viernes, 29 de enero de 2010

El mundo en que vivimos

El próximo 4 de febrero se celebrará en Madrid el preestreno de la película "The Road" – La carretera -. Encabeza el reparto Viggo Mortensen, actor conocido como Aragorn en la trilogía cinematográfica “El Señor de los Anillos”. La película está basada en la novela homónima de Cormac McCarthy, con la que ganó el Premio Pulitzer de ficción en el año 2007.

La prensa avanza una sinopsis de la acción: en un futuro quizá no lejano, en un sombrío mundo post-apocalíptico, un padre (Viggo Mortensen) trata de poner en lugar seguro a su hijo (Kodi Smit-McPhee). El planeta ha sido arrasado por un misterioso cataclismo, y en medio de la desolación un padre y su hijo viajan hacia la costa para buscar un lugar seguro donde asentarse. Durante su travesía se cruzarán con los pocos seres humanos que quedan, los cuales o bien se han vuelto locos, o se han convertido en caníbales... Una película de ciencia-ficción. Un drama apocalíptico. Uno más de los muchos que llenan a diario las pantallas de los cines y de la televisión. El fin del mundo sigue siendo negocio y generando inquietudes.

El filme quiere ser una parábola del mundo actual. En su campaña para promover la película, el actor Viggo Mortensen invita a los lectores de algunos medios a escribir un relato corto sobre “cómo ha llegado el mundo a estar tan destrozado, ¿qué ha ocurrido?”. Aún no he visto la película, pero quizá el gran acierto del autor sea presentar a un padre que protege y conduce a su hijo en medio del caos y de la destrucción.

Si pudiera hablar con Mortensen, le apuntaría algunas de las causas por las que el mundo está – aparentemente y según mi parecer – tan destrozado como él opina. Sin embargo, fijándome en la mano del padre que aprieta a la del hijo en el cartel anunciador del filme, me atrevo a opinar desde aquí que es evidente que la falta del padre en la sociedad occidental actual es uno de los grandes problemas de nuestro tiempo. Primero fueron las guerras y después las exigencias del mundo del trabajo las que apartaron al padre de la familia. La madre se quedó sola, se fue también a trabajar, y después, ni el padre ni la madre tuvieron tiempo para los hijos, si es que los tenían. Toda una generación de hijos “sin padres” crece en nuestras ciudades, y ellos deben asumir la tarea de construir el mundo del mañana. Las estadísticas nos anuncian cada día los prolegómenos del desastre.

En la cartelera se puede leer que “su mundo no volvió a ser el mismo”. Aunque algunos lo anuncien desde diversos foros, nuestro mundo no está viviendo su fin. Tampoco creo que vivamos en tiempos apocalípticos. Los hubo peores y los habrá mejores. No estamos solos, alguien cuida de nosotros.

En este contexto me viene a la mente el desierto de Kalahari y el delta del Okavango en Botswana, al sur del continente africano. Anoche vi en la televisión alemana un programa sobre esta región. El Kalahari es uno de los desiertos más secos del mundo, justo aquí se produce cada año uno de los grandes milagros de la naturaleza. Las lluvias que caen en el altiplano de Angola durante la primavera hacen surgir en este desierto, en el delta del Okavango, un verdadero paraíso con vida por doquier. El Okavango es un río que no desemboca en el mar, sino que descarga sus aguas en el desierto. Son miles de quilómetros cuadrados de desierto que, una vez inundados, se transforman en ríos, lagunas y pantanos. Millones de animales y pájaros tienen la posibilidad de resistir y superar largos meses de sequía porque una vez al año llega la abundancia con la inundación del delta. Los leones aguantan, los elefantes se orientan en su caminar por el desierto, las aves emigran hacia allá justo en el tiempo oportuno, incluso los peces sobreviven en charcas, cubiertos de barro, hasta que llega el agua que los hace experimentar a todos una nueva vida.

El mundo en que vivimos no es el de Cormac McCarthy y su novela “The Road”, es más bien el del desierto del Kalahari con su delta del Okavango. No sólo se vive la dureza del desierto, sino que el Buen Dios, en su providencia, se preocupa de que cada año lleguen las lluvias y florezca el páramo, convirtiéndose el desierto en un vergel.

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