viernes, 15 de enero de 2010

Solidaridad

En mi niñez y temprana juventud tuve la oportunidad de escuchar muchas veces aquello de “¡castigo de Dios!”. Sin embargo, debido a mis experiencias personales y al testimonio de muchos de los que me rodeaban, opté pronto por cambiar la palabra “castigo” por aquella otra de “amor”. ¡Amor de Dios!

Yo también viví un terremoto extraordinario. Fue en la primavera del año 1956, en Granada. Según los expertos, se trata del terremoto más grave de la historia de España. Era a media tarde. El estruendo hizo que saliera corriendo a la calle y pudiera ver todavía cómo la torre de una iglesia se tambaleaba sobre mi cabeza, y cómo las vías del tranvía se levantaban del pavimento. A diez kilómetros de aquella iglesia, en los pueblos de Albolote y Atarfe, se destruyeron cientos de edificios, hubo miles de heridos y una docena de muertes. Yo pensé entonces que Dios me había amado tanto, que me salvó de la catástrofe. Y también a mi familia, y a la Alhambra.

Hoy constato que, en medio de la tragedia que estamos viviendo con el terremoto de Haití, muchos comentaristas mencionan a Dios entre sus líneas para situarlo, cuando menos, en la estratosfera. El diario ‘El Mundo’ titula hoy en primera página un comentario de Gina Montaner con las palabras: “Sin noticias de Dios en Haití”. Deduzco de todo ello un anhelo vehemente de Dios en esta sociedad tan atea y descreída que nos rodea. Es el grito de toda la humanidad, ya desde el principio de los tiempos. Hoy también se sigue gritando, aunque con un matiz distinto: “¿Dónde está vuestro Dios?” o “¡Dejadnos tranquilos con Dios, es una quimera!”.

Desde Miami, Rui Ferreira cuenta de una entrevista que tuvo con una anciana haitiana el día siguiente del terremoto:
“Fue Dios, ¿quién si no? ¿Qué otra cosa pudo ser? Dios es Dios y sólo él puede disponer de nosotros”, afirmaba convencida pero con tono suave, la anciana Germine Sanders, en la puerta de la botánica religiosa donde trabaja. La botánica es una tienda de artículos religiosos de santería y vudú, pero que a todos sirve de consuelo en estos tiempos difíciles e incomprensibles. “No digo que haya sido justo lo que pasó, no sé que le hizo la gente a Dios, pero si Dios te castiga así, por algo será”, afirma con la mirada perdida en el más allá. Y al volver a la tienda dijo: “¡Habrá que preguntarle a Dios!”
Las palabras de la anciana Germine se parecen a aquellas del Salmista, que hace siglos gritaba también: “Despierta, Señor, ¿por qué duermes? Levántate, no nos rechaces más. ¿Por qué nos escondes tu rostro y olvidas nuestra desgracia y opresión?”

Lo del silencio de Dios no es verdad, Él sigue hablando. Es un misterio. Lo que ocurre es, que o no podemos, o no queremos escucharle. Estoy convencido de que Dios habló siempre y que sigue hablando hoy. Lo hace en el interior de nuestro corazón, lo hace a través de las personas y de los acontecimientos que vivimos cada día. El drama está en que nosotros no le escuchamos. La antena de ‘nuestra emisora’ está oxidada. Un ejemplo reciente: los cambios climáticos y la conferencia de Copenhague. Las señales del cielo y de la tierra están ahí, pero el hombre no es consecuente, seguimos con nuestros egoísmos y planteamientos economicistas de la vida y de la sociedad. ¿Qué más necesitamos para entender? Desde una visión optimista de los acontecimientos, algunos piensan que el terremoto de Haití traerá consigo una reacción tal, que los problemas que tiene este país olvidado y paupérrimo finalmente se arreglarán. ¡Veremos! Yo apuesto por la esperanza.

Uno de mis lectores comentaba hace unos días respecto a la muerte de Kiko y a mis reflexiones en el Blog así: “ ……. aceptando (porque no hay más remedio) la realidad de la muerte como parte de la vida, ¿a qué padre omnipotente, dos palabras claves, se le ocurre ver sufrir a sus hijos y no hacer nada por evitarlo?”
No puedo contestarle, prefiero apuntar algo que ilumina mi propio camino. Kiko, cada haitiano muerto o vivo, yo, todos estamos unidos en una misma y única especie. No vivimos para nosotros mismos, vivimos con el “tú” y para el “tú”. Los muertos han muerto por mí, algo mío se ha muerto con ellos. Todos estamos vinculados a todos, y todos al mismo tiempo a un tal Jesús de Nazaret, el Dios hecho hombre. Creo en la comunión de los santos, y eso exige de mí la solidaridad con los demás.

Consecuentemente estoy convencido de que Dios no nos ha dejado solos. El domingo pasado lo constaté una vez más: en una cola inmensa de personas que querían ser bautizadas por Juan en el Jordán se encontraba Jesús. ¡Dios en una cola! Esta historia no se la ha podido inventar nadie, algo tan ‘genial’ sólo puede pensarlo y realizarlo el mismo Dios. Ese Dios que algunos echan de menos en Puerto Príncipe.

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