viernes, 10 de agosto de 2012

Y un Capítulo les cambió las vidas



No sé si las “llamadas a capítulo” de mi padre a las que hacía referencia la semana pasada eran efectivas en lo que se refería a nuestra conducta, a la conducta de sus hijos, pero supongo que para algo servirían: los hermanos recordamos con cariño y agradecidos a nuestro progenitor. Él nos enseñó el camino, y todavía hoy, pasados los años, es para nosotros aquí y allá un ejemplo a seguir.

Quiero pensar que con las órdenes y congregaciones religiosas, con sus padres y fundadores, ocurre lo mismo: las “llamadas a capítulo” quieren y pueden renovar a los miembros de las mismas en el camino de su vocación. Hace unas semanas, por las fiestas de San Pelayo (26 de junio), estuvimos mi esposa y yo con un amigo en Guipúzcoa. En algunas localidades vascas se recuerda con fiestas populares a este joven cristiano martirizado en la ciudad andaluza de Córdoba por Abderramán III. Nos alojamos en un hotel del pueblo de Loyola, junto a la casa en donde nació Íñigo López de Loyola. Su nombre: Hotel Arrupe, en memoria del célebre superior general de los jesuitas, el Padre Arrupe.

La Compañía de Jesús recuerda a este vasco como aquel que le dio el vuelco a la Orden de los jesuitas. Fue elegido superior general en la Congregación General del año 1965 (los jesuitas llaman congregaciones a los capítulos), y le tocó la tarea de llevar el espíritu del Concilio Vaticano II a la Orden que le eligió como superior. Pero él hizo algo mucho más importante, le cambió el rostro a la Compañía, deshizo el rumbo que había tomado la Orden a lo largo de los siglos con aquella célebre pregunta: “¿Qué significa hoy ser ‘compañero de Jesús’?”  y con la respuesta que él y la misma comunidad dieron a tal pregunta.

Fueron muchos los pasos dados en esta dirección en los primeros años de su gobierno, y muchas las incomprensiones y problemas, pero en el año 1974, a pesar de la opinión contraria de los procuradores y responsables de toda la Orden en el mundo, el Padre Arrupe ‘llamó a capítulo’ por propia iniciativa, convocando la Congregación General número XXXII de la historia de los jesuitas (fue, según él mismo, “la decisión más importante de todo su generalato”). Un golpe de timón necesario para dar el último paso del proceso de vuelco iniciado en los años anteriores.

Para darnos cuenta de la situación de aquel entonces valga recordar las palabras que el Papa Pablo VI dirigió a la asamblea capitular de los jesuitas en un famoso discurso – intenso y también angustiado - al inicio de las sesiones de trabajo del capítulo mencionado: “¿De dónde venís? ¿Quiénes sois? ¿Adónde vais?” Son preguntas a las que todos los capítulos generales de cualquier comunidad religiosa debieran responder.

Los jesuitas lo hicieron. En los días de Loyola, allá por las fiestas de San Pelayo de este año, leí sobre la respuesta que le dieron los jesuitas a las preguntas planteadas. Fue un vuelco general que les cambió las vidas. Supe de ello al leer una reseña sobre uno de los más importantes discursos del Padre Arrupe, titulado “La inspiración trinitaria del carisma ignaciano” (1980) en el que dijo que la situación del mundo “pone en tensión las fibras más íntimas de nuestro celo apostólico y las hace estremecerse”, concluyendo que la razón de ser de los jesuitas hoy es “la lucha por la fe, la promoción de la justicia, el empeño por la caridad”, culminando así su magisterio a la propia Compañía.

Durante la vida del Padre Arrupe se decía que en los jesuitas había dos vascos célebres, uno que fundó la Compañía, Ignacio de Loyola, y otro, Pedro Arrupe, que la iba a destruir. No fue así, hoy sigue siendo la Compañía de Jesús la orden religiosa más numerosa de la Iglesia. Ella está presente en frentes muy conflictivos de los cinco continentes, en los ‘límites de la periferia’ de la sociedad, allí adonde la justicia social y la fe brillan por su ausencia. Las crónicas de la Compañía cuentan también sobre más de cuarenta mártires jesuitas en los últimos decenios. Si es cierto aquello de que por los frutos los reconoceréis, parece que para algo sirvieron los capítulos (congregaciones) generales. ¡Ad majorem Dei gloriam!

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