miércoles, 29 de febrero de 2012

Un largo viaje


Aproveché un viaje de negocios de mi hijo y fui a verlos. Estuve con ellos veinticuatro horas. Son mis amigos los del sur, aquellos que tienen en su jardín una buganvilla florida, una parra fecunda y una higuera de higos deliciosos. Claro que no viajé los seiscientos kilómetros que separan nuestras casas para admirar la belleza de sus plantas, sino para disfrutar de la presencia cercana del amigo y llevarles con mi persona el testimonio de mi cariño. También yo necesitaba una vez más experimentar de cerca su amistad.

Han pasado veinte años desde que el bisturí del cirujano dejara a mi amigo sin voz. El tumor que invadía su laringe hizo necesaria la operación. Ha pasado el tiempo, y la vida sigue con un ritmo especial alrededor de la buganvilla y la parra. A menudo no se necesita hablar para comunicarse. Basta mirar al otro y descubrir en su rostro los sentimientos que brotan de su corazón.

Algunos dicen que vivir es sufrir, pero después de veinticuatro horas con ellos, con mis amigos, me afirmo en el convencimiento de que vivir es amar, es saber dar y saber recibir. Somos seres necesitados, y cuando la necesidad es compartida por ti y por mí, podemos abrazarnos en la maravilla de nuestra entrega. Mis amigos los del sur son grandes maestros en este arte de dar y recibir. El trofeo de campeona se lo lleva ella, la esposa de mi amigo. Mujer, esposa y madre de las ‘de libro’, de las que dan un ritmo especial a este mundo que nos toca vivir. Unas horas a su lado son una gran oportunidad para disfrutar de aquello que los especialistas denominan “lo eterno de la mujer”. La mesa que compartimos bajo el sol y la sombra del jardín fue un regalo más de su delicadeza femenina y maternal.

Durante el viaje de regreso me tocó reflexionar sobre lo vivido horas antes. No sé si la culpa la tuvieron las heladas que han dejado sin flores ni hojas a la buganvilla de mis amigos, o si fue por el cansancio del viaje, el caso es que en el aburrimiento de las llanuras de la Mancha me vinieron a la mente las clases de filosofía de mi juventud. Dejé a mi hijo con su volante y yo me entretuve con Aristóteles. No sé si este conocido filósofo fue el primero en hablar y escribir sobre la contingencia del ser humano.

Recordé a mi viejo profesor de filosofía, que al hablar del dolor nos decía que el hombre es un ser contingente, que está en el mundo aparentemente sin motivo alguno. Nos recordaba a Aristóteles y a Tomás de Aquino con aquello del “ens contingens” y del “ens necessarium”. Y como quería que pensáramos y nos hiciéramos preguntas, nos retaba a discutir sobre si la contingencia no reclamaba una causa o fundamento, porque, decía, que lo contingente no tiene en sí mismo razón de ser. O sea, que yo estaba en el mundo por puro azar. Y para que la discusión no terminara pronto, remachaba diciendo que si el hombre está abandonado a su propia suerte todos nosotros estaríamos suspendidos en el vacío de la nada absoluta. Lo que nos fastidiaba mucho porque a nuestra edad nos sentíamos importantes e indispensables. Sin encontrar respuesta adecuada a tales disquisiciones filosóficas bajábamos al piso de abajo y cambiábamos de aula. A continuación teníamos la clase de religión.

Fue allí a donde escuchaba de nuevo lo que mi abuela ya me había dicho: que el hombre es un ser creado, lo que implica que hay un Creador, y que el ser humano siendo finito y limitado depende del Dios que lo creó. Y no solo eso, sino que ese Dios nos creó por amor y que nos sigue amando. Que ya desde toda la eternidad había pensado en mí y que tiene contados hasta los pelos de mi cabeza. Y para que lo supiéramos, mandó a su Hijo, hombre de carne y hueso como nosotros, que nos habló de su padre, del Dios eterno y creador, como padre de todos, también de mí y de mis amigos los del sur.

¿Y lo del dolor y las enfermedades? Pues por más vueltas que le di en nuestro largo viaje, llegamos a las puertas de Madrid sin encontrar la solución. Eso sí, no caí en la tentación de querer explicar con mi razón lo que sólo desde la fe tiene su respuesta. Recordé que ese Hijo suyo, Jesús de Nazaret, también sufrió como nosotros. También El gritó en la tarde del viernes, cuando colgado de la cruz preguntó el porqué de aquella injusticia y nadie le contestó. Un silencio estremecedor se apoderó del mundo en aquellas horas. Hay testigos que afirman que el silencio se rompió en la madrugada del domingo cuando lo vieron, hablaron con él y hasta le tocaron porque había resucitado y estaba vivo. El silencio duró entonces lo que dura un sábado.

Nuestros sábados son también largos y pesados, pero mirando al que resucitó y con la fe que heredé de mis padres estoy seguro que la luz llegará también. Mientras que apuro las horas de mi sábado, pienso en mis amigos los del sur y les agradezco que ellos, con su vida, alegría y fuerza, me hayan regalado ya parte de esa luz. Sé que la luz definitiva vendrá un día, pero ya hoy se nos regala su reflejo a través de las personas que nos aman. Gracias a vosotros, los que sufrís amando con una sonrisa en vuestros labios. En vuestra luz veo al Dios que es Padre y no se olvida de ninguno de nosotros.

1 comentario:

  1. Gracias hay que dar a Dios por la facilidad que tienes en escribir, y saber comunicar pensamientos tan profundos y teológicos con tus palabras. Que El te siga ayudando.
    Tu hermana

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