Está
terminando el verano por estas latitudes. El calor agobiante de hace días ya
pasó y ahora las flores de mis abetos se van haciendo pequeñas piñas que
madurarán en breve. Esta mañana, al despuntar el sol, me fijé en ellas, en su
belleza y frescura. Mientras disfrutaba de su verde claro llegaban hasta el
horizonte más cercano de mi jardín los jirones de humo de las laderas
calcinadas de la sierra oeste de Madrid.
Eran como nubes bajas de color plomizo. Algún descerebrado ha incendiado el
monte y con él a miles de pinos y abetos como los que dan sombra y sosiego a mi
casa.
Los
plantamos, diminutos, hace ya casi cuarenta años, y hoy se alzan esbeltos con
sus ramas más finas y más altas a casi cuarenta metros sobre el terreno que yo
piso en este amanecer. Testigos mudos de toda una vida. Me alegré al pensar que
el incendio estaba lejos y que mis abetos no corrían peligro, pero sentí rabia e
impotencia por lo ocurrido y me uní en espíritu a aquellos que han tenido que
dejar sus casas y jardines porque las llamas estaban cerca de todo lo que
habían construido y plantado en los últimos años de sus vidas. Las flores de
sus abetos no madurarán en este otoño. Sólo tendrán cenizas.
Dicen
los expertos que muchos de los fuegos producidos en España son expresión de
animadversiones con los vecinos o con las administraciones públicas, y que otros
tantos son el resultado de la locura y maldad de gente enferma o criminal. Sea
como sea, quiero estar atento a las noticias, si se producen, de la detención y
juicio de los incendiarios o pirómanos de este verano; y no solo de ellos, sino
de los que están detrás de sus acciones. ¿Servirá para algo? Por amor a las
flores de mis abetos, quiero confiar en que así sea.
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