sábado, 5 de noviembre de 2011

El cuento del cascabel

Erase una vez un cascabel (más o menos así comienzan todos los cuentos) y ocurrió hace muchos, muchos años. Su primer sonido se escuchó al amanecer de una mañana de primavera entre las colinas que miran al mar, allá donde las vegas repletas de caña de azúcar y hortalizas abrazan a una roca famosa que los árabes llamaron Shalubīnya, en la costa granadina del mediterráneo. Ese día el campo estaba todo en flor.

El pequeño cascabel era delicado como una avellana, y su boca fina y rematada con dos graciosos agujeros prometía tonos alegres y divertidos para alegría de propios y extraños. Cuentan los del lugar que el pequeño juguete había pertenecido al caballo real del monarca nazarí Mulhey Hacén, aquel que se dejó enterrar en las nieves eternas, en la falda del pico que lleva su nombre (Mulhacén) y que es el más alto de Sierra Nevada, allá en el techo de la Península Ibérica, muy cerca de Granada.

Al cascabel le gustaba vivir, para ello había nacido: su vocación era la alegría. Sabía que su destino le llevaría a unirse a las bellas cintas de colores con las que se entrenzan las crines de los caballos. En los años de su juventud soñó que algún día marcaría con su sonido el paso a un hermoso caballo andaluz, de pecho robusto, ágil, veloz y obediente, de galope rápido y elegante. Y mientras esperaba a su corcel, jugaba con otros de su misma especie en las jaeces de yeguas y potrillos por los campos de Andalucía. Todo era juego en las praderas verdes de las serranías cercanas, allí adonde abunda el trébol blanco, el falaris y otras gramíneas que hacían las delicias de los caballos que pastaban al son de sus tonos juveniles.

Poco a poco le llegó la mayoría de edad. Su sonido se hizo adulto y los dueños del establo pensaron en la necesidad de presentarlo en sociedad. Pasearon por ferias y exhibiciones: Jerez y Sevilla eran los lugares preferidos; dicen que el caballo que portaba el jaez con nuestro cascabel tenía las crines más bellas y mejor peinadas de todos. Era uno de los ejemplares más hermosos venidos de fuera. Y como al patrón le gustaban los viajes, llegaron hasta Barcelona, ciudad ideal para el paseo y la diversión. Cuentan que allí coincidieron con los caballos de la “Real Escuela Andaluza de Arte Ecuestre” y que juntos bailaron en varias ocasiones hasta entrada la madrugada. Desde entonces saben los catalanes cómo bailan los caballos andaluces.

De regreso a casa ocurrió lo que todos esperaban, llegó el jinete de los sueños y nuestro cascabel sonó como nunca. Era la hora de su alegría, su fino cascabeleo se hizo notar entre los amigos y conocidos del afortunado. Pasaron las fiestas de bienvenida y llegó el trotar diario. Queriendo o sin querer, el cascabel de nuestra fábula se dio cuenta de que su caballo pertenecía a un establo muy especial. Se acabaron los trotes solitarios de los bailes juveniles, se acabaron los viajes por ferias y exhibiciones, el día a día de su sonido venía marcado por el trabajo del grupo. El y sus compañeros tenían la tarea de arrastrar los enganches en las ferias y a las carrozas funerarias de lujo hasta el cementerio. Su sonido se hizo serio, a veces monótono y pesado. Nuestro cascabel era de buena fragua, aceptó el desafío e intentó, cuando le dejaban, hacerse notar.

Un día ocurrió algo inesperado: los dueños del lugar trajeron al establo a un joven potrillo. Estaba en plena adolescencia, necesitaba descubrir el mundo de los adultos, saltaba y correteaba por los campos como es costumbre entre los de su edad. Una tarde escuchó a nuestro cascabel, lo llevaba el corcel adulto en su jaez. Los que conocen la historia, no saben cómo fue: un día el patrón de la yeguada colocó en las crines del recién llegado el adorno con nuestro cascabel. "Por fin alguien, con el que poder saltar, correr y jugar", dijo el cascabel. Y entonces emitió un su sonido tal, que sin mediar palabra y con las crines bien trenzadas, el potrillo y el cascabel salieron corriendo hacia las playas cercanas. Era el atardecer. Los pescadores del lugar vieron retozar al animal a la puesta del sol con las crines de colores al aire; y dicen los que lo escucharon, que el sonido del cascabel se mezcló con el ruido de las olas y el relincho del potrillo hasta que la oscuridad se apoderó del paisaje.

Con los años, el corazón del cascabel se ha debilitado. Según dictamen de los expertos, el pedacito de hierro que al moverse lo hacía sonar se ha oxidado y no funciona. Atrás quedó la música y los conciertos de amor con el relincho de sus caballos. Es ley de vida, también entre los equinos. La otra noche me dijeron, que unos amigos lo han llevado, antes de que caigan las primeras nieves, al techo de la Península Ibérica, para que desde allí, y a vista de pájaro, contemple con el monarca Muelhey Hacén y su caballo real las puestas del sol de las playas granadinas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario