mi memoria. No sé si aquellos colchones ahuyentaban a los mosquitos o tenían la capacidad de adaptarse a mi cuerpo, lo que sí puedo asegurar es que en aquellos años no necesitaba soñar, porque la vida misma era un sueño para nosotros, los niños, que tuvimos la suerte de disfrutar de aquel campo y de sus gentes.

Dudo que esta noche vuelva a soñar con mi colchón. Si así es, le diré que no presuma de su refinada estructura, que me deje dormir en paz y que recuerde que han encontrado a sus antepasados lejos, muy lejos de aquí. Y que para dormir placenteramente no necesito sus susurros porque algunos colchones de mi niñez tenían hasta música incluida. Era el ruido que las hojas secas del maíz producían cada vez que cambiabas de postura durante la noche. Son las ventajas e inconvenientes de la evolución.

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